XVII

Posponían la separación día tras día. Habían aprendido a racionar lo que quedaba y a mantenerse juntos también en las estrecheces. Él bebía sólo una vez al día y fumaba sólo dos veces, medios cigarros. Volvió a sus dedos el ligero temblor propio de alguien a quien le falta el alcohol. De no haber sido por las numerosas sombras, que no se cansaban de asediar su escondite provisional, su pequeña felicidad habría durado más tiempo.

Cuando los vientos arreciaron, él salió y gritó: «Por favor, estáis invitados a entrar. Tenemos una guarida estupenda. Lástima que no tengamos pasteles, habríamos organizado un banquete». Aquellas palabras calmaron a los vientos, pero no por mucho tiempo.

Después dijo: «No hay nada que hacer, tendremos que bajar. La muerte no es tan terrible como quiere parecer. Al fin y al cabo una persona no es un gusano. Sólo hay que superar el miedo denigrante». Esas palabras no animaron a Tzili. La lluviosa y turbia llanura se había vuelto cada día más aterradora. Ahora parecía que no eran sólo los campesinos quienes habitaban allí, sino también su padre, su madre y sus hermanas.

De imprevisto, la realidad se mostró tal y como era. Por las paredes de la guarida empezó a filtrarse humedad. Al principio unas gotas y luego agua a chorros. Mark trabajó sin descanso para sellar las filtraciones. El trabajo le distraía para no pensar constantemente en las numerosas sombras que acechaban por los alrededores. De cuando en cuando agitaba la pala contra ellas como si estuviese espantando aves carroñeras.

Una noche, mientras estaban acostados en la oscuridad, pegados el uno al otro a causa del frío, la tormenta se precipitó dentro y un torrente de agua inundó la guarida. Mark estaba convencido de que ellos, los que acechaban en los árboles, habían sido los causantes. Salió y gritó: «¡Criminales!».

Desde entonces permanecieron junto a los árboles, escrutando de lejos las laderas grises y temblando. Y, cuando parecía que la lluvia fina, continua y penetrante no iba a cesar jamás, las nubes se disiparon y un sol redondo surgió en el cielo.

—Lo sabía —dijo Mark.

Si Tzili hubiese dicho, «bajo yo», tal vez le habría permitido bajar. Tal vez la habría acompañado. Ella no dijo nada. Tenía miedo de la llanura. Como ella no dijo nada, Mark dijo:

—Bajaré yo.

Entretanto, prepararon una pequeña hoguera y tomaron una infusión. Mark estaba agitado. Hablaba con palabras rebuscadas y fuertes sobre la necesidad de cambiar, de adaptarse a las condiciones del lugar y de no tener miedo. El miedo destruye al hombre. La determinación de los días en que construyó la guarida volvió a su rostro. Tal vez incluso con más fuerza: bajar y no tener miedo.

—No bajes —dijo Tzili.

—Debo salir e inspeccionar el terreno, aunque sólo sea por seguridad. ¿Quién sabe lo que nos están preparando los aldeanos? Pueden sorprendernos. No quiero que nos sorprendan.

Tzili no comprendió a qué se refería, pero las palabras rebuscadas y fuertes, que antes le habían dado seguridad, empezaron a sembrar en ella la inquietud y después la angustia. Habló de reconsideración, de estimación, de engaño, de camuflaje. Tzili no entendió ni una palabra, pero intuyó que estaba hablando de otro mundo.

—No bajes —lo sujetó.

—Tienes que comprenderlo —dijo en tono suave—, si se supera el miedo, todo parece distinto. Estoy feliz por haber superado el miedo. Siempre me ha torturado de una forma denigrante, comprendes, de la forma más humillante, ahora yo soy libre.

Después aún siguieron sentados un buen rato.

—Bajo yo —dijo Tzili—. A mí me conocen, a mí no me ocurrirá nada malo.

Pero Mark estaba decidido:

—Esta vez bajo yo.

Y bajó.