No hagas caso. No hagas caso. No hagas caso.
Enfilé a buen paso las calles del gueto y, como siempre, tuve que aislarme de todo cuanto me rodeaba para poder soportar la vida en ese lugar. Las estrecheces. El ruido. El hedor.
Allí vivían tantas personas que me empujaban constantemente. Y eso que, como todos los demás, ponía buen cuidado en no tocar a nadie. El miedo a contagiarse de tifus era enorme.
Además, el ruido era increíble, y no era por el tráfico —en el gueto no estaban permitidos los coches—, sino por la cantidad de gente que vivía, hablaba y discutía allí. Siempre había alguien dando voces, bien porque le habían robado algo, bien porque se sentía engañado por un vendedor, o lisa y llanamente porque se había vuelto loco.
Pero lo peor era el olor. A la entrada de varias casas había cadáveres, un espectáculo al que no me acostumbraba. Eran muchos los familiares que no tenían ni dinero ni fuerzas para dar sepultura a sus seres queridos, de manera que por la noche dejaban sin más a los muertos en la calle, para que al día siguiente se los llevaran de allí como si fuesen basura. Durante la noche, a los cadáveres les robaban la ropa, un pillaje que hasta yo podía entender. Los vivos tenían mayor necesidad de chaquetas, pantalones y zapatos.
Tampoco hice caso de los numerosos niños mendigos con los que me crucé. Algunos estaban agachados, apáticos, en el borde de la calzada; otros, aún con algo de fuerza, me tiraban del vestido. Por un trozo del pan que llevaba en mis bolsas se habrían sacado los ojos los unos a los otros.
¡No podía permitir que Hannah acabara siendo uno de ellos!
Pero, sobre todo, no hice caso de la manifiesta injusticia del gueto. Además de los pobres y desesperados con su ropa harapienta, también había algunos ricos a los que los primeros llevaban a comprar manjares en calesas tiradas por bicicletas. Una mujer que pasó a mi lado gritándole al demacrado conductor que se diera más prisa hasta llevaba un elegante abrigo de pieles. Y eso que hacía calor.
A pesar del hedor, en el gueto podía volver a respirar con un poco más de libertad. A pesar de la estrechez, podía moverme sin tener siempre miedo. Allí, en esas calles atestadas, malolientes y ruidosas, no me perseguían las hienas. Allí estaba con los míos. Con ellos entendía a las muchas muchas personas que intentaban conservar la dignidad en ese infierno. Vestían ropa cuidada, se lavaban e iban por la calle sin agachar la cabeza. Dispuestos a superar el día a día sin hacer daño a otros. Sin convertirse en animales.
El gueto todavía no había conseguido, ni con mucho, doblegarnos a todos. Había incluso personas buenas de verdad, entre las cuales, claro está, yo no me contaba. Los buenos eran los profesores, los voluntarios que trabajaban en los comedores sociales y personas como Daniel. Sobre todo personas como Daniel.
Avancé entre el gentío hasta la tiendecita de Jurek, un anciano con barba que casi siempre estaba de buen humor, y uno de los pocos que apenas sufría dadas las circunstancias. Y ello se debía no sólo a que hacía provechosos negocios con las cosas que me compraba a mí y a otros estraperlistas, sino también a que ya había vivido su vida. «He pasado sesenta y siete años buenos en este mundo —me dijo una vez—, que es más de lo que tendrá la mayoría, ya sean judíos, alemanes o congoleños. Que los últimos años sean difíciles no tiene tanta importancia en el balance final».
Cuando entré en la tienda con las bolsas —el destrozado timbre más cencerreando que sonando en condiciones—, Jurek me saludó alegremente:
—Mira, mi preferida.
