Durmió profundamente sin sentir el frío. Cuando se despertó, ya la estaba esperando una infusión caliente.
—No he dormido —dijo él.
—¿Por qué no duerme?
—No puedo conciliar el sueño sin un cigarro.
Tzili metió el abrigo en un pequeño saco y se puso en pie.
Mark permaneció sentado junto a la hoguera. Sus ojos turbios estaban enrojecidos por la falta de sueño. Tocó el saco y dijo:
—Es un buen abrigo, casi nuevo.
—Lo cuidaré —dijo Tzili, algo distraída, mientras se marchaba.
«Le traeré tabaco. Se pondrá contento si le traigo tabaco». Pensar eso la envalentonó. El verano estaba en todo su esplendor y en los campos lejanos, amarillentos, se veían campesinos cosechando. Descendió por la ladera y, al llegar al río, se subió el vestido y lo cruzó. La luz surgía de todas partes fuerte y clara. Se acercó a las zonas cultivadas sin miedo, como si fuesen haciendas conocidas desde hacía tiempo. A cada paso sentía la soltura de la tierra fértil bajo sus pies.
—¿Y tiene tabaco? —se dirigió a una de las campesinas que estaba en su cabaña.
—¿Y qué me darás a cambio?
—Tengo un abrigo —dijo extendiéndolo con las dos manos.
—¿Dónde lo has robado?
—No lo he robado, me lo han regalado.
Al oír aquella respuesta, salió de la cabaña una vieja campesina y pregonó a voz en grito:
—¡Deja a esa bastarda!
Pero la joven, a quien le había gustado el abrigo, dijo:
—¿Y qué más quieres a cambio?
—Pan y embutido.
Tzili regateaba bien. Y tras un tira y afloja lleno de quejas, acusaciones e improperios, y después de tocar el abrigo por todas partes, acordaron dos hogazas de pan, dos filetes y un paquete de hojas de tabaco.
—¡Ay de ti si el dueño del abrigo viene a reclamárnoslo! Te mataremos —le advirtió la anciana.
Tzili metió los productos en el saco y, sin contestar, se marchó de allí.
A la vuelta, Tzili se sentó y metió los pies en el río. Era pleno día y del bosque sólo salía silencio. Permaneció un buen rato sentada sin moverse de allí, al final se dijo: «Mark está triste porque no tiene tabaco, ahora, cuando lo tenga, estará contento». Pensar eso la hizo ponerse en pie y echar a correr, sorteando los caminos para acortar.
Llegó al atardecer. Mark agachó la cabeza, como si estuviese recibiendo una gran noticia que no se merecía. Cogió el paquete de hojas, lo palpó y lo olió. Y, sin perder tiempo, se lió un cigarro con papel de periódico. Una alegría vacilante inundó sus labios. En el campo de concentración, la gente se peleaba por una colilla más que por un pedazo de pan. Entonces se puso a hablar de los días pasados en el campo, como quien tiene intención de regresar allí.
Por la noche volvió a encender la hoguera. Comieron y bebieron la infusión de hierbas. Mark había encontrado algunos troncos secos que ardieron muy bien y produjeron un agradable calor. También el viento era suave y, sin querer, trajo consigo sombras ligeras que estaban más allá de aquella vegetación. Al parecer, aquello afectó íntimamente a Mark. Sin previo aviso, se echó a llorar.
—¿Qué ocurre?
—Me he acordado.
—¿De qué?
—De todo lo que me ha pasado este último año.
Tzili se puso en pie. Quería decir algo, pero las palabras enmudecieron en su boca.
—Le traeré más tabaco —dijo finalmente.
—Gracias —dijo—. Yo estoy aquí, comiendo y fumando, mientras todos están allí. Quién sabe dónde. —Su rostro gris se ensombreció y una especie de mancha amarilla apareció en su frente.
—Todos regresarán —dijo ella sin saber lo que decía.
Aquellas dos palabras lo tranquilizaron de repente. Le preguntó por el camino y por el pueblo, y también cómo había conseguido comprar comida además de tabaco y qué decían los aldeanos.
—Están tranquilos —dijo Tzili en voz baja.
—¿Y de los judíos no han dicho nada?
—No.
Permaneció unos instantes acurrucado sin moverse. Sus ojos turbios, enrojecidos por falta de sueño, se fueron cerrando. De repente cayó al suelo y se quedó dormido.