Me habían descubierto.
¡Esas hienas me habían descubierto!
Y me pisaban los talones.
Me lo decía mi instinto. Sin necesidad de verlas u oírlas. Igual que un animal presiente que corre un gran peligro aunque aún no haya visto al enemigo en la selva. Ese mercado, ese mercado tan normal y corriente para los polacos, donde compraban su verdura, su pan, su panceta, su ropa, incluso sus rosas, era la selva para personas como yo. Una selva en la que la presa era yo. Una selva en la que podía morir si se llegaba a saber quién o, mejor dicho, qué era yo en realidad.
«No se te ocurra ir más deprisa —pensé—. Ni más despacio. Ni dar media vuelta. Y, por supuesto, no intentes ver a tus perseguidores. Y procura que no se te acelere la respiración. No hagas nada que confirme sus sospechas».
Me costó lo indecible seguir recorriendo el mercado como si tal cosa, como si disfrutara del sol de esa tarde de primavera inusitadamente cálida. Lo que de verdad quería era salir corriendo, pero entonces las hienas sabrían que sus sospechas eran ciertas: que no era una polaca como las demás que acababa de hacer sus compras e iba a casa de sus padres con las bolsas llenas, sino una estraperlista.
Me detuve un instante, fingí echar un vistazo a las manzanas del puesto de una agricultora y sopesé volver la cabeza. Al fin y al cabo, también podía ser que sólo fueran imaginaciones mías, que no me siguiese nadie. Sin embargo, cada fibra de mi cuerpo quería salir disparada. Y había aprendido hacía tiempo a fiarme de mis instintos. De lo contrario probablemente no hubiese llegado a cumplir los dieciséis.
Decidí no salir corriendo y continué andando despacio. La anciana agricultora, de una gordura repugnante —al parecer tenía no sólo bastante de comer, sino incluso demasiado—, me dijo con voz bronca: «Estas son las mejores manzanas de toda Varsovia».
No le respondí que para mí cualquier manzana era estupenda. Para la mayoría de las personas que tenían que vivir dentro del muro hasta una manzana podrida habría sido una delicia. Y más aún los huevos que llevaba yo en las bolsas, las ciruelas y sobre todo la mantequilla, que vendería en nuestro mercado negro por mucho dinero.
Pero si quería tener la más mínima posibilidad de volver al otro lado, primero tenía que averiguar cuántos eran mis perseguidores. No debían de estar completamente seguros de lo que hacían, ya que de ser así me habrían dado el alto hacía rato. Tenía que volverme de una vez por todas. Como fuese. Discretamente. Sin despertar sospechas.
Me fijé en los adoquines que pisaba. A unos metros había una alcantarilla y se me ocurrió una idea. Seguí andando con absoluta normalidad. Los tacones de mis zapatos azules, que tan bien combinaban con el vestido azul con flores rojas, golpeteaban en el adoquinado. Siempre que salía a buscar comida llevaba esta ropa, que me había regalado mi madre cuando todavía teníamos dinero. Ahora, toda la demás ropa que tenía estaba gastada, algunas prendas habían sido zurcidas infinidad de veces. De haberlas llevado, no habría podido andar ni cinco metros por el mercado sin llamar la atención. Pero ese vestido y esos zapatos, que trataba como oro en paño, eran mi ropa de trabajo, mi disfraz, mi armadura.
Fui directa a la alcantarilla y metí adrede el tacón entre dos barrotes. Di un ligero traspié, exclamé con aire teatral: «¡Mierda, maldita sea!». Dejé las bolsas en el suelo y me agaché para sacar el tacón. Al hacerlo miré con disimulo y las vi: las hienas.
Mi instinto no me había engañado. Por desgracia nunca lo hacía. O por suerte, dependiendo de cómo se mire.
Eran tres hombres. Delante iba uno bajito y rechoncho, sin afeitar, con una cazadora de cuero marrón y una gorra gris. Tendría unos cuarenta años y a todas luces era el jefe. Lo seguían un barbudo alto que daba la impresión de ser capaz de lanzar rocas y un chico de mi edad que también llevaba una cazadora de cuero y una gorra, y que parecía una versión en pequeño del jefe. ¿Sería ese su padre? Sea como fuere, el chico no iba a la escuela, de lo contrario no andaría por la mañana paseándose por el mercado a la caza de hombres.
