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El muro que levantaron los judíos sometidos a trabajos forzados por orden de los nazis —sí, los judíos tuvieron que construir su propia cárcel— medía tres metros. Estaba coronado con cristales, y además lo remataba casi medio metro de alambre de espino. Su vigilancia corría a cargo de tres unidades distintas: centinelas, policías polacos y, en nuestro lado de la pared, los policías judíos del gueto. Esos cerdos hacían todo lo que les pedían los alemanes para vivir un poco mejor que los demás. No había ni uno solo de fiar, ni siquiera mi encantador hermano mayor.

Los estraperlistas profesionales untaban a los centinelas en los pocos pasos que conducían al gueto: a todos los guardianes del orden les gustaba embolsarse dinero, con independencia del pueblo al que pertenecieran. Si los centinelas cobraban, los carros con mercancías podían cruzar la frontera. A menudo la comida iba oculta en un doble fondo, pero a veces también los animales que tiraban del carro eran la mercancía: cuando entraban en el gueto, los carros aún llevaban enganchados los caballos, pero poco después los arrastraban personas.

A mí no me resultaba tan sencillo entrar o salir del gueto. No tenía dinero para sobornar a tantos centinelas y —aunque tendía a flaca— era demasiado alta para colarme por uno de los estrechos pasos que se abrían bajo el muro, como hacían muchos niños que tenían que alimentar a su familia. Esos cuerpecillos andrajosos que, hiciera calor o frío o lloviese, se escurrían por resquicios de la pared, gateaban por tuberías o trepaban temerariamente el muro, rajándose las manos con los cristales, eran los tristes héroes del gueto. La mayoría tenía menos de diez años, algunos sólo seis. Pero al mirarlos a los ojos daba la sensación de que llevaban mil años vagando por este mundo. Cada vez que veía a uno de esos niños viejos me alegraba de poder ofrecerle a Hannah una vida distinta.

Todos esos pequeños estraperlistas estaban señalados por la muerte. Más tarde o más temprano los pillaría alguien como Frankenstein. Frankenstein, así era como llamábamos a un centinela alemán especialmente feroz. Sonriendo con frialdad disparaba a los pequeños estraperlistas y los derribaba del muro como si fuesen gorriones.

Para llegar a la zona polaca de la ciudad sin morir como un gorrión me servía de un sitio por el que, al parecer, muchos pasaban de un mundo a otro: el cementerio.

Muertos éramos todos iguales —aun cuando las religiones proclamaran otra cosa—, de manera que los cementerios católico y judío eran contiguos, únicamente los separaba el muro. Ruth me había desvelado cómo salvarlo: uno de sus clientes preferidos, Szmul Aszer, el famoso gánster del gueto, había estado fanfarroneando de sus actividades delante de ella.

Salí del mercado, recorrí unas cuantas calles y entré en el cementerio católico. Allí rara vez había gente, y ese día también estaba desierto. Por aquel entonces, ni siquiera los polacos disponían de mucho tiempo para sus muertos. Aunque quizá nunca lo tuvieran.

Me dirigí deprisa hacia el muro y de camino reparé en las tumbas. Me sorprendió lo opulentas que eran algunas: más grandes que la habitación en la que vivía con mi familia. Posiblemente allí también hubiera menos cucarachas.

Mientras me abandonaba a mis pensamientos, distinguí a lo lejos un policía de azul que hacía la ronda. No podía dejar de ninguna manera que me abordara y me pidiera la documentación. No podía permitirme un carné falso como el que tenían los estraperlistas profesionales, de modo que me descubriría en el acto.

Di unos pasos más, al mismo ritmo, y me detuve ante la primera tumba con la que me topé. Dejé mis bolsas, deposité la rosa que llevaba junto a una corona y recé en voz baja. Era una buena chica católica que después de haber ido a comprar al mercado se tomaba tiempo para recordar a los difuntos. El hombre ante cuya tumba me encontraba se llamaba Waldemar Baszanowski, había nacido el 12 de marzo de 1916 y fallecido el 3 de septiembre de 1939. Posiblemente fuese soldado del Ejército polaco y los alemanes lo mataran de un disparo en los primeros días de la guerra. Así que ahora yo era la hermana pequeña de Waldemar, Dios lo tuviera en su gloria.

El policía pasó por delante de mí sin abordarme; respetaba que conmemorase a los difuntos. Cuando desapareció, respiré hondo. Por desgracia tendría que dejar la rosa en la tumba de ese desconocido. Al fin y al cabo, Stefan me había salvado la vida con ella. Volví a cogerla y acaricié la idea de llevármela al gueto. Pero sería una locura: si por casualidad volvía a cruzarme con el policía, la rosa me delataría. ¿Cómo iba a explicarle por qué no la había dejado en la tumba? Difícilmente me serviría algo como: «Bueno, es que el muerto no puede verla».

