Aquel sueño se prolongó durante varios días. De vez en cuando alguien se espabilaba y se estiraba como intentando despertar. En vano. Como todos los demás, también él estaba pegado a la tierra.
Tzili abrió la mochila y sacó la ropa para que se secase. Aún quedaban dos vestidos largos, una combinación, unos pantalones de niño, el cuchillo de cocina con el que Mark había preparado el refugio y dos libros.
Por el largo de los vestidos, Tzili comprendió que la mujer de Mark era alta y delgada, y que los niños debían de tener unos cinco años y también estaban delgados. Además, se fijó en que los vestidos estaban abotonados hasta el cuello, es decir, que pertenecía a una familia que observaba las tradiciones religiosas. La combinación era lisa, sin ninguna flor.
Contempló los objetos inanimados como si quisiese hacerlos hablar. De cuando en cuando se acercaba a tocarlos. El silencio alrededor, como después de cualquier guerra, era absoluto.
Cuando el hambre la atormentaba, sacaba una prenda de la mochila y proponía un trueque. Tampoco entonces tenía más reparos de los necesarios, pero pedía perdón a Mark. En las últimas semanas había dejado de disculparse. La mochila se estaba quedando vacía. «No venderé nada más», se dijo, aun sabiendo que de nuevo cedería a la primera tentación. «Es un hambre voraz, Mark lo comprenderá», dijo, mientras escuchaba la agitación de la criatura que llevaba en su vientre. El niño flotaba placenteramente y de vez en cuando daba una patada. «Está vivo», dijo con alegría.
Al día siguiente irrumpió la primavera con una gran profusión de flores. Los dormidos salieron de su letargo. No fue un despertar fácil. Siguieron tumbados durante horas pegados al suelo. No eran tantos como parecía en un principio, alrededor de treinta.
Tan sólo al mediodía, cuando hizo más calor, algunos comenzaron a levantarse. Estaban tan delgados que, al trasluz, parecían casi transparentes. Un hombre se acercó a ella.
—¿De dónde eres?
Preguntó en judeoalemán. Se parecía a Mark, aunque era más alto y joven que él.
—De aquí —dijo.
—No comprendo —dijo el hombre—, tú no has nacido aquí.
—Así es —corroboró Tzili.
—¿En qué idioma se hablaba en tu casa?
—Tratábamos de hablar alemán.
—Qué extraño, también en la nuestra —dijo el desconocido abriendo los ojos de par en par—. Mi abuelo y mi abuela aún mantenían el yiddish. A mí me gustaba mucho esa lengua.
Tzili no había visto nunca a su abuelo. Su abuelo paterno era rabino en una aldea perdida de los Cárpatos. Vivió muchos años, tantos como duró la cólera contra su hijo por haber abandonado la ortodoxia y haberse pervertido. Jamás se mencionaba su nombre en la casa. Los padres de su madre murieron jóvenes.
—¿Adónde vamos? —dijo el hombre.
—No lo sé.
—Debo llegar cuanto antes. Mis estudios de ingeniería fueron interrumpidos a la mitad. Me imagino que las clases empezarán pronto. Ya he perdido bastante y, si no llego a tiempo, puedo perder también la matrícula. Uno está estudiando y, de pronto, estalla una guerra y lo echa todo a perder.
—¿Dónde estuviste durante la guerra? —preguntó Tzili.
—¿Por qué lo preguntas? Con todos, claro está. ¿Es que no lo ves? —dijo descubriéndose el brazo. El número, azul oscuro, estaba grabado en la piel—. Pero no quiero hablar de eso. Si empezara a hablar, no me libraría de todo aquello. He decidido que de ahora en adelante vuelvo a la vida, y para mí la vida significa estudio, o mejor dicho, terminar mis estudios. ¿De qué te sorprendes?
—De nada. Sólo estoy mirando.
La determinación de aquel hombre desconcertó a Tzili. Entonces se percató: efectivamente hablaba con calma, pero, mientras lo hacía, su mano derecha se agitaba de forma tajante y de pronto caía, como si alguien la cortase al vuelo.
—Siempre he sacado buenas notas —prosiguió el hombre—. Mi media era de nueve. No es fácil. Es cierto. Eso despertaba la envidia de mis compañeros de clase. Pero yo hacía lo que debía. Me gusta la ingeniería. Siempre me ha gustado.
Tzili estaba fascinada. Hacía mucho tiempo que no oía hablar con tanta fluidez, así hablaban Blanca, Yetti y su hermano Salo. Siempre agobiados por los exámenes. Aquellas palabras penetraron por un instante en su memoria congelada.
—Hay dos exámenes a los que no me pude presentar —dijo tras una pausa—, y no pienso renunciar a hacerlos. No fue culpa mía.
—No pasa nada —dijo Tzili.
—No daré mi brazo a torcer. No fue culpa mía.
Por un momento parecía que no estaban en campo abierto, en plena primavera, después de la guerra, sino en un salón donde servían café y tarta de queso y la señora de la casa preguntaba, ¿quién quiere más café? Un estudiante de vacaciones hablando de sus logros. Tzili se acordó entonces de su casa, de su hermana Blanca, de su hombro derecho levantado, de los numerosos fascículos amontonados en la mesa.
