Por aquella época se rompieron los grandes frentes de batalla, por los vastos campos nevados se arrastraban como ciegos los primeros refugiados. Tzili se vio atraía hacia ellos como si hubiese comprendido que compartían un mismo destino.
Qué extraño, precisamente en aquel momento, con su nueva libertad, Mark dejó de hablarle. «¿Dónde estás? ¿Por qué no vienes?», se dirigía a él presa de la desesperación.
En una de las trincheras encontró a tres hombres. Estaban envueltos de los pies a la cabeza en gruesos y desgastados abrigos. Sus ojos ardientes resplandecían entre los harapos con vivacidad y un cierto júbilo.
—¿Quién eres?
—Me llamo Tzili.
—Entonces eres de los nuestros. ¿Dónde has dejado a todos?
—Yo —dijo Tzili—, he perdido a todos.
—Entonces ven con nosotros. ¿Qué llevas en la mochila?
—Ropa.
—¿Y no tienes pan? —Su voz sonaba desagradable.
—¿Quiénes sois? —preguntó.
—¿Es que no lo ves? Somos partisanos. ¿No tienes pan en la mochila?
—No, no tengo —dijo haciendo ademán de marcharse.
—¿Adónde vas?
—Voy al encuentro de Mark.
—Nosotros conocemos bien esta zona, aquí no hay nadie. Es mejor que te quedes con nosotros. Nosotros te entretendremos.
—Yo —dijo Tzili abriéndose el desgastado abrigo— estoy embarazada.
—Deja aquí la mochila, nosotros la vigilaremos.
—Esta mochila no es mía, es de Mark. Él me la confió.
—No seas insolente. Será mejor que bajes la voz.
—No tengo miedo. La muerte no es tan terrible como parece.
—Descarada —dijo el hombre poniéndose en pie.
Tzili clavó la vista en él.
—¿Dónde has aprendido eso? —El hombre retrocedió un poco.
Tzili no se movió. En sus ojos había una fuerza desconocida.
—Vete, perra —dijo el hombre, y volvió a la trinchera.
De allí en adelante la nieve se extendía pura y vacía. Tzili sintió que el calor se iba propagando por sus miembros. Caminó a lo largo de una hilera de árboles que parecían carentes de raíces y clavados como palos. De cuando en cuando aparecía un superviviente aterrado, preguntaba por una dirección o un camino y desaparecía. Tzili sabía que compartían un mismo destino y, a pesar de todo, se alejó de ellos.
Y mientras caminaba sin saber adonde, las murallas de nieve comenzaron a temblar. Era el mes de marzo y otros vientos irrumpieron allí. Sobre las laderas empezaron a dibujarse los primeros trazos marrones, que en poco tiempo se fueron ensanchando.
De pronto lo vio: ahí estaba la montaña, desposeída de todo esplendor y no especialmente alta, la montaña donde Mark y ella habían pasado todo el verano, y no muy lejos de allí, la ladera y, al lado, el valle que conducía a casa de Katerina. Era como si el mundo se hubiese reducido a un espacio de tierra que se podía abarcar con la mano.
Se detuvo un instante como si quisiese impregnarse de aquellos dolorosos enclaves. Ella no sentía ningún dolor.
Mientras estaba absorta en sí misma, se le acercó un refugiado.
—Joven judía, ¿de dónde eres? —dijo.
—De aquí.
—¿Y no has estado en los campos?
—No.
—Yo he perdido a todos. ¿Qué debo hacer?
—En primavera todos volverán. No me cabe duda.
—¿Cómo lo sabes?
—No me cabe duda, puede creerme. —Había fuerza en su voz. El hombre se quedó petrificado por la impresión.
—Gracias —dijo, como si le hubiesen ofrecido un presente. Y se marchó.
Estaba atardeciendo y sobre las laderas brillaban los últimos rayos de sol. «Aquí estuve y de aquí me iré», dijo, y sintió una ligera punzada en el pecho. La criatura se agitó en su vientre en silencio. Las imágenes fueron reduciéndose hasta convertirse en una mancha. Ahora se imaginaba los senderos que vivían bajo el manto de nieve. No había ninguna queja en su corazón, sólo nostalgia, nostalgia de la tierra por la que caminaba. Todo, salvo aquel rincón, le parecía lejano y extraño.
Permaneció un buen rato chupando la nieve. La nieve derretida aplacó su apetito. Los líquidos la saciaron. Entonces sintió unas ligeras náuseas.
Mientras estaba atrapada entre aquellas imágenes, vio surgir a Mark.
—Mark. —La palabra brotó de su garganta.
Mark no se sorprendió. Permaneció inmóvil y preguntó:
—¿Por qué caminas hacia los refugiados? ¿Es que no sabes que son malos?
—Te buscaba a ti, a ti.
—A mí no me encontrarás aquí. Yo me alejaré de ellos mientras me quede aliento.
—¿Dónde estás?
—Yo zarpo.
—¿Adónde?
De pronto una bandada de pájaros se elevó y atravesó el sombrío horizonte.
Tzili dejó la mochila sobre la nieve, sus ojos despertaron y dijo: «La búsqueda ha sido en vano». Era su propia voz, que había vuelto a ella.
—Entonces, ¿me abandonas con estos refugiados? —Estaba llena de rabia contenida—. Te estoy haciendo una pregunta, contéstame, si no me quieres, no tengo ningún reproche que hacer. Yo te amo. Te preparare-una infusión si tú quieres. La montaña está libre y nos espera. No hay nadie allí, podríamos regresar. Es una hermosa montaña, iré adonde los campesinos y traeré provisiones. No holgazanearé más.
