Desde entonces salía cada semana y volvía con provisiones de la llanura. Estaba tranquila, como quien hace lo que debe sin palabras superfluas. Solía bañarse en el río y al regresar, su cuerpo exhalaba un olor a agua fresca.
Le contaba sus incidentes en la llanura: una campesina borracha había intentado pegarle, un campesino le había azuzado a un perro, un transeúnte había intentado robarle las cosas que llevaba para vender. Lo contaba con sencillez, como quien cuenta experiencias de la vida cotidiana.
Hacía buen tiempo, las lluvias eran escasas, y ellos se pasaban horas junto a la hoguera tomando una infusión y escuchando el bosque. Mark dejó de hablar del campo y de las atrocidades. Ahora hablaba de las ventajas de aquel lugar alto y alejado. Y una vez dijo: «El aire aquí es muy puro, ¿sientes lo puro que es?». Pronunció la palabra puro con una secreta alegría.
—¿Qué significa que no es de este mundo? —preguntó una vez Tzili.
—¿No lo entiendes?
—No.
—Es muy sencillo: que no es de este mundo, que es agradable, fuera de lo normal.
—¿De Dios? —lo complicó aún más.
—No precisamente.
No siempre era así. A veces no ocultaba una rabia contenida. «¿Qué te ha pasado? ¿Por qué has tardado tanto?». Al ver las provisiones recuperaba el ánimo. Al final le pedía perdón. Ella ya no le tenía miedo.
Fue cambiando de día en día. Se pasaba horas observando la vegetación que crecía salvaje de mil colores. El verano en la montaña le fascinaba. A veces cogía una flor y murmuraba: «¡Qué belleza! ¡Qué sencillez!». Hasta las hierbas silvestres le emocionaban. Y una vez dijo como hablando consigo mismo: «En las casas judías nunca hay tiempo, siempre hay agitación, siempre hay algo importante que hacer. ¿Para qué?». Había cierta cadencia en su voz, una cadencia triste, desprovista de amargura.
Los días fueron pasando y no se apreciaba nada sospechoso. El silencio era cada vez más profundo. Los campos ya se habían cosechado y las plantaciones estaban en plena recolección, y a pesar de todo, Mark decidió escavar una guarida en la tierra por si llegaban malos tiempos. La idea le vino de repente, al mediodía, y al instante se fue a buscar un sitio apropiado, junto a una loma cubierta de zarzas. En la mochila tenía un sencillo cuchillo de cocina. El utensilio casero, mellado de tanto uso, encendió en él las ansias de actividad. La primera tarea: escavar. El trabajo le cambió enseguida la cara. Dejó de hablar, como si su vida provisional hubiese encontrado un objetivo.
Semana tras semana bajaba Tzili a la llanura y volvía no sólo con embutido y pan, sino también con vodka. Todo a cambio de la ropa que Mark le daba como sin prestar atención. Sus prontos no cesaron, pero tan sólo eran breves arrebatos de ira. La constante actividad lo convirtió al final en un hombre tranquilo.
Una vez le dijo a Tzili:
—Mi difunto padre sentía un amor desmedido por la lengua alemana. Tenía un cariño especial por los verbos irregulares. Se los sabía todos. Y a mí me exigía una pronunciación perfecta. Recuerdo las clases de alemán con mi padre como una pesadilla. Yo siempre me confundía y él, movido por su celo, no me perdonaba. Tenía que memorizar escribiendo lo mismo una y otra vez. Mi madre sabía alemán bastante bien, pero no perfectamente, y mi padre se enfurecía y corregía sus fallos delante de la gente. Un error gramatical le sacaba de sus casillas. En provincias, el celo por el alemán era aún mayor que en las grandes ciudades.
—¿Qué es provincias? —preguntó Tzili.
—¿No lo sabes? Gente como nosotros, no del centro, un lugar donde no hay instituto, ni teatro. —De pronto se echó a reír—: Si mi difunto padre supiera lo que están haciendo ahora los portadores de su cultura, diría: «Imposible, imposible».
—¿Por qué «imposible»?
—Porque era una palabra que utilizaba con mucha frecuencia.
Tras varios días de trabajo lento, constante y tenaz, Mark tuvo en sus manos una pala, una pala fuerte. El utensilio que había tallado lo fascinaba tanto que no dejaba de tocarlo. Estaba de buen ánimo y le hablaba a Tzili de los extraños maestros que contrató su padre para enseñarle matemáticas y latín. Casi todos jóvenes judíos, errantes, que no habían conseguido terminar los estudios universitarios, vagabundos, que al final se acabaron liando con alguna chica, normalmente no judía, y a los no quedó más remedio que despedir. Mark lo contaba despacio, describía sus gestos, sus debilidades, su adicción a la bebida. Tzili comprendía mejor ese lenguaje. De cuando en cuando, ella preguntaba y Mark le contaba con todo detalle.
Luego trabajaba sin descanso varios días seguidos. A veces la lluvia complicaba el trabajo. Mark se enfadaba. Era un enfado pasajero. El trabajo extenuante le dio un aspecto de obrero. Tzili dejó de preguntar y Mark dejó de contarle cosas.
Tras una semana de trabajo, la estructura quedó firmemente asegurada dentro de la tierra. Y eso era lo que se necesitaba para los días fríos del otoño, un refugio para el frío de la noche. Mark opinaba que no llegarían hasta allí, pero que era mejor tener precaución. Tzili se dio cuenta de que Mark utilizaba cada vez más la palabra «precaución».
Los últimos arreglos los realizó sin algazara. Una discreta alegría empapó su frente y sus manos. Entonces ella se percató: su cara se había bronceado y sus brazos, en los que creyó ver debilidad, se habían cubierto de músculos. Parecía un obrero capaz de disfrutar con su trabajo.
«¿Qué ocurrirá cuando hayamos vendido toda la ropa?», aquella idea, que se le pasaba a Tzili por la cabeza, no parecía preocupar a Mark. Él estaba tan contento con la guarida que repetía sin cesar: «La guarida es buena, es cómoda, resistirá las lluvias».