XIII

Cuando se despertó no abrió los ojos. Sintió que la mirada de Mark estaba clavada en ella. Se quedó tumbada sin moverse. La luz de la hoguera no se había apagado, lo que significaba que Mark tampoco había dormido aquella noche.

Cuando abrió los ojos ya era pleno día. Mark dijo: «Has dormido». El sol había salido y las líneas del horizonte se habían ido abriendo una tras otra hasta las lejanas y brumosas llanuras. De cuando en cuando se veía a un campesino labrando. «Este es un buen lugar», dijo Mark, «desde aquí se puede observar». Su ansiedad se aplacó y cierta satisfacción, impropia de él, apareció en su rostro. A Tzili le pareció ver en él a uno de los comerciantes judíos que aparecían por la tienda de su madre.

—¿Fuiste al colegio? —preguntó Mark.

—Fui.

—¿A un colegio judío?

—No. No teníamos. Estudié con un viejo maestro la Torá y las oraciones.

—Qué interesante —dijo—, suena tan lejano, como si nunca hubiese existido. ¿Y recuerdas algo?

—La oración del Shemá.

—¿Y la recitas?

—No —dijo agachando la cabeza.

—En mi casa ya no observábamos la tradición —dijo Mark en voz baja—. ¿Tu familia era piadosa?

—No, creo que no.

—Has dicho que te pusieron un maestro de religión.

—Sólo a mí, porque no iba bien en los estudios. Mi hermano y mis hermanas eran buenos estudiantes. Ellos se preparaban por libre los exámenes.

—¡Qué extraño! —dijo Mark.

—Yo tenía dificultades con los estudios.

—¿Qué importa eso ya? —dijo Mark—, todos estamos sentenciados.

Tzili no comprendió aquella frase, pero sintió que ocultaba algo malo.

—Tú has cambiado —dijo Mark tras una pausa—, y lo has hecho muy bien, con mucha inteligencia. Yo no podría imaginarme un cambio así en mí mismo. A mí ya no me cambiarían ni siquiera los bosques.

—¿Por qué? —se sorprendió Tzili.

—Por cómo soy, cómo decirlo, por mi aspecto, de los pies a la cabeza, por los gestos, la nariz, el acento, la forma de comer, de sentarme, de dormir, aunque no tenga relación alguna con lo que llaman tradición judía. Mi difunto padre se denominaba a sí mismo hombre libre. Recuerdo que le gustaba llamarse así, pero aquí, en este lugar, al ver a los campesinos arando en el valle, su serenidad, he descubierto que yo, cómo decirlo, ya no podría cambiar. Soy un cobarde, todos los judíos son unos cobardes, y yo no me diferencio en nada de ellos. ¿Comprendes?

Tzili no comprendía, pero sintió el dolor que emanaba de esas palabras y dijo:

—¿Qué quiere hacer?

—¿Que qué quiero hacer? Quiero bajar al pueblo y comprarme un paquete de tabaco. Ese es mi único deseo. No tengo mayor deseo que ese. Soy una persona muy nerviosa y sin tabaco soy un gusano, o menos aún, no soy nada.

—Yo se lo compraré.

—Gracias —dijo Mark avergonzado—, no me queda dinero. ¿Qué podría darte? Te daré un abrigo. ¿Está bien?

—Está bien, está muy bien —dijo Tzili.

Resulta que en la guarida de ramas tenía una mochila llena de cosas. Entonces las extendió sobre la tierra para que se secasen. Eran algunas ropas suyas, De su mujer y de sus hijos. Las extendió despacio, como un comerciante que estuviese exponiendo su mercancía sobre un mostrador.

Tzili se sobresaltó al ver aquellas ropas pequeñas y estrechas, manchadas de restos de comida. Mark las extendió en desorden y emanó de ellas un olor a humedad y a sudor rancio.

—Hay que secarlas —dijo Mark en tono práctico—, si no se pudrirán. Te daré mi abrigo —añadió—. Es bueno, de lana, lo compré antes de la guerra. Espero que a cambio puedas conseguirme tabaco. Sin tabaco me pongo muy nervioso.

Qué extraño, en aquel momento su nerviosismo no se notaba nada. Estaba junto a las ropas humeantes, dándoles la vuelta de forma automática, como si se tratase de alimentos asándose a la brasa. Tampoco Tzili le quitaba ojo a las ropas manchadas de los niños con los bordes encogidos a causa del sol.

Al atardecer, él dobló la ropa con cuidado y apartó el abrigo destinado a la venta. «Un abrigo bueno, casi nuevo», murmuró para sus adentros.

Por la noche no encendió ninguna hoguera. Se sentó y se puso a chupar ramas tiernas, mordisquearlas parece que le calmaba las ansias de fumar. Tzili, sentada cerca de él, observaba en la oscuridad.

—Yo quería estudiar medicina —recordó Mark—. Mis padres no tenían medios para enviarme a Viena. Me preparé por libre los exámenes de acceso a la universidad, no obtuve unas notas extraordinarias, fueron normales, pero me casé muy joven, demasiado joven. Los estudios no se hicieron realidad.

—¿Cómo se llama su mujer? —preguntó Tzili.

—¿Por qué lo preguntas? —se sorprendió Mark.

—Por nada, no sé.

—Blanca.

—Qué extraño —dijo Tzili—, mi hermana también se llama Blanca.

Mark se puso en pie. Aquella pregunta había taponado de pronto el curso de sus recuerdos. Se metió las manos en los bolsillos de los pantalones, sacó pecho y dijo:

—Debes dormir, mañana tienes que ponerte en camino.

Tzili se sobresaltó por su extraño tono de voz y, sin más tardar, se levantó, se alejó de allí y se dejó caer sobre un montón de hojas.