Era de locos, dentro del muro ya no podíamos ir a clase porque los alemanes nos prohibían cualquier acceso a la educación. Aún había algunas escuelas clandestinas, pero no para todos, y yo hacía tiempo que no iba. Tenía que sacar adelante a una familia.
Sin embargo, ese chico polaco podía ir a clase, podía hacer algo con su vida, pero no quería. Y eso que tampoco se sacaba tanto dinero con semejante pandilla de szmalcowniks, que era como llamábamos a esas hienas, a la caza de judíos para entregarlos a los alemanes a cambio de una recompensa. A los szmalcowniks, que abundaban en Varsovia, les importaba poco que los alemanes le pegasen un tiro a cualquier ilegal al que hallaran fuera del muro.
En esa primavera de 1942 se castigaba con la pena de muerte a todo el que se encontrara sin permiso en la zona polaca de la ciudad. Y la muerte ni siquiera era lo peor: corrían las historias más espeluznantes sobre cómo los alemanes torturaban a sus prisioneros antes de llevarlos al paredón. Ya fueran hombres, mujeres o niños. A veces incluso azotaban a estos últimos hasta matarlos. La sola idea de ir a la cárcel y que me torturaran hacía que se me formase un nudo en la garganta. Pero todavía no me habían apaleado, torturado y disparado. ¡Todavía vivía! Y así debía seguir siendo. Por mi hermana pequeña, Hannah.
No había nadie en el mundo a quien quisiera más que a esa tierna criaturita. Debido a la mala alimentación, Hannah era demasiado menuda para sus doce años y, a decir verdad, invisible como una pequeña sombra de no ser por sus ojos, unos ojos grandes, despiertos, curiosos, que habrían merecido ver algo más que la pesadilla de dentro del muro.
En esos ojos brillaba la fuerza de una fantasía increíble. Aunque en la escuela clandestina de la szułkult era de mediocre a mala en todas las asignaturas, desde matemáticas hasta geografía pasando por ciencias naturales, cuando se trataba de inventar las historias que les contaba a los otros niños en los recreos era la mejor: hablaba de Sarah, la que corría por el bosque, que liberó a su amado príncipe Josef de las garras del dragón de tres cabezas; de la liebre Marek, que ganaba la guerra para los Aliados; y de Hans, el muchacho del gueto que podía hacer que las piedras cobraran vida aunque no le gustaba hacerlo, porque las piedras eran unas gruñonas. Para todo el que escuchaba a Hannah el mundo se convertía en un lugar más colorido y hermoso.
¿Quién iba a cuidar de la pequeña si me dejaba coger?
Mi madre no, eso seguro. Estaba tan hundida que ya no salía nunca del pequeño y sórdido agujero en el que vivíamos. Y mi hermano, menos: estaba demasiado ocupado pensando en sí mismo.
Dejé de mirar a los szmalcowniks, saqué el tacón de la alcantarilla y pasé un instante la mano por el adoquinado. A menudo, cuando me asalta el miedo, toco la superficie de alguna cosa para tranquilizarme: metales, piedras, telas; da igual, lo importante es que me doy cuenta de que en el mundo aún existe algo más aparte de mi miedo.
La piedra de color claro sobre la que puse un segundo la mano estaba caliente por el sol. Respiré hondo, cogí las bolsas y continué andando.
Los szmalcowniks me seguían, lo sabía. Oía con claridad sus pasos cada vez más rápidos, y eso que en el mercado había muchos otros sonidos: las voces de los vendedores, que ponían por las nubes sus productos; los compradores, que regateaban; los trinos de los pájaros o el ruido de los coches que pasaban por la calle que discurría detrás del mercado.
La gente pasaba a mi lado a un ritmo pausado. Un joven rubio con un traje gris como el que llevaban muchos universitarios polacos silbaba alegremente una cancioncilla. Aunque me percataba de todo esto, en cierto modo esos sonidos quedaban relegados a un segundo plano. Lo único que escuchaba alto y claro era mi respiración, cada vez más agitada aunque seguía yendo al mismo paso, y mi corazón, que latía con más furia de segundo en segundo. Sin embargo, lo que escuchaba con más nitidez eran los pasos de mis perseguidores.
Se acercaban.
Se acercaban cada vez más.
