XXV

Después hubo unos días hermosos, templados, sin viento y sin lluvia. La hierba crecía abundante y salvaje y la gente tomaba café y jugaba a las cartas. Nadie se peleaba. Por un momento parecía que las cosas serían así para siempre. De cuando en cuando llegaban campesinas que extendían manteles floridos y ofrecían allí sus productos: manzanas, carne ahumada y pan negro. La gente intercambiaba ropa por comida. Algunos todavía tenían unos cuantos rublos, relojes viejos y fruslerías de todo tipo que habían acarreado durante todos los años de la guerra. La gente intercambiaba sin regatear.

También Tzili vendió un vestido. A cambio recibió un pedazo de carne ahumada, una hogaza de pan y una cuña de queso. Tzili se acordó de la regañina de la mujer y pidió leche. No tenían leche. Comió con apetito.

Las cartas eran el único asunto de interés. También la mujer que se había enfadado con Tzili por no ocuparse de conseguir leche jugaba con pasión. Tzili permanecía horas observándolos. Le recordaban caras familiares y, a pesar de todo, eran unos extraños. Tal vez por el olor: la humedad de años aún emanaba de ellos.

Y mientras todos estaban volcados en aquel juego frenético, el miedo se apoderó de Tzili. ¿Qué haría si venían a pedirle explicaciones? ¿Diría que amaba a Mark? En aquel momento, temía más las preguntas que pudieran hacerle que a los extraños. Se acurrucó y cerró los ojos. Pero aquel miedo que venía de lejos se instaló también en su sueño. Vio a su madre mirándola a través de una ranura muy estrecha. Su pregunta fue clara: ¿Quién es ese rufián? ¿Quién es ese tal Mark?

Una tarde estalló la tormenta. Un hombre tranquilo, con aspecto de oficinista, buenos modales y, aparentemente, alegre, arrojó de repente las cartas al suelo y dijo: «¿Qué estoy haciendo aquí?».

Al principio sonó como una frase relativa al juego, un lamento por haber perdido, una rabieta. El juego continuó un buen rato más sin que la gente se percatase de la tormenta que se le venía encima.

De pronto el hombre se levantó y dijo:

—¿Qué estoy haciendo aquí?

—¿Cómo que qué estás haciendo aquí? —le dijeron—. Estás jugando.

—Soy un asesino —dijo, pero no con ira. Lo dijo sin perder la compostura, como si el grito que salió de su boca se hubiese convertido, en un breve espacio de tiempo, en una evidente confesión.

—No debes hablar así —le reprocharon.

—Lo sabéis mejor que yo —dijo—. Vosotros seréis mis testigos cuando llegue el momento.

—Claro que seremos testigos, claro que lo seremos.

—Diréis que Zigi Baum es un asesino.

—No esperes algo así de nosotros.

—De todas formas, yo no ocultaré nada.

La conversación, que transcurría sin asperezas, en un tono pragmático, se convirtió inesperadamente en un terrible enfrentamiento.

—¿No diréis la verdad? —preguntó.

—Pues claro que diremos la verdad.

«Un hombre que ha abandonado a su mujer y a sus hijos, a su padre y a su madre. ¿Qué es sino un asesino?». Levantó la cabeza y una sonrisa brotó de su rostro. Ahora parecía alguien que había hecho lo que debía y que pronto podría volver a sus obligaciones cotidianas. Entonces se quitó el abrigo, se sentó en el suelo y miró a su alrededor. No se apreciaba en él ninguna agitación.

Por un instante, dio la impresión de que iba a preguntar algo. Los ojos se clavaron en él. Él agachó la cabeza. Entonces, los demás se sentaron y no volvieron a mirarle.

«No es tanto pedir, creo yo», se dijo a sí mismo. «No sé si he hecho bien en pedirlo. Al final habrá un juicio. Si no es aquí, será allí. Me cuesta imaginar una vida sin justicia».

No parecía confuso. Sus ojos irradiaban un honesto pragmatismo, como si quisiera debatir un asunto que se había complicado un poco, pero no hasta el punto de no poder hablarlo con los más íntimos.