Me enfadé conmigo misma: ¡no podía permitirme el lujo de distraerme pensando en aquel chico! Dejé la rosa, dije en voz queda «Gracias, Waldemar» y fui hacia el muro que lindaba con el cementerio judío. Eché un vistazo, pero no vi soldados ni policías. Corrí hacia un punto muy concreto señalizado por unas piedras que, si se retiraban, dejaban a la vista un agujero enorme que los estraperlistas organizados utilizaban para introducir en el gueto toneladas de cosas, entre ellas incluso vacas y caballos. Quité la piedra más pequeña y miré con cuidado por el orificio. Que yo viera, al otro lado no había nadie. Me puse a apartar deprisa más piedras. Ese momento era el más peligroso: mientras las movía me podían descubrir en ambos lados, y no tendría ninguna posibilidad de librarme con una excusa ni, desde luego, de escapar.

Tenía el corazón en la boca de puro nerviosismo, y volví a sentir en la frente el sudor frío. Podían pillarme y dispararme en cualquier momento. Aunque de ese modo al menos no estaría lejos de mi tumba.

Cuando el agujero fue lo bastante grande, pasé como pude y me dispuse de inmediato a poner las piedras como estaban: por una parte, para que los centinelas no lo descubrieran en una ronda y lo condenaran para siempre; por otra, para que los estraperlistas no sospecharan que alguien más utilizaba su pasadizo y no estuvieran esperándome la próxima vez que pasara a la zona polaca. Quizá no me mataran en el acto, pero tendría que vérmelas con gente de una brutalidad extrema, como me había advertido Ruth.

El temblor de mis manos iba en aumento, estaba más nerviosa que de costumbre, probablemente debido al encontronazo con los szmalcowniks. Una piedra se me cayó de la mano y me dio en el pie. Apreté los dientes para no lanzar ningún sonido delator. Me entraron ganas de salir corriendo, pero tenía que cerrar el muro.

Para tranquilizarme toqué el musgo de las piedras. Era blando y húmedo. Sentí de nuevo que en el mundo aún había algo más que mi miedo. Un tanto más calmada, cogí la piedra del suelo, la mano ya no me tembló tanto, y la puse en el hueco. Sólo quedaban cinco. De repente oí rezos en la distancia, en algún lugar del cementerio se estaba celebrando un entierro. En el gueto moría gente continuamente. Sólo cuatro piedras. Uno de los dolientes estornudó. Sólo tres piedras. Oí pasos pesados procedentes de otro lado. ¿Centinelas? No me volví, hacerlo me haría perder un tiempo valioso. Sólo dos piedras. ¿Se acercaban los pasos? Sólo una. No, se alejaban. El agujero volvía a estar cerrado. Por fin.

Eché un vistazo y vi que los pasos pertenecían a dos soldados alemanes de las SS. Iban hacia el entierro, que se celebraba a unos doscientos metros de donde yo estaba, tal vez para importunar a los asistentes. Les gustaba hacerlo.

Me agaché y me alejé del muro con mis cosas. Tres tumbas a la izquierda, dos a la derecha. Me detuve un instante, me quité del cuello la cadena con la cruz y la metí en una de las bolsas de la compra. A continuación introduje la mano en una mata pequeña, busqué a tientas un pedazo de tela y lo saqué: era mi brazalete con la estrella de David, que había depositado allí. Me lo puse en el brazo.

Ya no era Dana, la polaca.

Volvía a ser Mira, la judía.

Cualquier alemán podía hacer conmigo lo que quisiera. Y cualquier polaco. Hasta cualquier miembro de la Policía judía.

Siempre que me ponía ese brazalete me acordaba del día que tuve que llevarlo por primera vez. Tenía trece años. El gueto aún no existía, pero los judíos ya sufrían toda clase de vejaciones. En noviembre de 1939, los nazis dispusieron que todos los judíos tenían que llevar la estrella. Naturalmente ni siquiera nos dieron los brazaletes, tuvimos que hacérnoslos nosotros mismos o comprarlos.

El mismo día que se publicó el decreto, mi padre, mi hermano y yo nos dirigíamos al mercado bajo la gélida lluvia de noviembre. Por aquel entonces aún teníamos buenos abrigos para combatir el frío.

Hasta que llegó el soldado de las SS.

Nos salió al paso en la acera y nosotros, los niños, no sabíamos muy bien lo que teníamos que hacer, si evitarlo o saludarlo. La tarde anterior, sin ir más lejos, un amigo le había contado a mi padre que lo habían molido a palos porque se había atrevido a saludar humildemente a un soldado alemán, de manera que mi padre nos advirtió:

—Mirad al suelo.

