XVI

Después llegaron días fríos y nublados y Mark empezó a beber cada vez más vodka. Su rostro bronceado fue perdiendo el color. Se sentaba en silencio. A veces hablaba consigo mismo como si ella no existiera. Cuando Tzili regresaba de la llanura, él preguntaba: «¿Qué has traído?». Si volvía con vodka, no decía nada, pero si no era así, decía: «¿Por qué no has traído?».

Por la noche su voz era más fuerte y murmuraba frases largas y farragosas. Tzili no entendía nada, pero sentía que Mark vivía ahora en otro mundo, en un mundo donde había mucha gente. Se pasaba días y días bebiendo. Su cara se fue consumiendo, pero su esquelética delgadez conservaba una cierta robustez. El día y la noche se le mezclaban. Se quedaba dormido en pleno día y se iba muy tarde a descansar. Una vez se dirigió a ella en mitad de la noche y le dijo:

—¿Qué haces aquí?

—Nada.

—¿Por qué no bajas al pueblo? Las provisiones se están acabando.

—Ahora es de noche.

—Entonces —dijo—, esperaremos la luz, esperaremos la luz.

«Está triste, está borracho», murmuraba para sus adentros. «Si le traigo tabaco y vodka se calmará». Desde entonces no se atrevió a regresar sin vodka. Varias veces se quedó a pasar la noche en el bosque por miedo a volver sin alcohol.

Decía muchas cosas extrañas y amargas por aquella época. Tzili se sentaba cerca y lo observaba: era como si unas manos extrañas lo hubiesen asaltado y moldeasen; a veces se revolcaba en su vómito como un jornalero prófugo. Perdió su aspecto de obrero, como si jamás lo hubiese tenido.

Y una vez estaba tan borracho que gritó: «Si hubiese estudiado medicina, yo no estaría aquí, ¡estaría en América!». En su mochila había algunos libros con los que, en su momento, se había preparado los exámenes de acceso para la Universidad de Viena. Y una vez, cuando ella creía que ya se había calmado, soltó de pronto con una potente voz: «¡Los judíos! El comercio les ha hecho perder la razón. Se puede estafar durante un año, se puede estafar durante cien años, pero no durante dos mil». Llevado por la embriaguez, gritaba, declamaba, cortaba frases y volvía a hilvanarlas.

En su fuero interno, sabía que Mark estaba luchando con muchas personas y, aunque eran lejanas y desconocidas para ella, Tzili tenía miedo. Había cierta fuerza en sus huesudas mejillas. Cuando regresaba de la llanura, ella oía su voz a lo lejos desgarrando el silencio.

Y de nuevo, cuando creía que se había calmado un poco, la atacaba por sorpresa:

—¿Por qué no estudiaste francés?

—En el colegio no estudiábamos francés, estudiábamos alemán.

—¡Qué barbaridad! ¿Por qué no se estudiaba francés?. ¿Y sabes alemán? Tú hablas una jerga que no me gusta nada, me saca de quicio. Sin idioma no hay cultura. Si hubiesen estudiado idiomas, las cosas habrían sido de otro modo. ¿Prometes estudiar?

Luego empezó a llover y Mark se arrastró hacia la guarida. El aire era mareante, las palabras que había soltado siguieron resonando durante mucho tiempo en el espacio. Y Tzili, sin saber lo que hacía, se acercó a la guarida y gritó con voz dulce: «Soy yo, Tzili, no se preocupe, mañana traeré vodka y embutido».

El otoño se volvió más luminoso y un sol frío y puro brilló sobre su morada provisional. El ánimo turbio de Mark se despejó y dejó de maldecir. Realmente no abandonó la bebida, pero por aquellos días no le volvía irascible. A veces decía: «Se me ha olvidado lo que quería decir». Una débil sonrisa iluminaba su rostro sombrío. Asuntos lejanos, olvidados y dolorosos, seguían preocupándole, pero ya no de una forma tan lamentable como antes. Ahora hablaba con delicadeza de la necesidad de estudiar idiomas, de tener una profesión liberal y salir de provincias, pero ya no la reprendía.

Hablaba del próximo invierno como de una frontera y decía que al otro lado había esperanza. Tzili sentía que Mark estaba absorto en sí mismo. De cuando en cuando concluía: «Hay esperanza, la hay».