Sacó el tabaco del bolsillo de sus pantalones, se lió un cigarro con papel de periódico, lo encendió y le dio una calada. En ese momento, todos se sintieron aliviados.

—Este tabaco es bueno —dijo—. Está en su punto de frescura. ¿Os acordáis de cómo nos peleábamos por una colilla? Perdimos la imagen de hombre. Perdón, ¿cómo se dice? Imagen de hombre o imagen de Dios.

—Ni lo uno ni lo otro —se oyó por detrás.

Aquella observación no pareció agradarle. Se llevó el cigarro a la boca y se pasó la mano por el cabello. Ahora se podía calcular su edad: no más de treinta y cinco. Una profunda arruga recorría su frente, tenía la nariz recta y las orejas pegadas.

—¿Cuánto debo? —se dirigió a uno de los hombres—. Creo que he perdido.

—Está todo anotado, ya nos lo pagarás.

—No, no me gusta deber nada. ¿Cuánto debo?

No hubo respuesta. Dio una calada y echó el humo hacia abajo.

—Qué extraño —dijo—, la guerra ha terminado. No me imaginaba que terminaría así.

Cayó la noche y con ella se acabó la tensión. Zigi parecía algo avergonzado del escándalo que había armado.

Y cuando todos estaban sentados, Zigi se puso en pie, extendió los brazos y se puso a dar saltos como para iniciar una carrera. También solía hacerlo en el campo, para entrar en calor. Aquellos saltitos lo protegían de la melancolía. A veces hacía ejercicio.

Ahora parecía que iba a echar a correr, como de costumbre. Y efectivamente se preparó. «Uno, dos», gritó con júbilo. Dio seis vueltas completas y a la séptima se elevó y se lanzó al agua. Todos se quedaron petrificados durante un instante. Pero enseguida se levantaron gritando: «¡Traed el quinqué y agitadlo! ¡Zigi, Zigi!». Algunos saltaron al agua.

Durante toda la noche buscaron afanosamente en el agua fría, algunos se alejaron más. Pero no encontraron a Zigi.

El río amaneció en calma. Su color azul verdoso brillaba en la superficie. Nadie abrió la boca. La gente extendió la ropa para que se secara. La vieja humedad, que parecía haberse evaporado, volvió a emanar de las prendas.

Después encendieron una hoguera y se pusieron a comer. Había mucho apetito y las hogazas de pan fueron devoradas una tras otra. Tzili se olvidó de sí misma por un instante. La deportiva carrera de Zigi aún flotaba ante sus ojos con absoluta claridad, le parecía que de un momento a otro iba a surgir del río, a sacudirse el agua y a anunciar: «Este río es estupendo para nadar».

Al mediodía el lugar se volvió angustioso y amenazante, la luz era opresiva, las campesinas llegaron del pueblo y extendieron sus productos sobre los manteles floridos. Nadie se acercó a ellas. Ellas permanecieron observando con miradas perspicaces. Una de las campesinas preguntó: «¿Por qué no compráis nada hoy? Hay pan y carne ahumada. También hay leche fresca». «Vayámonos de aquí», dijo alguien. Al oír aquello todos se pusieron en pie al instante. También Tzili levantó su pesado cuerpo. Nadie preguntó adónde. Un estupor balbuciente, como después de un prolongado sufrimiento, pendía con desgana del rostro de la gente. Ahora que la mochila estaba vacía, Tzili era feliz por no tener otra carga que su propio cuerpo.

Caminaron a lo largo del río hacia el sur. El sol brillaba sobre los campos verdes. Parecía que Zigi Baum flotaba en la corriente con los brazos extendidos. Su imagen se veía resplandecer en la superficie del agua. Nadie se detuvo a mirar aquel reflejo brillante. El curso se fue ensanchando junto a la presa como un río majestuoso. Unos cuantos se dirigieron hacia la derecha. Lo hicieron juntos, sin preguntar ni despedirse. Tzili observó cómo se alejaban. No se apreciaba en ellos ninguna muestra de alegría o de enfado. Continuaron caminando al mismo ritmo pero, por algún motivo, en otra dirección.

