Volvió a quedarse dormida. Soldados y refugiados abarrotaron mientras tanto el barracón. No había espacio. Los auxiliares juntaron las camas y empujaron la de Tzili hacia la salida. Estaba dormida. Alguien lejano y extraño le ordenó que no soñase y ella obedeció y dejó de soñar. Flotó sobre la faz del sueño durante varios días y, cuando se despertó, su memoria estaba aún más vacía.
El barracón alargado estaba abarrotado de hombres, mujeres y niños. Las harapientas separaciones ya no ocultaban nada. «No griten, eso no beneficia a nadie», se quejaban los auxiliares. Estaban cansados de tanto revuelo y tanto sufrimiento. Las enfermeras estaban más relajadas y por la noche coqueteaban con ellos y con los convalecientes.
Ahora Tzili estaba despierta en la cama. De su dispersa vida parecía no quedar nada. Ni siquiera su cuerpo le pertenecía ya. La mezcolanza de voces y manchas iba penetrando en su vacío sin llegar a alterarlo.
—¿Ya se te han acabado los días de permiso? —se acordó de preguntar a la enfermera.
—He discutido con mi prometido.
—¿Por qué?
—Desconfía de mí, me ha pegado. He jurado no volver a verlo. —Sus grandes y rústicas manos expresaban más que su rostro—. ¿Y tú le amabas? —se dirigió a Tzili sin mirarla.
—¿A quién?
—A tu prometido.
—Sí —se apresuró a responder Tzili.
—Con los judíos a lo mejor es distinto.
Líneas de amargura aparecieron en un solo día en la cara rústica de la enfermera. En aquel momento, Tzili sintió cierta afinidad hacia aquella campesina a quien su prometido había propinado unos buenos puñetazos.
Por la noche hubo muchos gritos. Uno de los auxiliares se lanzó sobre un refugiado y lo llamó estafador judío. Un repentino escalofrío recorrió el cuerpo de Tzili.
Tan sólo al día siguiente, cuando se puso en pie, comprendió que también le habían arrancado del cuerpo el equilibrio. Permaneció apoyada en la pared y, por un instante, tuvo la sensación de que jamás podría volver a mantenerse en pie sin apoyo.
—¿No habéis visto la mochila? —preguntó al auxiliar.
—Estamos desinfectando. Lo estamos quemando todo.
Varias mujeres de mediana edad estaban junto a los servicios untándose crema en la cara. Hablaban en voz baja y con risitas provocativas. Los años de sufrimiento las habían encorvado, pero no les habían quitado las ganas de vivir. Una de ellas se sentó en un banco y se masajeó con fuerza las piernas hinchadas.
Después llegaron los auxiliares con muchos más enfermos. Hubo una selección y sacaron a los convalecientes a la explanada. También sacaron la cama de Tzili. De nada sirvieron las súplicas de la enfermera cristiana.
Al día siguiente, en la explanada, los empleados del Joint repartieron vestidos, zapatos y una especie de corpiños floridos. Hubo una avalancha sobre las cajas, y los funcionarios, más que repartir, tuvieron que ocuparse de dispersar a las mujeres. A Tzili le tocó un vestido rojo, un corpiño y unos zapatos de tacón. Un fuerte perfume emanaba aún de aquellas prendas arrugadas.
Luego llegó la enfermera cristiana y exhortó a Tzili. «Debes caminar erguida y con paso firme. No debes contar nada ni mostrar ningún sentimiento. A cualquier mujer podría pasarle lo que te ha pasado a ti. Hay que olvidar. No es ninguna tragedia. Eres joven y hermosa. No pienses en el pasado. Piensa en el futuro».
Le habló con franqueza, como una hermana mayor. Tzili sintió que, de algún modo, aquellas palabras procedentes de una extraña le infundían nuevas fuerzas. Quiso agradecérselo, pero no supo cómo. Le dio el corpiño que acababa de recibir de manos del empleado del Joint. La enfermera cristiana lo cogió y se lo metió en el bolsillo del delantal.
Por la mañana temprano echaron a todos de la explanada.