Permaneció un buen rato junto a la mochila. Se despertó y volvió a quedarse dormida. Y, cuando se puso en pie, los vapores calientes ya se habían alzado de los valles. De vez en cuando se veía a algún campesino estirándose como después de un prolongado sueño. No se veían refugiados.
—Entonces, ¿me abandonas?
Volvió a despertarse en ella el viejo enfado o, más bien, el débil eco de aquel enfado. Se sentía como si llevara hambrienta mucho tiempo. Entornó los ojos, se acarició el vientre y dijo: «Es muy posible que Mark no esté autorizado a salir, por el momento. Más tarde obtendrá permiso para salir. Uno no es dueño de sí mismo. No puede hacer nada».
Las nieves se derritieron y por las cadenas montañosas descendieron las primeras columnas de refugiados. «Qué extraño», dijo Tzili, «la guerra ha terminado y yo no lo sabía. Seguro que Mark sí lo sabía. Seguro que ahora estará contento». De pronto sintió que su vida se iba aproximando a alguna otra región, a una región con colores diferentes. Oyó a la multitud de refugiados y aquel rumor torrencial le resultó dolorosamente familiar.
Tenía intención de dirigirse hacia la alta montaña donde se había encontrado con Mark. Dirigió sus pasos hacia aquella montaña, pero el camino estaba embarrado y desistió. «Más tarde», dijo. «Ya volveré». El tumulto se apaciguó y en el espacio sólo se oía la succión silenciosa de la tierra. Las llanuras absorbieron todos los líquidos.
«Gracias, María», dijo, «de no ser por ti ya estaría en el otro mundo. Tengo que darte las gracias, te lo debo, ¿no es así?». Tzili se sorprendió de las palabras que salieron de su boca.
Por un instante, la envolvió el recuerdo de María y, mientras la iba envolviendo, la imagen de María fue surgiendo como una talla de la espesa niebla. Alta, robusta, vestida con sencilla elegancia. Cuando llegaba a la tienda, exhalaba un olor a calles, cafés y teatro. Jamás ocultaba sus opiniones. Sentía cariño por los judíos, no por los más devotos, esos le resultaban siempre detestables, sino por los judíos liberales, los que vivían en la gran ciudad, los que sabían lo que era la cultura y sabían sacar a la ciudad lo que había que sacarle. Evidentemente, la aparición de María también iba acompañada de cierto temor, ya que tenía contactos con las autoridades de la región, con los recaudadores de impuestos y los responsables de la policía y de los hospitales. Y, cuando sus hijas crecieron, se amplió su círculo de amistades. No sin escándalos, por supuesto.
Cuando el joven hermano de Tzili tuvo un lío con una de sus hijas, ella cambió de actitud. Amenazó, y no con palabras suaves precisamente, y al final sacó una suma considerable. Tzili se acordó también de eso, pero, a pesar de todo, no se enfadó. «Una mujer orgullosa», se dijo en conclusión.
Katerina, en cuya casa había pasado dos estaciones completas, utilizaba con frecuencia esas palabras: «Una mujer orgullosa». También a ella la recordó en aquel momento con cariño.
Y, mientras estaba absorta en sus recuerdos, los refugiados afluyeron como un enjambre hambriento. Por un instante intentó ponerse a salvo, pero ya era demasiado tarde. La rodearon por todas partes.
—¿Quién eres?
—Yo soy de aquí. —Por fin encontró cuatro palabras.
—¿Y dónde has estado durante la guerra?
—Aquí.
—¿Es que no ves que está asustada? —intervino uno de los refugiados.
—¿Y no has estado en los campos?
—No.
—¿Y no te apresaron?
—¿Es que no lo ves? —intervino de nuevo el hombre—, ella no parece judía, se la ve sana.
—¡Asombroso! —dijo el otro, y se apartó de allí.
La noticia corrió de boca en boca, pero no causó ninguna impresión.
Más tarde, Tzili preguntó:
—¿Habéis visto a Mark?
—¿Cuál es su apellido? —preguntó una mujer.
Tzili agachó la cabeza. No lo sabía.
El frío sol de primavera mostró a las personas como topos. Una gran mezcolanza de hombres, mujeres y niños. La fría luz resaltó sus ropas andrajosas. La columna se dirigió hacia el sur y Tzili echó a andar a su lado. Nadie preguntó de dónde ni adónde. De vez en cuando aparecía un carro cargado de mercancías y la gente se lanzaba sobre él como un enjambre de abejas. Las palabras conocidas, familiares, ahora le sonaban a Tzili vagas y confusas. Los refugiados no estaban contentos con nada. Se peleaban, se contentaban y discutían y, por la noche, caían como sacos.
«¿Qué hago aquí?», se preguntó Tzili. «Me gustan más los ríos y las montañas. El propio Mark me dijo que no fuera con ellos. Si me alejara, quién sabe si lo encontraría».
Desde allí, iluminada con la fría luz de la tarde, aún podía ver la montaña donde había descubierto a Mark. Ahora la guarida estaba destrozada y expuesta al viento. Su voz se quebró de nostalgia. Ningún recuerdo palpitaba en su interior, tan sólo un suave fluir de nostalgia que manaba de ella hacia aquel lugar elevado. La calma de la noche reinaba sobre las montañas y la adormeció.