Que siempre me llamara su preferida me gustaba, aunque tenía bien claro que llamaba así a todo el que le llevaba productos de buena calidad. Miré el mostrador y me fijé en el precio actual de los alimentos: un huevo, tres eslotis; un litro de leche, doce eslotis; un kilo de mantequilla, 115 eslotis; un kilo de café, 660 eslotis…, tenía que empezar a pasar café como fuera. Las ganancias eran enormes. Pero para eso necesitaba más dinero con el que poder comprarlo en el lado polaco.
Naturalmente, lo que vendía Jurek en su tienda no estaba al alcance de la mayoría de los mortales. Un trabajador que se deslomaba en las fábricas alemanas del gueto ganaba unos 250 eslotis al mes, con los que solamente podía comprar dos kilos de mantequilla y un litro de leche. Jurek miró mis bolsas y rio satisfecho:
—Ciertamente eres mi preferida.
Tal y como lo dijo, me hizo dudar un poco: quizá no fueran sólo palabras amables, quizá yo fuese de verdad a la que más apreciaba.
Después de que aclaráramos lo que quería conservar para mi familia —huevos, zanahorias, algo de mermelada, pero también una libra de mantequilla—, Jurek le dio un bocado a la tarta de hojaldre y se paró a pensar cuánto iba a pagarme. Por lo general me daba la mitad del dinero por el que luego él vendía las cosas. ¿Era justo? Sea como fuere, yo no había encontrado a nadie que me diera más. Y convertir los artículos en dinero no era nada fácil. Cuanto más tiempo estuviesen en mi poder, tanto mayor era el peligro de que me los robaran.
Jurek sacó dinero de la caja, cubierta por una gruesa capa de polvo —no le concedía mucha importancia a la limpieza—, y me entregó los billetes. Me puse a contarlos, no fuera a ser que me timara, y me quedé sorprendida: era más que de costumbre. ¡Doscientos eslotis más! Con ese dinero sin duda podría conseguir café en mi siguiente salida. ¿Se habría equivocado Jurek? ¿Precisamente el avispado Jurek? ¿Y si le preguntaba? Decidí no hacerlo. Necesitaba cada uno de esos eslotis. Si se había equivocado, la culpa era suya. Además, podía asumir la pérdida.
—No me he equivocado —se rio él—. Está bien así.
¡Mierda! Se me veía en la cara con demasiada facilidad lo que pensaba. O al menos personas listas como Jurek o el jefe de los szmalcowniks podían hacerlo. ¡Eso tenía que cambiar!
—¿Me das más a propósito? —pregunté desconcertada.
—Sí, porque de verdad que me caes muy bien, Mira… —contestó el anciano, y me pasó la mano por la mejilla. El gesto no fue en absoluto obsceno, fue amable, casi paternal. No esperaba nada a cambio de ese dinero. Aparte, me había llegado el rumor de que a Jurek no le gustaban las mujeres y que más bien le iban los hombres.
—Y lo hago porque de todos modos dentro de poco el dinero no valdrá nada.
¿Por qué decía semejante cosa?
—¿Por la inflación, quieres decir? —inquirí perpleja.
En efecto, en el gueto los precios subían de mes en mes. Si a principios de año un huevo costaba un esloti, ahora había que pagar el triple.
—No, no me refiero a eso —respondió Jurek entre risas, y dijo algo que me asustó—: Quiero que por lo menos lo tengas un poco más fácil.
Casi sonó como si fuera a morir pronto. ¿Qué significaba eso? Sin duda cada vez que iba al otro lado me jugaba la vida, y ese día me había librado por los pelos, pero no moriría tan fácilmente. Tendría más cuidado aún, me prepararía mejor, no me dejaría coger nunca.
—No me pasará nada —objeté.
—No se trata de eso —repuso, lanzando un suspiro—. Esto no tardará en ponerse muy feo.
—¿A qué te refieres? ¿Has oído algo? —pregunté preocupada.
—Sí, he oído cosas, y no son nada buenas…
No quiso decir más.
—¿Qué cosas? —insistí—. ¿A quién?