Seguimos andando con la cabeza gacha, pero el soldado nos dio el alto y nos gritó:

—¿Qué pasa, judío, es que no saludas?

Antes de que mi padre pudiera contestar, fue golpeado. ¡Mi padre fue golpeado! Ese hombre respetable, ese médico de prestigio, ese padre al que mirábamos con profundo respeto, que era tan estricto con nosotros y parecía tan fuerte, poderoso incluso, fue golpeado.

—Disculpe —dijo mientras se levantaba como podía y la sangre del labio le caía en la barba gris.

¿Mi fuerte padre se disculpaba? ¿Por haber recibido un golpe?

—¿Se puede saber qué hacéis en la acera? —ladró el alemán—. ¡Vosotros tenéis que ir por la calzada!

—Desde luego —repuso mi padre al tiempo que nos hacía bajar de la acera.

—¡Descalzos! —ordenó el soldado.

Lo miramos sin dar crédito, y él se quitó el fusil del hombro para subrayar la orden. Miré los grandes charcos que había delante.

—Hijos, quitaos los zapatos —pidió mi padre—, y los calcetines.

Él así lo hizo, y se vio con los pies descalzos en el frío charco. Yo estaba demasiado conmocionada para reaccionar, pero mi hermano, Simon, que entonces tenía la edad que tengo yo ahora, se enfadó. La humillación que había sufrido mi padre lo hizo enfurecerse. Se plantó delante del soldado, aun siendo —como toda nuestra familia— más bien canijo, y gritó:

—¡Déjelo en paz!

—¡Cierra el pico!

—¡Mi padre le salvó la vida a un soldado alemán!

En vez de responderle, el soldado le dio en la cara con la culata del fusil. Mi hermano cayó al suelo, y mi padre y yo corrimos en su auxilio. Tenía la nariz rota y le había saltado un diente.

—¡Los zapatos!

Simon era incapaz de hacer nada salvo llorar de dolor. Era la primera vez que alguien nos pegaba. Y, encima, con saña.

Mi padre le quitó los zapatos para que el soldado no volviera a pegarle. Yo tenía tanto miedo que también me quité los zapatos y los calcetines. Ayudamos a Simon, que seguía llorando, a levantarse. Mi padre nos cogió de la mano y nos la apretó con fuerza, como si así pudiera hacernos sentir seguros. Y fuimos pisando los helados charcos, descalzos.

El soldado vociferó:

—¡Espero que hayáis aprendido la lección!

En efecto. Mi padre comprendió que los alemanes no dictaban leyes de las que pudiera fiarse. Saludar o no saludar daba lo mismo, las normas siempre se interpretaban de forma que lo pudieran martirizar a uno. Y a partir de ese instante Simon supo que no volvería a encararse con un alemán. Un golpe, un diente menos, la nariz rota, y su voluntad de resistir quedó quebrada para siempre. Yo también entendí una cosa mientras caminaba descalza por los helados charcos, primero me empezaron a doler los dientes del frío, luego los pies se me quedaron entumecidos, y miraba a mi padre profundamente avergonzada: los adultos ya no podían protegerme.

Mi padre también lo supo, lo vi en sus ojos tristes. Y sufría por ello mucho más que yo. Me habría gustado abrazarlo, como hacía él conmigo cuando de pequeña tenía miedo por la noche. Pero esa no era ninguna pesadilla de la que uno pudiera despertar. El soldado alemán quería que siguiéramos atravesando los charcos, arriba y abajo, a modo de espectáculo para la gente. Los transeúntes polacos, turbados, miraban hacia otro lado. Al menos la mayoría. Pero también hubo algunos que se rieron. Uno incluso gritó:

—¡Por fin están los judíos en el arroyo!

Mientras sufríamos tamaña humillación, le apreté la mano a mi padre y le dije en voz baja:

—Te quiero, pase lo que pase.

Claro que entonces yo aún no intuía todo lo que podía llegar a pasar.

Del entierro me llegaron las risotadas de los soldados alemanes. Al parecer se estaban divirtiendo a costa de los asistentes. Quizá los obligaran a bailar alegremente. Me habían contado que gastaban esas bromas de mal gusto.

Fuera lo que fuese lo que estaba ocurriendo, no podía perder el tiempo. Cogí mis bolsas y, agachada, fui de tumba en tumba hacia la salida.

Entonces uno de los soldados ordenó:

—¡Que os riais!

Acto seguido oí la risa atormentada de los dolientes. No podía hacer nada. Esto era el gueto. Mi hogar.