XXXI

Entonces todos afluyeron hacia la playa. Había pescadores junto a unos pequeños puestos vendiendo pescado asado. El olor del fuego propagaba una alegría familiar. Antes de la guerra, allí debió de haber un paseo marítimo. Aún quedaban algunos vestigios pegados a los muros de piedra tallada.

Detrás de los muros se extendía la playa, blanca y salpicada de manchas de petróleo, con alguna señal olvidada, algunas barracas y algunas barcas. Tzili estaba débil y hambrienta. No había ningún conocido al que dirigirse, solamente refugiados que llevaban a la espalda mochilas cargadas de hambre y prisas. Afluían por la arena hacia el mar.

Tzili se sentó a observar. Había recuperado el viejo gusto por observar. Por la noche encendieron hogueras y cantaron: «Nosotros portamos antorchas». Nadie sabía cuánto tiempo estarían allí. Había comida. También Tzili bajó hacia el mar y se sentó entre los refugiados. La herida de su vientre había cicatrizado. El dolor, aunque intenso, era soportable.

—Este pescado es excelente.

—Los peces del mar son buenos para la salud.

—Voy a comprar otro.

Aquellos murmullos que llegaron hasta ella la sorprendieron.

En una esquina se inició una fuerte discusión. Un hombre fornido gritó a pleno pulmón: «¡A mí ya nadie me matará!». Y en otro lugar bailaron en círculo una horah. Uno de los refugiados, que estaba sentado junto a Tzili, dijo la siguiente frase:

—Yo ya no voy a Palestina.

—¿Por qué? —le pinchó su compañero.

—Estoy cansado.

—Pero estás sano.

—Así es, pero he perdido la fe.

—¿Y qué piensas hacer?

—No lo sé.

Alguien encendió una lámpara de petróleo que iluminó la oscuridad. La voz del refugiado que estaba hablando se silenció.

Y mientras Tzili permanecía observando, se le acercó una mujer gorda.

—¿Tú no serás Tzili? —dijo.

—Así es —dijo—, me llamo Tzili.

Era la mujer gorda que, durante todo el camino, había distraído a la gente cantando, declamando y enseñando sus gruesos muslos.

—Me alegro de que estés aquí. Todos me han abandonado —dijo, dejando caer al suelo su pesado cuerpo—. Aquí hay muchas bellezas cristianas y a mí me han abandonado a mi suerte.

—¿Y adónde te diriges? —preguntó Tzili con cautela.

—¿Acaso tengo elección?

La respuesta de la mujer no se hizo esperar. Permanecieron sentadas en silencio durante un instante.

—¿Y tú? —preguntó la mujer.

Tzili le contó lo ocurrido. La mujer clavó los ojos en ella para asimilar todos los detalles. Era como si, por un instante, las grandes penalidades que ocupaban su gran cuerpo hubiesen caído en el olvido para dejar sitio al secreto de Tzili.

—Tampoco yo tengo a nadie en el mundo. Al principio no lo comprendí, ahora lo comprendo: existe el mundo y existe Linda.

Uno de los funcionarios se subió en un cajón. Habló con palabras grandilocuentes y atronadoras. Como si tuviese un altavoz junto a la boca. Habló de Palestina, la tierra de la redención.

—¿Dónde se puede comprar pescado asado? —dijo Linda—. Voy a comprar pescado asado. El hambre me está volviendo loca. Vuelvo enseguida. No me abandones tú también.

Tzili fue subyugada durante un instante por aquel orador. Hablaba con voz atronadora sobre la necesidad de renovarse y santificarse. Nadie lo interrumpía. Se notaba que las palabras habían estado mucho tiempo guardadas en el interior de aquel hombre y que ahora había llegado su momento.

«Linda ha traído dos peces asados. Linda debe comer, Linda está hambrienta», hablaba de sí misma en tercera persona. Enseguida ofreció a Tzili un pez en un cartón. Tzili lo probó.

—Está bueno —dijo.

—Antes de la guerra yo era cantante de cabaret. Mis padres no estaban nada contentos conmigo —confesó de pronto.