—A uno de las SS con el que hago negocios.
Jurek me caía bien, pero me asqueaba que también tratase con las SS. Sin embargo, eso ahora carecía de importancia.
—¿Qué dijo exactamente?
—Fueron sólo insinuaciones, pero mencionó que nuestra apacible vida aquí habrá terminado a partir de mañana. —De pronto, el por lo general alegre Jurek rio amargamente—: Como si a esto se le pudiera llamar vida apacible.
—¿A qué podía referirse el de las SS?
—No lo sé…, pero cuento con lo peor.
Que el optimista Jurek se tomara las habladurías en serio me inquietó. Siempre circulaban rumores de que los alemanes nos matarían a todos. De que no les bastaba con dejar morir de hambre a una parte de nosotros. Pero los rumores no eran más que eso, rumores. Y por regla general Jurek no hacía caso de ellos.
—Eso no pasará —afirmé—. Porque los alemanes nos necesitan para trabajar.
Eran muchos los judíos que trabajaban de esclavos en las fábricas del gueto y producían toda clase de cosas para los alemanes: muebles, piezas de aviones, incluso uniformes para el Ejército nazi. Sería una locura renunciar a eso.
—Sí, necesitan gente para los trabajos forzados —repuso Jurek, dándome la razón—, pero no a más de cuatrocientos mil.
—Pero si hasta traen a judíos de otros lugares —seguí argumentando—. Si quisieran matarlos, se los habrían cargado hace tiempo en sus respectivos países.
A lo largo de las últimas semanas habían traído al gueto muchos judíos de Checoslovaquia y también de Alemania. Los judíos alemanes en particular no querían tener nada que ver con nosotros, los polacos. Se creían mejores. Muchos de ellos, con su estatura, su pelo rubio y sus ojos azules, parecían alemanes; algunos eran cristianos que habían tenido la mala suerte de que un abuelo al que quizá ni conocieron era judío. A estos cristianos judíos los alemanes hasta les permitieron traerse un cura, que decía misa en el gueto para ellos. ¿Cómo sería todo esto para esos cristianos? Acudían todos los domingos a la iglesia y de golpe y porrazo los habían echado de sus casas, tenían que llevar el brazalete con la estrella y habían sido arrastrados a este infierno, y sólo porque tenían un abuelo o una abuela judíos. Sea como fuere, ese Jesús en el que seguían creyendo tenía un extraño sentido del humor.
—Desde luego, lo lógico sería matarlos donde viven —convino conmigo Jurek.
—¿Pero? —apremié.
—Los nazis tienen su propia lógica.
No pude sino recordar que el soldado le había pegado a mi padre por no saludarlo, y habría corrido la misma suerte de haberlo hecho. Cierto, los nazis tenían su propia lógica enfermiza.
Sin embargo, no era capaz de imaginar que pudiera suceder una catástrofe. Por eso le dije a Jurek, y sobre todo me dije a mí misma:
—No será para tanto.
Jurek esbozó una sonrisa forzada.
—¿Significa eso que quieres devolverme el dinero de más?
—Con él compraré café en el lado polaco —repuse, y me dirigí hacia la puerta.
Al oír eso, el anciano no pudo evitar reírse de verdad:
—Mira, eres mi preferida y siempre lo serás.
Salí de la tiendecita de Jurek y volví a mezclarme con la multitud. A su manera, ese gueto, con su hedor, sus estrecheces y su ruido, estaba tan lleno de vida que sencillamente no podía imaginarme que fuera a morir nunca. Algunas personas sí, puede que incluso muchas. Pero, por cada una que muriera, los alemanes encerrarían a otras tres en el gueto. Mientras hubiese judíos, el gueto seguiría existiendo.
Decidí desoír los rumores y no centrarme en la muerte, sino en la vida: dentro de nada le prepararía a mi familia una estupenda tortilla con huevos frescos.