No tardarían en darme alcance y me interrogarían. Probablemente intentaran chantajearme, pedirme todo el dinero que llevaba a cambio de la promesa de no entregarme. Y cuando les hubiera pagado me traicionarían de todas formas y además se embolsarían la recompensa de los nazis.
Yo hacía mucho que tenía claro que eso acabaría pasando tarde o temprano, en realidad, desde que empecé a dedicarme al estraperlo. Eso fue pocas semanas después de que mi padre decidiera dejarnos en la estacada. Ya no teníamos dinero para comprar comida en el mercado negro, y la ración que nos repartían los alemanes tan sólo contenía 360 calorías diarias por persona. Para colmo, lo que nos daban a los judíos estaba con frecuencia en mal estado. Todo lo que era demasiado malo para los soldados alemanes del Frente Oriental venía a parar a nosotros: zanahorias echadas a perder, huevos podridos o patatas heladas que no se podían cocinar y con las que, con algo de maña, apenas se podían hacer unas tortitas comibles. El invierno pasado hubo días en que el gueto entero olía a esas tortitas de patata.
De manera que, si quería que mi familia tuviese algo de comer, debía hacer algo. Mi amiga Ruth vendía su cuerpo en el hotel Britannia, y se había ofrecido a interceder por mí, aun cuando yo, como me hizo saber con una sonrisa burlona, más bien tenía formas de chico. Pero antes de hacer algo así prefería jugarme la vida dedicándome al estraperlo.
Por si me pillaban los szmalcowniks tenía preparada una historia: era Dana Smuda, una colegiala polaca que vivía en otra zona de Varsovia pero a la que le gustaba ir a comprar a ese mercado, porque sólo en él había esas tartas de hojaldre tan dulces con ese estupendo relleno de manzana. El hecho de que mi dirección falsa estuviese muy lejos de allí era importante, ya que de lo contrario las hienas me llevarían inmediatamente a mi supuesta casa y se darían cuenta de que mentía. Para poder corroborar mi historia en caso necesario, siempre que iba al mercado compraba un trozo de esa tarta y me lo metía en el bolsillo.
En mis salidas también llevaba siempre al cuello una cadenita con una cruz. Además, me había aprendido de memoria muchas oraciones cristianas para poder pasar por una buena católica. Rezos como el rosario, el santo o el magníficat: «Proclama mi alma la grandeza del Señor, y se alegra mi espíritu en Dios…»; como si alguien en su sano juicio pudiera alegrarse en Dios en los tiempos que corrían.
Si lo tuviera delante en un escenario, le tiraría huevos. Aunque en el gueto costaran un dineral. Yo no creía en la religión. Ni en la política. Y menos aún en los adultos. Sólo creía en la supervivencia.
—¡Alto! —gritó uno de mis perseguidores, posiblemente el jefe de la banda.
Hice como si la cosa no fuera conmigo. Al fin y al cabo era una chica polaca normal y corriente, ¿por qué iba a volverme cuando un desconocido dijera «alto»?
Lo repasé todo mentalmente deprisa y corriendo: era Dana Smuda, vivía en la calle Miodawa, número 23, me encantaban las tartas de hojaldre…
Las hienas me cortaron el paso y se plantaron ante mí.
—¿Qué, dándote un paseíto por el otro lado, perra judía? —preguntó el jefe.
—¿Cómo? —repuse yo, fingiendo desconcierto. Era vital no parecer atemorizada.
—Dos mil eslotis o te entregamos a la Gestapo —soltó el jefe mientras su hijo (debía de ser su hijo por fuerza, los dos tenían la misma postura un tanto encorvada) me miraba de arriba abajo, como si, por una parte, yo, la judía, le diera asco, y por otra se imaginara en su mente podrida cómo estaría sin el vestido—. Te lo diremos una sola vez: dos mil y te dejamos en paz.
De pronto noté que me sudaba la nuca. No era el sudor habitual, el que exhala uno porque el sol pega más fuerte a mediodía. No, era un sudor frío, ese que huele acre y de cuya existencia hasta hacía pocos años yo no sabía nada, tan protegida había crecido.
Mientras el sudor me corriera únicamente por la nuca y las axilas no sería delator, pero no podía asomarme a la frente de ninguna manera. Esas hienas sabían reconocer cualquier señal de debilidad, por pequeña que fuese.
—¿Es que no lo has entendido, puta judía?