—Yo no esperaré más —dijo poniéndose en pie—. No tengo tiempo. La gente duerme como si el tiempo fuese eterno.
—Están cansados —dijo Tzili.
—Es inaceptable —dijo el hombre con una extraña seriedad—. Las pérdidas también tienen un límite. Debo terminar. No dejaré mis estudios así. Si llego a tiempo, aún podré matricularme en el segundo semestre.
Tzili no preguntó nada más. A medida que él iba hablando, fueron apareciendo imágenes lejanas, aunque no desconocidas: una persecución a un ritmo que ni siquiera los años de la guerra había conseguido atenuar. El hombre miró a su alrededor y dijo:
—Me voy. No tengo nada que hacer aquí.
Tzili recordó que también Mark anunció tajantemente, junto a la ladera de la montaña, «me voy». Si ella le hubiese dicho entonces «no te vayas», a lo mejor no se habría marchado.
—Mark —dijo.
—No me llamo Mark —dijo el hombre volviendo la cabeza—. Me llamo Max, Max Engelbaum. Recuérdalo.
—No te vayas —dijo Tzili.
—Gracias, pero yo no tengo tiempo. No pienso pasarme la vida durmiendo. Y además, tú ya me entiendes, no quiero permanecer ni un minuto más en compañía de esta gente. —Hizo un gesto extraño, como los oficinistas al levantarse del escritorio. Y sin añadir nada más dijo—: ¡Adieu!
Tzili se percató de que aquel hombre andaba como la gente que, en los tiempos de paz, se dirigía a la estación de ferrocarril, con un paso rápido que de lejos resultaba algo ridículo.
—¡Adieu! —gritó, como si ya se dispusiese a subir al tren.
El despertar duró unos cuantos días. La gente se sentaba en la ribera del río y lo contemplaba. Las aguas del río eran cada vez más cristalinas y por encima revoloteaba un ligero resplandor. Nadie bajaba a bañarse. Se debatían en las telarañas desgarradas del sueño que estaban tiradas en el suelo.
Tzili sintió lo mucho que se había alejado su vida. Si se iba con ellos, se alejaría aún más. ¿Dónde estaría Mark? ¿Estaría también siguiendo sus pasos o se habría quedado esperando en el mismo lugar? A lo mejor no sabía que la guerra había terminado.
Y mientras estaba sentada observando, se le acercó una mujer.
—Necesitas leche —dijo.
—No tengo —dijo Tzili, disculpándose.
—He dicho que necesitas leche. —Era una mujer entrada en años, tenía la cara consumida y un hilo de ira tensaba sus labios.
—Me ocuparé de ello —dijo Tzili, para aplacar su cólera.
—¡De inmediato! Una mujer embarazada necesita leche. La necesita tanto como el aire para respirar, y tú sigues ahí sentada. —Como Tzili no respondió, se enfadó aún más y dijo—: Una mujer debe ocuparse de su cuerpo. Una mujer no es un gusano. Por cierto, ¿dónde está el bastardo que te ha hecho eso?
—Se llama Mark —dijo Tzili con dulzura.
—Entonces, ¡que se ocupe él!
—Él no está aquí.
—¿Por qué dejaste que se fuera? El criminal debe pagar sus culpas, ¡no escapará! ¿Qué significa que no está aquí? ¿Dónde está?
Tzili la miró sin resentimiento. Nadie intervino.
Por la noche llegaron los vientos frescos de la primavera trayendo sombras de las montañas. Sombras silenciosas que se pegaron a los árboles y no pronunciaron ni una palabra. Al principio quisieron expulsarlas, pero ellas, por algún motivo, se obstinaron en quedarse.
Era una noche luminosa, como hecho a propósito. Podían verse de cerca las sombras, respiraban asustadas. «Mirad», gritaron desde todas partes. Como no se movían, fueron a expulsarlas a la fuerza.
Su obstinada determinación enfureció a la gente, que ya no cedió por más tiempo.
El combate duró toda la noche. Cuerpos y sombras lucharon con silenciosa violencia. No se oía nada, sólo los puñetazos.
Cuando se hizo de día, se marcharon.
La gente no se alegró. La tristeza cubrió su luminoso día. Tzili no se movió de su rincón. La pena la abatió también a ella. En aquel momento comprendió lo que antes no había comprendido: todo lo que había existido no existía ya, ni volvería a existir. Ella permanecería sola consigo misma, sola consigo misma para siempre. También el niño que llevaba dentro, al estar dentro de ella, sería un solitario igual que ella. Nadie volvería a preguntar de dónde ni cómo y, cuando preguntaran, ella no respondería. En aquel momento quiso más a Mark, pero también a su mujer y a sus hijos.
Y la mujer, que antes la había reprendido por no ocuparse de conseguir leche, se sentó envuelta en su abrigo. Qué ternura emanaba de sus ojos, como si no fuese una mujer solitaria, sino una mujer con hijos a los que amaba hasta la locura.