Era un hospital de campaña instalado en un barracón que había sido compartimentado por medio de mantas viejas. Allí había soldados, partisanos, mujeres y niños. Los gritos salían de todos los rincones. Dejaron a Tzili en una cama amplia, que al parecer habían conseguido en una de las casas destruidas.
Hacía días que no sentía los movimientos del niño. En aquel momento, le pareció que volvía a agitarse. La enfermera le pasó un paño húmedo por el cuerpo y le preguntó: «¿De dónde eres?». Tzili se lo contó. El rostro relleno y tranquilo de la enfermera cristiana la calmó. Se notaba que era de buena familia. Hacía su trabajo con esmero y sin poner mala cara.
Tzili preguntó sorprendida: «¿De dónde eres?». «De aquí», dijo la enfermera. En sus ojos azules brillaba la eficacia. La enfermera le contó que cada día llegaban soldados y refugiados, y que no había espacio ni médicos. Los pocos médicos que había estaban repartidos por los hospitales dispersos por toda la ciudad arrasada.
Luego Tzili se durmió profundamente. Vio a Mark, su imagen era la del comerciante que había cuidado de ella. Le contó que no le había quedado más remedio que vender la ropa. En medio de aquel revuelo, también había perdido la mochila. Pero era posible que la tuviese el comerciante. «¿El comerciante?», se sorprendió Mark por un instante, «¿quién es ese comerciante?». Tzili se sobresaltó ante la cara de sorpresa de Mark. Le contó detalladamente todo lo que le había ocurrido desde que se marchara de la montaña. Mark agachó la cabeza y dijo: «Eso ya no es asunto mío». En su voz había un tono de crítica. Tzili se apresuró a tranquilizarle. Su voz se ahogó y, entonces, se despertó.
Al día siguiente, el médico fue a examinarla. Hablaba muy deprisa, en alemán. A las pocas preguntas que le hizo, Tzili respondió en voz baja. Le dijo a la enfermera que esa misma noche había que trasladarla a la sección de cirugía. Tzili vio la luz de la mañana por la ventana, que estaba oscura. Las rejas, como en su casa.
La llevaron a la sección de cirugía aún de día. Tenía que aguardar su turno y la enfermera cristiana, que le hablaba en un alemán poco fluido y entreverado de palabras eslavas, la agarró de la mano. Por ella supo que el feto estaba muerto y que pronto se lo arrancarían del útero. La anestesia se la puso un hombre de baja estatura con un pasamontañas militar. Tzili lanzó un grito, sólo uno.
Fue una noche larga, como escavada en la piedra, que se prolongó durante tres días. Varias veces intentaron despertarla. Auxiliares y soldados corrían como posesos por el barracón acarreando camillas. En aquel momento, Tzili vagaba dentro del túnel escavado mientras, ante sus ojos, entre la niebla, aparecían conocidos y extraños nítidamente. «Estoy volviendo», se dijo, y se agarró con fuerza al asidero de madera.
Cuando se despertó, la enfermera estaba a su lado. Por algún motivo, Tzili preguntó si también el comerciante estaba herido. La enfermera le dijo que la operación había durado poco, que los médicos estaban muy satisfechos y que ahora debía descansar. Le acercó una cuchara a la boca.
—¿Me porté bien? —preguntó Tzili.
—Más que bien.
—¿Por qué grité? —se sorprendió.
—No gritaste, no dijiste ni palabra.
Por la tarde, la enfermera le contó que hacía una semana entera que no salía del hospital, que cada día llegaban soldados y refugiados, algunos gravemente heridos, y no podía abandonar su puesto. Seguro que su prometido estaba enfadado con ella. El rostro redondo de la enfermera reflejaba preocupación.
—Te recibirá con los brazos abiertos —dijo Tzili.
—Es un hombre impaciente —confesó la enfermera.
—Dile que le amas.
—Quiere acostarse conmigo —le susurró la enfermera al oído.
Tzili se echó a reír. Los líquidos y la charla habían alejado el dolor de su corazón. Tenía la cabeza desocupada. A decir verdad, también los dolores se habían aplacado y sólo el sueño, como con cuerdas encantadas, tiraba de ella.