XXVI

Y el verano llegó de forma inesperada, cálido, generoso e insuflando ganas de vivir. Los caminos desembocaban en gargantas verdes con altos árboles a los lados. La gente afluía desde todas partes y aquella imagen, por alguna razón, evocaba vacaciones de verano, movimientos juveniles, descanso estival, placeres de juventud olvidados. Enseguida surgieron palabras del viejo vocabulario. Sólo las ropas, como un eterno oprobio, seguían desprendiendo vapores.

Tzili permanecía sentada en su sitio. Temía aquel desenfreno. Pronto llegarían los gritos, el dolor y la desesperación. Por la noche encendían hogueras, cantaban, bailaban y perdían los estribos. Y luego, como después de cualquier desgracia: los abrazos, la risa y la decepción. Mujeres altas, en las que aún se percibían algunos rasgos de belleza, se bronceaban al borde del lago sin ningún pudor.

—No pasa nada, de todos modos la vida no tiene sentido —confesó una mujer que, al parecer, había pasado una noche desenfrenada. Era robusta, sana y todavía capaz de parir muchos hijos.

—¿Y tú no irás a Palestina? —le preguntó su compañera.

—No —respondió la mujer con decisión.

—¿Por qué?

—Quiero desaparecer.

De aquella conversación, Tzili captó la palabra Palestina. En su momento, cuando su hermana Yetti se lió con el oficial cristiano, el moravo, estuvieron a punto de mandarla a Palestina. En un primer momento, Yetti se negó, pero luego cambió de idea y quiso irse. Cuando se retractó, la familia ya no tenía dinero para enviarla allí.

Y, efectivamente, se sucedieron las desgracias: una mujer se arrojó al lago y otra se tomó una cápsula de veneno. El maravilloso olvido desapareció en un instante, y aquella mujer robusta que se negaba a ir a Palestina proclamó: «La muerte nos perseguirá en todas partes. Nunca más tendremos descanso».

Al mediodía, sacaron del lago a la mujer y pudieron realizarse los funerales. Uno de los presentes, que incluso con su ropa andrajosa parecía un funcionario, habló largo y tendido sobre las grandes obligaciones que recaían sobre todos nosotros, sobre el prolongado recuerdo de los judíos, sobre la eternidad de la tribu y sobre el deber histórico de regresar a la patria. Muchos lloraron. Tras el entierro, hubo una gran disputa y las palabras que aquel hombre había utilizado volvieron a oírse. Resultó que la mujer que había tomado el veneno había actuado así debido a una falsa promesa: uno que quería acostarse con ella le prometió matrimonio, pero al día siguiente se arrepintió, y la mujer, que durante todos esos años de sufrimiento había llevado el veneno escondido en el forro del abrigo, en aquel momento sintió necesidad de él. Y un detalle más: antes de tomarse el veneno, ella había anunciado delante de todo el mundo su intención de hacerlo. Nadie la creyó.

Ahora sólo quedaba decir: «¿Por yacer una noche con alguien, una persona se suicida?». «¿Y qué si ella se acostó con él? ¿Y qué si él le hizo una promesa?». «¿Qué tenemos salvo esos pequeños placeres? ¿También eso nos lo van a quitar?».

Tzili captó aquellas palabras con los ojos cerrados. En aquel momento comprendió su significado, pero en el fondo de su corazón no justificó a nadie. Sólo sintió una cosa: el duelo que la embargaba también a ella se volvería muy pronto vano e insustancial.