—¿Te perdonaron? —dijo Tzili.

—Linda no tiene perdón. Ni la propia Linda está dispuesta a perdonarse a sí misma.

—En Palestina todo será distinto. —Tzili dijo lo que había dicho el orador.

Linda continuó masticando y no respondió.

Tzili sintió cierta afinidad hacia aquella mujer gorda que hablaba de sí misma en tercera persona.

Durante toda la noche estuvieron atronando los oradores. Palabras exaltadas inundaron la playa oscura. Un hombre delgado dijo que los tormentos de Palestina eran inevitables. Todas aquellas voces no agradaban a Linda. Al final, no pudo contenerse más: «Basta de palabras». Y como el orador no respondió a sus advertencias, se levantó, se plantó junto al cajón y anunció: «La que habla es Linda la gorda, que nadie se atreva a acercarse a este cajón. Declaro una huelga de palabras».

Volvió a sentarse en su sitio. Nadie reaccionó. La gente estaba cansada y se acurrucó en sus abrigos. Unos instantes después, se dijo: «¡Puaj! Este renacimiento me repugna. Todo esto me repugna».

Aquella misma noche cargaron a la gente en el barco. Era un barco pequeño con un mástil desnudo y una chimenea. Dos focos iluminaban el embarcadero.

—Yo —dijo Tzili por alguna razón—, me apetece una pera.

—Linda no tiene una pera. Lástima que Linda no tenga una pera.

—Me avergüenzo de mí misma —dijo Tzili.

—¿Por qué te avergüenzas?

—Por habérseme ocurrido algo así.

—Yo respeto mucho los pequeños deseos de ese tipo.

El espectáculo no era nada alentador. La gente trepaba por las cuerdas y por las lonas. Alguien gritó: «Hay cola. Nadie subirá sin aguardar su turno».

El hacinamiento era tal que Tzili sintió que iba a ser vencida de nuevo por los dolores. Linda no confió más en la buena voluntad de la gente y, con voz atronadora, dijo: «Haced sitio para que se siente la joven. Esta joven acaba de ser operada». Nadie se movió. Linda repitió la advertencia.

Como nadie le hacía caso, alargó los brazos y zarandeó a dos hombres jóvenes que estaban sentados en un banco.

—Ahora, por justicia, ella se sentará. Se llama Tzili.

Cuando se calmó el revuelo, y parte de la gente bajó a los camarotes y arriba sopló el viento, Tzili dijo:

—Te lo agradezco.

—¿Por qué me das las gracias?

—Porque me has encontrado un sitio.

—No me gusta que me den las gracias. El sitio te corresponde a ti.

De abajo llegaban gritos. Resulta que en la oscuridad estaban golpeando a los delatores y a los colaboracionistas, que chillaban a pleno pulmón. Tampoco arriba los ánimos estaban tranquilos. Los funcionarios intentaron en vano restablecer la calma. En medio de los gritos, Linda le contó la historia de su vida durante la guerra. Tenía un amante, cristiano, un hacendado que la escondió en sus graneros. Fue pasando de un granero a otro. Al principio fueron días maravillosos de felicidad. Pero con el paso del tiempo pudo constatar que aquel amante era un goy[3] en todo, bebía y le pegaba. Se vio obligada a escapar, y al final huyó hacia uno de los campos. No le gustaban los judíos, pero los prefería a los cristianos. Los judíos eran sucios, pero no crueles. Durante un año entero estuvo en el campo. Allí aprendió yiddish. Y allí actuaba noche tras noche. No se arrepentía. Una cruel franqueza se apreciaba en sus ojos marrones.

El mar estaba agitado, pero el barco lo surcaba con poderío. Arriba no se sentía el balanceo. La gente dormía acurrucada en los abrigos rayados del Joint. De vez en cuando sonaba la sirena. Linda consiguió por fin una botella de coñac y no cabía en sí de gozo. Abrazó la botella y le habló en húngaro. Enseguida comenzó a sentirse reconfortada. Y, como estaba animada por el coñac, empezó a cantar canciones de cuna húngaras.