No fui capaz de pronunciar palabra.
En ese instante comprendí por qué la gente en una situación así le daba todo su dinero a esos delincuentes, aunque en realidad supiera que después la entregarían; se aferraba a la absurda esperanza de que los szmalcowniks cumplirían el trato que habían propuesto. De haber tenido ese dinero, es posible que también yo hubiese admitido en el acto que era judía y se lo hubiese dado; pero nunca había tenido tanto, razón por la cual me obligué a sonreír y dije:
—Esto es un error.
—No nos tomes por tontos —silbó el jefe, que estaba completamente seguro de que no se equivocaba.
El instinto me dijo que mi bonita historia no lo convencería. Quizá hubiera podido engañar a su hijo y al tipo alto y tosco, pero a él no. Sin duda en los últimos años ya le había seguido el rastro a infinidad de judíos, y desde luego había oído mentiras mejores que la mía de las tartas de hojaldre. Mucho mejores. Y seguro que también había visto bastantes cadenas con cruces.
Mis mentiras no me servirían de nada. De nada en absoluto. ¿Cómo podía haber sido tan ingenua, ir tan mal preparada? Por mi culpa dentro de pocas semanas mi madre moriría en nuestra habitación del número 70 de la calle Miła, y Hannah tampoco viviría mucho más. Tal vez aguantara mendigando por las calles del gueto, eso funcionaría durante un tiempo, pero los niños mendigos morían de frío por la noche cuando llegaba el invierno.
No podía permitir que a Hannah le pasara eso. ¡De ninguna manera!
Me acordé de que la cadena y las mentiras no eran todo lo que podía ayudarme. Tenía algo más por lo que podía apostar: en modo alguno parecía judía.
Sí, mi pelo era oscuro, como el de la mayoría de las judías, pero también como el de muchas polacas. En cambio, tenía la nariz respingona y, sobre todo, un rasgo que no cuadraba nada con la supuesta imagen de una judía: los ojos verdes.
Una vez, en uno de sus escasos momentos románticos, mi novio, Daniel, me dijo que parecían dos lagos de montaña que resplandecían con el sol. Yo no había visto en mi vida un lago de montaña, con lo cual no sabía si de verdad desprendían un brillo verde. Y posiblemente no llegara a saberlo jamás.
Cuando la gente me miraba a los ojos siempre se sentía desconcertada. De lejos podían tomarme por polaca o judía, pero de cerca el color de mis ojos me convertía en una rareza a ambos lados del muro.
Luché contra mi miedo y miré al jefe de los szmalcowniks directamente a los ojos. El verde lo confundió. Y entonces cometí una auténtica locura sin pararme a pensarla antes: me eché a reír. A carcajadas. Las pocas personas que me conocen bien saben que casi nunca me río, y cuando lo hago, desde luego no es así. Pero a los szmalcowniks esa risa les sonó genuina y los confundió todavía más.
Después me burlé:
—Andáis muy descaminados.
Me abrí paso entre los perplejos hombres, de los que, con toda seguridad, nunca se había reído una chica a la que creían una perra judía, y seguí adelante con mis bolsas. Parecía mentira: daba la impresión de que me había librado con mi descaro. Me entraron ganas de sonreír tontamente.
Pero de pronto el jefecito salió corriendo, seguido de los otros dos, y me cortó nuevamente el paso. Me quedé sin aliento. No conseguiría reírme con ese descaro otra vez.
—Eres judía, ¡lo huelo! —chilló el hombre al tiempo que se echaba la gorra un poco hacia atrás—. Soy el mejor cuando se trata de seguiros la pista, sabandijas.
—El mejor de todos —afirmó orgulloso el chico.
Vaya, ahí había alguien que se sentía orgulloso de que su padre chantajeara a la gente y la enviase a la muerte.
Era tan injusto: mi padre curaba a quien fuera, polacos, judíos, no importaba. Incluso atendió a un soldado alemán al que dispararon en nuestra calle durante los últimos días de la ocupación. Pero por muchos que hubiera salvado, por muy médico de prestigio que fuese, ahora, cuando más lo necesitábamos, mi padre no estaba con nosotros, y yo ni siquiera podía sentirme un poco orgullosa de él.
—Dejad de acosarme —amenacé enfadada— o llamo a la policía.