Y una vez la interrogó sobre sus estudios de religión. En aquellos momentos, su vida familiar le resultaba a Tzili tan lejana y difusa como si nunca hubiese existido. De camino a la llanura pensaba mucho en María, cuyo nombre había adoptado sin pretenderlo. Era guapa, eso no lo dudaba nadie, y también sus hijas descarriadas eran guapas, igual que la madre. No en vano el hermano menor de Tzili se había metido en aquel lío.

A fuerza de pensar en María, sus rasgos se le mostraban cada vez más nítidos. Una mujer alta y orgullosa que entregaba su cuerpo, pero sin perder el control. Cuando sus hijas crecieron, adoptaron las maneras de su madre y fueron igual de intrépidas.

A él no le habló de María, como tampoco le habló de Katerina. Su femineidad había brotado en ella con una extraña dulzura. Las heridas no se habían curado, pero sus miembros se redondearon, se llenaron de vigor, y caminaba sin dificultad incluso cargando con un saco lleno.

«¿Cuántos años tienes?», le había preguntado en la época de las borracheras. Ahora estaba arrepentido. Su rostro volvió a tener una expresión de prudencia. La alegría de Tzili era infinita: «Mark ya no me gritará más». Por alguna razón, creía que era la nueva bebida, que los campesinos llamaban Slivovitz, lo que le calmaba.

Parecía que los buenos días del verano estaban a punto de volver, pero sólo fue una ilusión. Mark deseaba ahora una mujer. Se ocultaba aquel deseo incluso a sí mismo, instaba a Tzili a que bajase a la llanura. Su presencia floreciente turbaba sus sentidos.

Y mientras Tzili estaba pensando cómo y dónde conseguirle la nueva bebida relajante, Mark dijo: «Te quiero». Tzili se sorprendió, pero no del todo. Las últimas noches habían sido frías y ellos habían dormido juntos en la guarida. Entre ellos había una cálida y oscura intimidad. Dormían hasta tarde.

Tzili se quedó con la boca abierta, la voz de Mark le era familiar, pero le sonó algo distinta.

Mark alargó los brazos y rodeó sus caderas. El cuerpo de Tzili se contrajo de pronto entre sus brazos. «¿No me quieres?», murmuró él. Cuanto más se pegaba a ella, más se encogía su cuerpo. Pero él estaba decidido y, sin más dilación, le quitó el vestido. «No», fue lo único que pudo balbucir. Pero ya era demasiado tarde. Después, se sentó y acarició todo su cuerpo. Todo tipo de palabras susurrantes y extrañas salieron de la boca de Mark. Por alguna razón, volvió a hablar de las ventajas de aquel lugar, de los hermosos pantanos, de los montes y del aire puro. Las palabras recorrieron el cuerpo desnudo de Tzili como una agradable brisa.

Desde entonces permanecieron tumbados en la guarida. Llovía sin cesar, pero ellos, por el momento, estaban bien protegidos. Mark bebía mucho. Estaba pletórico de felicidad y quería dividir esa felicidad en partes, preservarla. De cuando en cuando salía para cerciorarse de que fuera había oscuridad, frío y humedad.

«¡Cuéntame! ¿Por qué no me cuentas nada?», la apremiaba. Realmente, él sólo quería oír su voz. La colmó de palabras durante los días que permanecieron en la guarida. Estaba como loco. Tzili aceptó la felicidad sin algazara. En su fuero interno se alegraba de que Mark la quisiese.

La comida se fue acabando. Tzili postergaba su partida día tras día. Se encontraba bien en esa densa oscuridad, había cogido el gusto a la bebida y, cuanto más bebía, más perezosos se volvían sus miembros. «Yo iría gustoso, pero los campesinos me apresarían», se justificaba Mark. Y, entretanto, la lluvia y el frío fueron encerrándoles. Se acurrucaban el uno contra el otro y protegían su asustadiza felicidad.

Imágenes lejanas, hambrientas y malvadas irrumpían de vez en cuando e invadían por completo la guarida. Tzili no conocía a aquellas personas consumidas y amargadas. Mark salía, cortaba algunas ramas con el cuchillo de cocina, tapaba las grietas y lanzaba maldiciones a los cuatro vientos, a veces parecía que conseguía expulsarlas. A medida que arreciaban las lluvias, la lucha se volvía más encarnizada. Día a día las sombras iban en aumento. Tzili intentaba tranquilizarlo, pero era inútil, su felicidad estaba siendo atacada desde todos los flancos.

—Basta, bajo yo —informó Mark.

—No, bajo yo.

La llanura turbia y lluviosa arrastraba a Mark.