XXVIII

Así llegaron a Zagreb. En Zagreb había un gran revuelo. En el patio del Joint[2] estaban distribuyendo galletas, conservas y calcetines de colores, todo embalado en cajas enviadas desde América. Allí se movían libremente visionarios, comerciantes, cambistas y enfermos. Nadie sabía qué hacer en aquella ciudad extraña y medio en ruinas. Uno gritó: «Si queréis llegar a Palestina, dirigios a Nápoles. Aquí todos son corruptos, avariciosos, impostores y malvados».

Los camilleros dejaron las parihuelas en un rincón a la sombra y dijeron: «Ahora que lo hagan otros». El comerciante se alarmó y suplicó: «Os habéis portado como titanes, ¿por qué no continuáis?». Pero ellos no le hicieron caso. La imagen de la ciudad debió de perturbarles. De pronto parecían confusos e inquietos.

El comerciante se quedó desconcertado en el gran patio del Joint, no había ningún médico, y los empleados del Joint estaban ocupados en dispersar a los supervivientes que se abalanzaban sobre las ventanillas.

Si en aquel momento el comerciante hubiese dicho «yo tampoco puedo más», ella se habría sentido aliviada. Sus carreras y su desesperación la hacían sufrir. Pero él no la abandonó, sino que, por el contrario, se dirigió hacia la multitud preguntando: «¿Dónde hay un médico? ¿Dónde hay un médico?».

La gente iba y venía por aquel gran patio, que estaba rodeado por un muro no muy elevado, y todos dormían en el suelo, hombres y mujeres, noches y días. A veces salía un empleado y amenazaba a los que se aglomeraban o estaban durmiendo allí. Su aspecto cuidado recordaba a otros tiempos, no así su voz.

A Tzili la asaltaron los dolores por todas partes. Se le congelaron las piernas. El comerciante corrió de un lado a otro, ofuscado por la pequeña misión que se había encomendado, pero nadie fue en su ayuda. Por la noche, con la cabeza entre las piernas, lloró en silencio.

Al final llegó una ambulancia militar y se la llevaron. El comerciante imploró: «¡Llevadme! ¡Llevadme también a mí! La niña no tiene a nadie en el mundo». El conductor desoyó su desesperada súplica y se puso en camino.

Los dolores de Tzili eran fuertes y punzantes. La desesperación del comerciante, que corría implorando tras la ambulancia, parecía estar unida al sufrimiento de la joven. Ella quiso gritar, pero fue superior a sus fuerzas.