Con mi huera amenaza impresioné al chico y al gigante barbudo. A la Policía polaca no le caían bien los szmalcowniks, eran competencia a la hora de ganar dinero con los judíos que se paseaban de manera ilegal por el otro lado del muro. Y si, para más inri, atosigaban incluso a chicas polacas inocentes, los szmalcowniks recibirían un buen rapapolvo. Y eso era algo que los tipos que tenía delante también sabían.
Sin embargo, el jefe no se apocó: se limitó a mirarme a los ojos, cuyo verde ya no era capaz de disuadirlo de sus sospechas, para intentar descubrir en ellos cualquier atisbo de inseguridad.
Le sostuve la mirada. Con todas mis fuerzas.
—Lo digo en serio —insistí.
—No, no es verdad —contestó impertérrito.
—¡Claro que sí!
—En ese caso vayamos juntos a la policía —propuso, y señaló a un agente de uniforme azul que estaba en el puesto de la anciana gorda comiéndose una manzana y torciendo el gesto porque la fruta probablemente no fuera ni la mitad de buena de lo que le habían prometido.
¿Qué podía hacer? Si iba a la policía estaba perdida. Si no iba, también. Un sudor frío me perlaba la frente. El jefe vio las gotas de sudor y sonrió. No tenía sentido seguir mintiendo.
Volví a oír al universitario que silbaba. Pronto moriría, a lo sumo mañana sería fusilada. Sin mí, mi madre y mi hermanita no sobrevivirían. ¡Y ese chico silbaba alegremente su musiquilla!
¿Y si echaba a correr? Difícilmente podría escapar. Aunque, a pesar de los tacones, fuese más rápida que ellos, los szmalcowniks se pondrían a dar gritos y voces, y entre toda la gente que hacía la compra en el mercado habría bastantes antisemitas y me retendrían. Eran muchos los polacos que nos despreciaban. Aunque no querían vivir bajo el dominio de los alemanes, estaban agradecidos de que les quitaran a los judíos de encima.
Incluso en el caso nada probable de que lograra escapar del mercado, jamás conseguiría entrar en el gueto sin llamar la atención. Así que echar a correr también era inútil. Y, no obstante, era mi única oportunidad. Justo cuando iba a soltar las bolsas con mis valiosos productos y salir corriendo como alma que lleva el diablo, vi ante mis ojos una rosa.
¡Sí, una rosa!
Justo delante de mi cara.
Por un instante, su intenso perfume incluso tapó el hedor acre de mi sudor. ¿Cuándo había sido la última vez que había olido una rosa? En el gueto no había. Y cuando hacía la compra en el mercado polaco nunca tenía tiempo de ponerme a olisquear flores, ni siquiera se me había pasado por la cabeza. Y ahora, cuando estaba a punto de ser entregada a los alemanes, ¿alguien me ofrecía una rosa?
Era el estudiante.
Estaba a mi lado y me sonreía con sus ojos azul claro como si yo fuese la criatura más bella y fabulosa que hubiera visto en su vida.
De cerca, ese muchacho de sonrisa radiante parecía más joven que un universitario, tendría diecisiete o dieciocho años en lugar de veinte.
Antes de que yo o uno de los szmalcowniks pudiera decir algo, me abrazó con ganas y se rio:
—Una rosa para mi rosa.
Una frase de lo más absurda, pero como la dijo como si estuviese perdidamente enamorado no sonó nada ridícula.
Finalmente caí: el chico quería salvarme la vida fingiendo que yo era su gran amor polaco. ¿Sería también judío? Más bien polaco. Con su pelo rubio, sus pecas y sus ojos azules podría haber pasado incluso por alemán. En cualquier caso, era un actor estupendo. Lo fuera o no, se estaba jugando la vida por mí, por una absoluta desconocida.
—Eres la rosa de mi vida —afirmó resplandeciente.
Las hienas no sabían muy bien qué pensar de su comportamiento. Alguien que sólo fingiese estar enamorado, ¿exageraría así?
Si quería convencerlos y salvarnos a los dos, tenía que entrar en el juego.
Pero estaba demasiado confusa. Quería coger la rosa, pero estaba bloqueada. Como si me hubiese paralizado la oruga venenosa Xala, que Hannah se inventó para la historia de las orugas tontas que odiaban a las mariposas.