Tzili estaba ya en el sexto mes de embarazo, tenía la tripa tensa y pesada, pero sus pies, aunque les costaba seguir caminando, avanzaban sin tropezar. En los descansos, todos comían sin decir nada.

Tzili estaba contenta, aunque no exteriorizase su alegría. La criatura que bullía en su vientre le daba hambre y ganas de vivir. No así la gente: la muerte estaba pegada incluso a sus ropas. Intentaban librarse de ella a base de caminar.

Algunas veces aceleraban la marcha y Tzili iba tras ellos renqueando. Estaban absortos en sí mismos como antes en el juego. Nadie preguntaba por ella, pero Tzili sentía que la cercanía de aquella gente era más fuerte que su indiferencia.

Ya no pensaba mucho en Mark. Era como si hubiese emprendido un largo viaje del que se tarda en volver. Se le mostraba lejano y empequeñecido, inalcanzable con la voz, como si perteneciese al horizonte. Ahora también lo quería, con un amor distinto, intangible. De cuando en cuando el temor la atrapaba y ella lo sabía: era Mark, que observaba su comportamiento desde la distancia, y no sin cierto reproche.

«Mark está dentro de mí», decía, pero sólo de boquilla. Ahora su criatura era suya, un secreto al que nadie tenía acceso.

En una de las paradas, le preguntó una mujer:

—¿No te resulta muy duro?

—No —le respondió simplemente.

—¿Y tú lo quieres?

—Sí.

La respuesta de Tzili sorprendió a la mujer. La miró como se mira a una criatura estúpida incapaz de razonar. Luego se arrepintió y le dirigió una mirada de asombro y compasión:

—¿Cómo lo criarás?

—Estará conmigo siempre —dijo Tzili con semblante inexpresivo.

También a Tzili le hubiese gustado preguntar: «¿De dónde es usted?». Había aprendido que no se hacían preguntas. En la anterior parada se había iniciado una pelea entre dos mujeres por una pregunta indiscreta. La gente estaba muy tensa y las preguntas encendían la cólera latente.

—¿Cuántos años tienes? —preguntó la mujer.

—Quince.

—¡Qué joven! —La sorpresa suavizó los rasgos de su cara.

Tzili le ofreció un pedazo de pan y ella le dio las gracias.

—Yo —dijo la mujer— perdí a mis hijos. Creo que hice todo lo que estaba en mi mano, pero los perdí. El mayor tenía nueve años y el pequeño siete. Ya lo ves: yo estoy viva, incluso me alimento. A mí no me tocaron, al parecer soy de hierro.

Una punzada de dolor recorrió el vientre de Tzili y cerró los ojos.

—¿Te encuentras mal? —preguntó la mujer.

—Se me pasará —dijo Tzili.

—Dame la escudilla, te traeré agua.

Cuando la mujer regresó, Tzili ya estaba tranquila y sentada en el suelo. Le acercó la escudilla a la boca y Tzili bebió. Efectivamente, el dolor había pasado. La mujer deseaba ayudarla con todas sus fuerzas, pero no sabía cómo. A pesar de todo, Tzili tenía más provisiones que ella.

Justo después cayó la noche y la mujer se hizo un ovillo y se durmió. Se quedó del tamaño de un niño de seis años. Tzili hizo ademán de taparla con su desgastado abrigo, pero cambió de idea: un roce así podía asustarla.

Los demás estaban despiertos, pero inactivos. Las palabras sueltas que se agitaban en el aire eran una conversación de enamorados de mediana edad.

La noche era cálida y agradable, y Tzili se acordó del pequeño patio de su casa donde tantas horas había pasado. De vez en cuando la madre la llamaba: «¡Tzili!», y Tzili respondía: «¡Estoy aquí!». De toda su infancia sólo le quedaba eso. La asaltó la nostalgia de aquel patio. Como si fuera el extremo visible del paraíso.

«Debo comer», trató de alejar aquella visión. Metió la mano en la mochila y mordisqueó un pedazo de pan. El pan estaba reseco, pero en la corteza de abajo había algunas briznas de carbón, la corteza estaba buena. Luego cogió también un poco de carne ahumada y sintió que, con cada bocado, se iba aplacando el hambre que la atormentaba.