XX

Llegó la nieve y ella se vio obligada a ofrecerse para trabajar. El ajetreo del camino la había debilitado. En un instante perdió la libertad y se convirtió en una sirvienta.

Por aquel entonces los alemanes se batían en retirada, pero allí, donde estaba Tzili, era pleno invierno y la nieve caía sin cesar. Los campesinos la tenían esclavizada. Limpiaba el establo, ordeñaba, pelaba patatas, fregaba los cacharros, recogía leña en el bosque. Por la noche, la campesina murmuraba: «¿Sabes de quién eres? Debes expiar tus faltas. Tu madre corrompió pueblos enteros y, si sigues su camino, a ti te golpearemos sin piedad».

En más de una ocasión salió de la cabaña con el deseo de quedarse dormida sobre la nieve. La nieve se negaba a acogerla. Ella volvía a sus penalidades derrotada y humillada. Una tarde, al regresar del bosque, oyó una voz.

—Tzili —llamó la voz.

—Soy yo —dijo Tzili—. ¿Quién eres?

—Soy Mark, ¿no te habrás olvidado de mí?

—No —dijo Tzili asustada—. Te estoy esperando. ¿Dónde estás?

—No muy lejos, pero no puedo salir de mi escondite. La muerte no es tan terrible como parece. Sólo hay que superar el miedo.

Se despertó. Ya tenía los pies congelados.

Desde entonces, Mark aparecía con cierta frecuencia. Probablemente, Tzili había asimilado su desaparición, pero no del todo. Él la sorprendía en cada rincón. Ella lo sentía cerca, revoloteando, el mismo de siempre, sólo que más delgado y obligado a permanecer en su escondite. Y una vez oyó claramente: «No tengas miedo. Después de todo, es un tránsito sencillo». Esas revelaciones le infundían cierto calor. Y por la noche, cuando la vara o la soga caían sobre su espalda, se decía: «No importa, Mark me salvará en primavera».

Mientras el invierno continuaba duro y cruel, sintió que su vientre había cambiado y estaba un poco hinchado. Al principio le pareció un cambio sin importancia. Pasados unos cuantos días, lo comprendió: Mark estaba dentro de ella.

Aquel descubrimiento la asustó. Se acordó de su hermana Yetti, que a los dieciséis años se enamoró de un joven oficial moravo. Todos se enfadaron con ella, y no por haberse enamorado de un gentil, sino por las relaciones demasiado íntimas que mantenían y que un día la harían caer en la trampa. Y, efectivamente, resultó que aquel oficial era un libertino y un bebedor y, si no hubiesen trasladado al batallón a un lugar lejano, la historia habría terminado muy mal. El asunto quedó como una herida en el corazón de la hermana. En la casa, aquello se mencionaba, junto al resto de los asuntos dolorosos, en voz baja y con medias palabras. Y probablemente, pese a que era muy joven, Tzili supo atar cabos, aunque sin comprenderlo del todo.

Ahora ya no cabía duda: estaba embarazada. La campesina para la que trabajaba de criada se dio cuenta enseguida: «Está preñada y bien preñada. Lo sabía, no es una inocente corderita».

Una vez pasado el primer susto, Tzili sintió con asombro una extraña fortaleza en su cuerpo, trabajaba hasta muy tarde por la noche sin que la debilidad hiciese mella en ella. Sacaba fuerzas del aire, de la leche fresca y de la esperanza de que pronto llegaría el día en que anunciaría a Mark que llevaba un niño en sus entrañas, un niño suyo. No calculó las complicaciones, por supuesto que no.

Mientras tanto, la campesina la golpeaba sin piedad. Era vieja, pero robusta, y le pegaba con devoción. No eran golpes iracundos, sino palos caritativos. Desde que descubrió lo del embarazo, los golpes fueron a más. Como si pretendiera arrancarle al niño de las entrañas.

El infierno y el paraíso se entremezclaron. Cuando salía al prado o recogía leña en el bosque, sentía la cercanía de Mark aún más que cuando estaban juntos en la guarida. Ella le hablaba con sencillez, como se hace mientras se trabaja. El trabajo no acallaba la voz de Mark. Su voz era clara y sin artificios: «En primavera volveré, en primavera terminará la guerra y todos volverán».

En una ocasión, ella se atrevió a preguntar:

—¿Tu mujer no se enfadará conmigo?

—Mi mujer —dijo Mark— es muy tranquila.

—Yo —dijo Tzili— quiero a tus hijos como si fuesen míos.

—Entonces —dijo Mark con práctica amabilidad—, sólo tenemos que esperar a que acabe la guerra.

La campesina la golpeaba como a un animal indomable, con ira y furia desbordada. Al principio, Tzili gritaba, se mordía los labios. Con el tiempo dejó de gritar. Encajaba los golpes con los ojos cerrados, como quien sabe cuál es la suerte que le ha tocado.

Una noche le arrancó la soga a la campesina de las manos y dijo: «No soy una bestia, soy una mujer». Aquella osadía debió de sorprender tanto a la campesina que paró. Pero enseguida se repuso, le quitó la soga y se lió a puñetazos con ella.

Era pleno invierno y no había escapatoria. Trabajaba y el trabajo la fortalecía. Ya no le cabía duda de que Mark volvería en primavera.

Una vez la campesina le preguntó:

—¿Quién te ha preñado?

—Un hombre.

—¿Qué hombre?

—Un hombre bueno.

—¿Y qué harás con él cuando nazca?

—Lo criaré.

—¿Y quién lo alimentará?

—Yo trabajaré, pero no en su casa —le espetó con calma y sin rodeos.

La campesina se encendió de ira.

Al día siguiente le dijo:

—¡Fuera! ¡No quiero verte más por aquí!