Al día siguiente tampoco regresó. Ella permaneció en la ladera expuesta al viento. Era una ladera abrupta, escarpada y llena de charcos. En aquel momento sintió que la energía había abandonado su cuerpo.
Se pasaba horas preparándose palabras, para que estuviesen listas en su boca cuando él regresara. «Mark, ¿dónde has estado? Estaba muy preocupada. Aquí tienes una infusión, seguro que estás sediento». No preparó muchas palabras, sólo un puñado que repetía en un orden concreto y en un tono que le resultaba solemne. La repetición la adormecía, luego se despertaba alarmada y se acercaba a la guarida. Las paredes de la guarida se habían derrumbado, el fino techo se había desplomado y en el suelo bullía un charco gris. Un viento gris soplaba en su interior. En aquel momento era el único lugar al que podía dirigirse, todo lo demás era aún más desconocido.
Los días siguieron pasando lentos y pesados. Tzili no se movió de allí. Una vez salió una voz de su interior: «Mark». La voz se deslizó resonando por la ladera. Nadie respondió.
De un día para otro cambiaron los vientos y llegaron los del invierno, finos como cuchillos afilados. La hoguera ardía, pero no calentaba. El cielo se cargó de nubarrones. Tzili rezaba mucho. Tenía siempre en los labios la misma oración: «Dios mío, devuélveme a Mark. Si me devuelves a Mark, iré a los pueblos y no holgazanearé».
¿Cuántos días desde su partida? Al principio los contaba, pero luego perdió la cuenta. A veces veía a Mark luchando con los campesinos y lanzándoles los palos afilados que en su momento había preparado para las paredes de la guarida. A veces parecía cansado y abatido, tal y como le había visto por primera vez, de un color blanco grisáceo. «El hombre no es un gusano», recordaba, y hacía un esfuerzo por levantarse y mantenerse en pie.
Durante días no probó bocado. De cuando en cuando encontraba algunas manzanas silvestres podridas. Se alimentaba de raíces, que en aquella estación eran jugosas y dulces. «Me iré», decía, pero no se iba. Se pasaba horas observando: la ladera a cuyos pies se ramificaban las llanuras, los dos pantanos, el refugio y la mochila. Volvía a extender las ropas, pero Mark no respondía a esa llamada.
Cuando por fin se decidía a abandonar aquel lugar, le parecía oír pasos. «Un poco más», decía. «La muerte no es tan terrible como parece». A veces el frío la asediaba con dulzura. Cerraba los ojos, se acurrucaba y esperaba a que una mano fuera a sacarla de allí. Nadie iba. Los vientos del invierno azotaban sin cesar desde todas partes. «Me iré», dijo poniéndose la mochila a la espalda. La mochila estaba cargada de humedad y a cada paso que daba sentía que la carga era demasiado pesada para ella.
—¿No habrán visto a un hombre? —preguntó con imprudencia a una campesina que estaba en la entrada de una cabaña.
—Aquí no hay hombres, todos han sido movilizados para la guerra.
—¿De quién eres?
—De la María.
—¿De qué María?
Al no dar más detalles, la campesina comprendió de quién se trataba, se echó a reír y dijo:
—Vete, vete ya. Que no te vuelva a ver por aquí.
Ofrecía ropa y a cambio recibía pan. «Si me encuentro con Mark, le diré que tenía hambre. No se enfadará conmigo». El ajetreo y la mochila sobre su espalda le resultaban más pesados cada día, pero no se desprendió de ella. El calor húmedo se pegaba a su espalda. Caminaba de árbol en árbol. Por alguna razón, creía que junto a algún árbol encontraría a Mark.