Se alejó rápidamente y unos instantes después desapareció. Ella permaneció sentada, inmóvil, y sintió que el silencio de alrededor iba envolviéndola. El firmamento fue cambiando de color y un escalofrío recorrió las extensas laderas.
Se levantó y se metió en el escondite. La guarida estaba oscura y caliente, la mochila estaba a un lado. Durante los últimos días, Mark se había olvidado de la guarida por completo. «Una persona no es un topo, dormir así es denigrante». Utilizaba mucho la palabra «denigrante», que pronunciaba con un extraño acento, posiblemente alemán.
Las horas pasaron y sus pensamientos se fueron centrando en el camino que debía recorrer Mark. Ante sus ojos él subía y bajaba por el mismo sendero que ella había tomado, también lo veía pasando junto a la misma cabaña donde ella había cambiado ropa por embutido. La imagen era tan clara que tenía la impresión de estar también allí, a su lado.
Por la tarde encendió la hoguera y se dijo: «Le prepararé a Mark una infusión. Le gusta mucho».
Mark tardaba en volver.
«No te preocupes, volverá», repitió la frase que había oído en casa. Pero, cuando empezó a oscurecer y vio que Mark no regresaba, salió alarmada de su madriguera. Bajó al río y fregó los platos. El agua fría alejó por un instante su preocupación. Extendió un trapo en el suelo.
Cayó la noche. Los días pasados en compañía de Mark habían mitigado su miedo a la noche. Ahora volvía a estar sola. Oyó la voz de Mark: «Una persona no es un gusano. La muerte no es tan terrible como quiere parecer». En ese momento, aquellas palabras iban acompañadas por una especie de música militar. Como en su infancia, el Día de la Independencia, cuando el ejército organizaba desfiles y la banda atronaba con las trompetas. El sonido ensordecedor le devolvió algo de seguridad. Mark tardaba en volver.
Entonces sintió que el olor familiar que envolvía aquel lugar se estaba desvaneciendo, y que un aire puro, cargado de frío, iba ocupando su sitio. Se le ocurrió que, si sacaba la mochila y esparcía las ropas sobre la tierra, volverían los olores familiares y quizá Mark también podría sentirlos. Al instante se levantó, la sacó y las esparció. De las ropas de colores, arrugadas y húmedas, emanó un fuerte olor a cerrado.
«Se ha perdido, sin duda se ha perdido». Se aferró a esa frase como a un ancla. Se le doblaron las piernas al lado de la ropa. Era ropa de niño, estrecha y encogida por la humedad, con manchas de comida y desgastada por los bordes. Se apartó para escuchar el susurro de los objetos inanimados. No oyó nada. Desde las cabañas lejanas, dispersas entre los pantanos, llegaron ladridos entrecortados. Pasada la medianoche empezó a caer una lluvia fina y ella volvió a meter las cosas en el refugio. Al hacer eso se estimuló su memoria. Se acordó de los primeros días, antes de la guarida, cuando le traía tabaco y él liaba las hojas picadas con papel de periódico. Recordó cómo recuperaba su semblante normal y se calmaba el temblor de sus dedos.
La lluvia cesó, pero los vientos arreciaron e inclinaron los árboles con amplios movimientos circulares. Tzili se metió en el refugio. Estaba caliente e impregnado de olor a tabaco. Respiró aquel olor.
Se quedó sentada en la oscuridad pensando en la mujer de Mark. Él no hablaba mucho de ella. Una vez, incluso percibió cierto tono de queja hacia ella. Por alguna razón, se la imaginaba alta y delgada, y protegiendo a sus hijos con el abrigo. Sentía cierta afinidad hacia ella.