Siguieron vagando hacia el sur. Los campesinos se apostaban a los lados de los caminos para vender pan, vodka y carne ahumada. La gente pasaba por delante sin comprar ni intercambiar nada. Durante aquellos años de hambre se habían deshabituado a la comida. Pero Tzili estaba hambrienta. Vendió una prenda de ropa y a cambio recibió pan y carne ahumada. «Mirad, está comiendo», dijo uno de los supervivientes. Entonces los observó de cerca: delgados, encerrados en sí mismos y sin palabras. El terror aún no había abandonado sus rostros.
El sol calentaba y la corteza de la tierra se secó. Sobre las laderas que bordeaban la llanura se vieron los primeros bosques. Ninguna mancha nublaba el cielo, sólo había árboles y tranquilidad. La gente avanzaba despacio, absorta en sí misma o adormilada. Apenas se oían palabras. Tzili temía más el secreto que cubría sus rostros que la oscuridad de la noche.
No muy lejos de allí, pasaban los prisioneros cargados de grilletes. De cuando en cuando un soldado disparaba sobre sus cabezas y ellos se agachaban todos a la vez. Nadie los miraba. La gente estaba absorta en sí misma.
Un hombre se acercó a ella y preguntó: «¿De dónde eres?». No fue él quien preguntó, sino algo en su interior, como en una pesadilla.
Pero a Tzili se le abrieron los ojos. Oyó palabras que llevaba años sin oír y que con un susurro acariciaron sus orejas. «Si me encontrara con mi madre, ¿qué le diría?». Ella ignoraba lo que ya todos sabían: salvo aquel puñado, no había más judíos.
El sol se elevó. La gente se quitó la ropa húmeda, se tendió a lo largo del río y se durmió. Los largos años de guerra y la humedad emanaban de sus cuerpos mohosos. El olor no se alteró tampoco por la noche. Tzili fue la única que no se durmió. El sueño de aquella gente la llenó de asombro. Un sueño profundo sobre el que flotaba una cálida brisa. «¿Estarán bien?», se preguntó Tzili. Dormían juntos, amontonados, unos cuerpos a los que, de pronto, había abandonado el terror.
Tampoco al día siguiente se despertó nadie. «¿Qué estarán haciendo en su sueño?», se preguntó sin saber por qué lo hacía. «Me iré», se dijo, «nadie notará mi ausencia. Trabajaré para los campesinos como hice antes. Si trabajo con ahínco me darán pan, no necesito nada más». Durante toda la guerra, en los bosques y en los caminos, incluso en compañía de Mark, nunca había meditado. Ahora parecía que los pensamientos brotaban por sí solos.
Estuvo a punto de levantarse, de abandonar a los que dormían y de regresar a la montaña donde se había encontrado con Mark. La montaña había desaparecido de su vista, pero aún podían verse los pantanos. Resplandecían como espejos bruñidos. La nostalgia era fuerte e intensa y tiraba de ella como un imán, pero, cuando se puso en pie, sintió que su cuerpo había perdido la agilidad. Sus piernas estaban hinchadas y sus pies, que antes eran ligeros como el viento, se habían vuelto pesados. Entonces supo que jamás regresaría a aquella mágica montaña y que todo lo que había sucedido allí permanecería oculto en su interior. Vagaría de un lugar a otro, pero nunca regresaría allí. Compartía el mismo destino que los refugiados que en aquel momento dormían.
Quería llorar, pero el llanto quedó retenido en su interior. Se sentó, sin moverse y sintió que el sueño de los que dormían se iba apoderando también de ella.