Él notó lo tensa que estaba y me abrazó con más fuerza aún. Me estrechaba con firmeza, sus brazos eran mucho más fuertes de lo que cabría suponer para un chico tan delgado. Yo seguía sin poder reaccionar. De puro miedo y sorpresa era como un maniquí en brazos del muchacho, que, para disimular, redobló sus esfuerzos en la farsa: de repente me besó.
¡Me besó!
Sus labios ásperos y ligeramente agrietados se pegaron a los míos, y su lengua se abrió paso en mi boca con la mayor naturalidad del mundo, como si ya lo hubiera hecho mil veces. Lo tuve bien claro: debía corresponder a ese beso. Era mi última oportunidad. Si no lo hacía, todo habría acabado definitivamente. Para los dos.
La certeza de saber que moriría si no reaccionaba de una vez me sacó de mi rigidez. De manera que también yo lo besé apasionadamente.
En ese instante ni siquiera supe si me gustó el beso.
Cuando el chico se separó de mí, fingí estar radiante de felicidad.
—Gracias por la rosa, Stefan —dije al tiempo que me inventaba deprisa y corriendo su nombre.
—Gracias a ti por existir, Lenka —respondió él, inventándose también el nombre y sin duda profundamente aliviado de que le siguiera el juego.
Sólo en ese momento me atreví a mirar a las hienas, que estaban muy impresionadas con nuestra representación. Al joven szmalcownik se le veía incluso visiblemente reconcomido de envidia: le habría gustado besar así a una polaca.
—¿Te están molestando estos tipos? —me preguntó Stefan, que hacía como si sólo entonces fuera consciente de su presencia.
—Creen que soy judía.
Stefan miró a los hombres como si estuvieran completamente locos por pensar semejante cosa. Pero no se rio como había hecho yo la primera vez que intenté librarme de ellos. Puso cara de estar furioso:
—¿Queréis insultar a mi novia?
Ahora fingía ser el polaco orgulloso cuya novia había sido herida en su pundonor. ¿Judía? ¡Algo así no se le podía decir a la novia de un polaco de pura cepa!
—No… no —balbució el jefe, que dio un paso atrás. Los suyos lo imitaron.
—Sí, sí que querían —objeté indignada. Aunque sólo representaba el papel de polaca ofendida, mi rabia contra esas hienas era auténtica.
Stefan cerró el puño y amenazó a los szmalcowniks, que retrocedieron un poco más. En realidad podrían haberle dado una paliza, tres contra uno, habría sido muy fácil. Pero a los polacos no les ponían las manos encima, eso sólo les habría causado problemas con la policía. Incluso se mostraron un tanto avergonzados por haberse equivocado conmigo. Y aunque como disculpa no valía, el jefe dio media vuelta sin decir palabra e indicó a las otras dos hienas que lo siguieran.
Stefan cogió mis dos pesadas bolsas con una mano, como un caballero que no quiere que su novia lleve peso, y me pasó el otro brazo por los hombros. Echó a andar conmigo por el mercado, como si fuéramos dos enamorados. Yo con su rosa en la mano.
Durante un breve instante tuve miedo de que fuera a largarse con mis cosas. A fin de cuentas, tal vez también él fuera estraperlista. Sin embargo, ¿un estraperlista al uso arriesgaría la vida por otro? Y aunque me robara las cosas, ¿acaso no sería un bajo precio por mi vida? ¿Por la posibilidad de seguir alimentando a mi familia? ¿Sacar adelante a mi hermana?
—Gracias —le dije.
—Ha sido un placer —respondió, y se rio de tal modo que casi resultó creíble. Y añadió—: Besas muy bien.
Lo soltó con la autoridad descarada del que ha besado a muchas chicas y posiblemente a muchas mujeres y sabe de lo que habla.
—Estaba en juego mi vida —susurré para que los transeúntes no pudieran oírlo. Ese no era el momento ni el lugar adecuado para andarse con cumplidos—. Nuestra vida. Has arriesgado la tuya por mí.
Aún no me lo creía del todo. En un mundo en el que la gente sólo pensaba en sí misma alguien se lo había jugado todo por mí.
—Sabía que saldría bien —me contestó también en voz baja. Y sonrió, una sonrisa ni fingida ni descarada sino sincera.
—Pues ya sabías más que yo —le dije con una mueca atormentada.
—Teníamos dos cosas a nuestro favor —puntualizó.
