Cuando se despertó ya había luz en el firmamento, el hombre seguía en la misma posición. «Has dormido», dijo. Se puso en pie y se mostró de arriba abajo: mediana estatura y rostro cansado. El traje estaba arrugado y muy descolorido junto a las rodillas. Con algunas manchas de grasa. Los bolsillos, inflados.
—Desde que escapé del campo no puedo dormir. Me da miedo quedarme dormido. ¿Tú también tienes miedo?
—No —dijo simplemente Tzili.
—Te envidio.
La primavera se notaba en todo. Corrían riachuelos por los barrancos arrastrando bloques de hielo grises. No se veía un alma por los alrededores, tan sólo el rumor del agua que se intensificaba para acallarse después.
—Si no me lo hubieses dicho, no habría sabido que eras judía —dijo apartando la vista—. ¿Cómo lo has hecho?
—No lo sé, no he hecho nada.
—Si no cambio, acabarán cazándome. Nada podrá salvarme. No dejan escapar a nadie. He visto con mis propios ojos cómo perseguían a un pequeño niño judío.
—¿Y matan a todos? —preguntó Tzili sorprendida.
—¿Tú qué crees? —dijo en tono desagradable.
Su rostro perdió de golpe la poca ternura que le quedaba, una capa de amargura cubrió sus labios. La impertinente pregunta de Tzili debió de enfurecerle.
—¿Y dónde has estado todo este tiempo? —indagó.
—En casa de Katerina.
—¿Una campesina?
—Sí.
Inclinó la cabeza y murmuró algo entre dientes. Debía de ser algo que le había ocurrido recientemente y de lo que tal vez se arrepentía. Sus prominentes pómulos le tensaban la piel del rostro.
—¿Y qué hacías allí? —continuó interrogándola.
—Trabajaba.
—¿Y ella sabía que eras judía?
—No.
—Qué extraño.
Al mediodía se acabó la tranquilidad. Él empezó a correr de árbol en árbol, golpeándose la cabeza con los puños y torturándose: «¿Por qué escapé? No tendría que haber escapado. Abandoné a todos y escapé. Dios no me lo perdonará». Tzili vio su desesperación y no dijo nada. Las viejas palabras, que habían despertado en su interior, enmudecieron aún más. Al final, por alguna razón, dijo:
—¿Por qué llora?
—No estoy llorando, estoy furioso conmigo mismo.
—¿Por qué?
—Porque soy un criminal.
Tzili se arrepintió de haberse atrevido a preguntar.
—Perdóneme —dijo.
—No hay nada que perdonar.
Luego comenzó a contarle lo ocurrido. Él había escapado y había dejado a su mujer y a sus dos hijos aún con vida. Intentó arrastrarlos por el estrecho pasadizo que había escavado con sus propias manos, pero tuvieron miedo.
Y mientras se lo estaba contando empezó a llover. Salieron de su escondite cubierto de ramas. El hombre se olvidó por un instante de su desesperación y extendió una manta hecha jirones sobre las ramas. El goteo cesó.
—¿También tú los dejaste a todos? —indagó.
Tzili guardó silencio.
—¿Por qué no me lo cuentas?
—¿El qué?
—¿Cómo te salvaste?
—Mis padres me dejaron al cuidado de la casa. Prometieron volver. Los estuve esperando.
—¿Desde entonces estás vagando?
Él dio un mordisco al pan y le ofreció un pedazo.
Ella mordió sin decir nada.
—Hay que calentar el pan, está húmedo.
—No importa.
—¿No te duele el estómago?
—No.
—A mí me duele mucho.
Las lluvias cesaron y en el horizonte resplandeció un verdor azulado. El ruido de las gotas se amortiguó y sólo se oía el fluido correr del agua. El hombre se lavó la cara en el arroyo y dijo:
—Es estupendo, estupendo, ¿por qué no te lavas tú también la cara?
Tzili se llenó las manos de agua y se lavó la cara.
Se sentaron junto al arroyo sin decir ni una palabra. Tzili sintió que su vida la había alejado hacia otra orilla, también desconocida. La cercanía de aquel hombre no la tranquilizaba, las preguntas le habían herido profundamente. Aunque, desde que había dejado de preguntar, se sentía mejor.
De pronto él levantó la vista del agua y dijo:
—¿Por qué no vas al pueblo a por algo de comer? No tenemos nada. Lo poco que había se ha acabado.
—Iré —dijo ella.
—Y no te olvides de volver —dudó de sus intenciones.
—No me olvidaré —dijo Tzili ruborizándose.
—Puedes comprar lo que tú quieras —dijo cambiando de tono—. Da igual, sólo algo con lo que llenar el estómago. Yo iría gustoso, pero a mí me reconocerían. Lástima que no tenga otra ropa. Lo entiendes, ¿no?
—Lo entiendo —dijo Tzili con sumisión.
—Yo iría gustoso —repitió en un tono persuasivo que era toda una prueba de intenciones—. Tú, cómo decirlo, has cambiado, y lo has hecho muy bien, de ti no sospecharán más. Tú pronuncias bien su erre. ¿Cómo lo consigues?
—No lo sé.
En su aspecto había ahora algo aterrador. Era como si se hubiese desprendido de su desesperación y se hubiese convertido en otra persona, tremendamente práctica.