Por la mañana temprano se fue. Él permaneció observando cómo se alejaba hasta que desapareció. Volvió a estar encerrada en sí misma. Lo sabía: el forastero había gestado algo en ella. Caminó durante mucho tiempo, sorteó los riachuelos y al final encontró un camino abierto y empedrado.
Junto a una de las cabañas había una mujer y Tzili se dirigió a ella en la lengua de los campesinos:
—¿Y tiene pan?
—¿Y qué me darás a cambio?
—Dinero.
—¡Enséñamelo!
Tzili se lo enseñó.
—¿Y cuánto quieres a cambio?
—Dos hogazas.
La campesina soltó una maldición, entró y salió enseguida con dos hogazas en las manos. El trato se cerró en un abrir y cerrar de ojos.
—¿De quién eres? —La campesina no olvidó preguntárselo.
—De la María.
—¿De la María? ¡Puaj! —La campesina escupió—. Vete, y que no te vuelva a ver por aquí.
Tzili abrazó el pan con las dos manos. El pan estaba caliente y, sólo cuando se hubo alejado de allí, se le saltaron las lágrimas. Por primera vez, después de muchos días, volvía a ver el rostro de su madre, un rostro ya no joven, con el trabajo y el sufrimiento grabados en él. Sus pies se quedaron petrificados, pero, como en días pasados, sintió que no debía detenerse.
Los árboles ya habían florecido. Y ella saltaba de charco en charco sin mojarse. El camino le era familiar y ella sorteaba los senderos, acortaba y rodeaba, como cualquier criatura del lugar, con agilidad. Llegó al atardecer. Mark estaba sentado en su sitio. De sus ojos cansados y hambrientos emanaba cierta ofuscación.
—He traído pan —dijo.
Mark se despertó:
—Pensé que te habías perdido.
Enseguida troceó la hogaza, le clavó los dientes y, sin ofrecerle a ella, empezó a masticar. Tzili le observó un instante: tenía los ojos abiertos y todos sus sentidos puestos en la masticación.
—¿Por qué no lo pruebas tú también? —dijo cuando hubo tragado.
Tzili alargó la mano y cogió un pedazo. No tenía hambre. El largo camino la había fatigado. El deseo de llorar también se había congelado. Permaneció sentada sin moverse.
Cuando terminó, Mark se pasó la mano derecha por la boca y dijo:
—¡Un cigarro! ¡Si tuviese un cigarro!
Tzili no reaccionó.
—Sin un cigarro, la vida no tiene sentido —añadió.
Luego clavó los dedos en el suelo y entonó una extraña canción. Tzili recordó la melodía. Después los sonidos se distorsionaron y se convirtieron en murmullos.
La noche era fría y Mark encendió fuego. Durante su larga estancia en aquel lugar había aprendido a hacer fuego con dos piedras de pedernal y un hilo de lana arrancado de su abrigo. Tzili se quedó atónita ante tanta destreza. La ansiedad se apartó de su rostro y preguntó en tono práctico:
—¿Cómo has conseguido el pan? Está recién hecho.
Tzili le dio una respuesta lacónica.
—¿Y no han sospechado de ti?
Permanecieron un buen rato junto a la pequeña hoguera que daba un agradable calor.
—¿Por qué no dices nada?
Tzili agachó la cabeza y una sonrisa involuntaria hizo que se fruncieran sus labios.
No se le pasaron las ansias de fumar, sus dedos temblaban. El pan recién hecho le había devuelto por un instante el gusto por la vida, pero enseguida volvió a perderlo. Permaneció un buen rato mordisqueando y masticando briznas de hierba que escupía a los lados. Tenía un semblante amargo y tenso. Y de cuando en cuando volvía a maldecirse por aquella debilidad que lo tenía esclavizado. Tzili estaba muerta de cansancio y se quedó dormida.