—¿Cuáles?
—Por un lado, tus ojos verdes…
Se rio, daba la impresión de que le gustaban. Y a mí me sorprendió sentirme halagada.
—¿Y la otra? —quise saber.
—Alguien que se dedica al estraperlo en los tiempos que corren tiene que ser muy muy espabilado. De lo contrario habría muerto hace tiempo.
Eso me halagó aún más. Incluso me hizo sentir un poco orgullosa. Como es natural, no quería que se me notara, por lo que me apresuré a decir:
—Ser espabilado o estar muy muy loco.
Se rio, con una risa bonita, franca. No tan atribulada como la de muchos judíos. ¿Sería polaco? Quizá hasta se llamara de verdad Stefan.
—¿Tú también te dedicas al estraperlo? —le pregunté.
Se detuvo, se puso serio y vaciló un tanto: no sabía si era buena idea revelar algo de su vida y cuánto. Finalmente respondió:
—No como tú.
¿Qué quería decir eso? ¿Trapicheaba para los jefes del mercado negro en el gueto? ¿Era un delincuente polaco que ayudaba a esa gente?
Stefan apartó el brazo de mis hombros.
—Es mejor para ti que no sepas nada más —contestó, y de pronto me dio la impresión de que era mucho mayor.
—Bueno, puedo aguantar algunas cosas —aseguré.
—Yo también pensaba eso antes —repuso.
El brillo descarado había desaparecido por completo de sus ojos. Aunque me habría gustado saber de qué hablaba, no era de mi incumbencia. Me devolvió las bolsas y me sentí aliviada: no volvería al gueto sin provisiones. Además habría supuesto un duro golpe que mi salvador me hubiese robado.
—Ahora deberíamos despedirnos —dijo Stefan.
No me gustó. Hubiera querido averiguar más cosas de él. Sin embargo, asentí:
—Sí, probablemente.
Me miró un segundo con cara de pena, como si también él lamentara que nuestros caminos se separasen allí. Se dio cuenta de que lo había calado y volvió a sonreír:
—Cuando llegues a casa, lávate.
—¿Cómo? —pregunté extrañada.
—Ese sudor huele a miedo. —Su sonrisa se ensanchó.
No sabía si reírme o darle una bofetada. Decidí hacer las dos cosas.
—¡Ay! —rio.
—Ten cuidado con lo que dices —repuse—, o te costará muchos más ayes.
Se rio más aún.
—Siempre lo he pensado: las mujeres atractivas son peligrosas.
Mierda, otra vez me sentía halagada.
Stefan me dio un beso descarado en la mejilla y desapareció entre la multitud. Y posiblemente también de mi vida, para siempre, sin que hubiera llegado a saber cuál era su verdadero nombre y sin que él supiera que en realidad yo me llamaba Mira.
Al vivir algo emocionante, a veces las sensaciones le llegan a uno mucho después, cuando se tranquiliza. Una puntiaguda espina de la rosa me pinchó ligeramente en la yema del dedo, y de pronto reviví el beso con toda intensidad. La pasión que Stefan le había puesto. Y la pasión con la que yo le había correspondido.
Estaba muy inquieta. Ese beso no podría ser más distinto del primero que me dio en su día Daniel.
Daniel.
De repente me sentí culpable. ¿Cómo podía dejarme impresionar de semejante forma por el beso de un desconocido?
Daniel era la única persona del mundo que me daba fuerzas. La persona más decente que conocía. Y siempre podía contar con él. Cosa que no podía decir de todos los demás.
A Stefan probablemente no volviera a verlo. Y aunque así fuese…
Daniel y yo. Nos iríamos juntos a América. Cuando fuera. Pasearíamos con Hannah por Broadway, en Nueva York, veríamos esa ciudad maravillosa en color. Yo sólo la conocía en blanco y negro, por las películas americanas que veíamos en el cine antes de que llegaran los nazis.
Daniel y yo nos habíamos jurado que iríamos a Nueva York.
Me dominé, reprimí todas las sensaciones que ese beso podía provocarme. Las atribuí al nerviosismo, al peligro de muerte en el que me había encontrado, y me obligué a no pensar más en Stefan. Todavía no había sobrevivido a ese día, aún tenía por delante lo más difícil: debía volver al gueto. Sin que me cogieran los soldados alemanes.