Cuando se despertó ya era pleno día. De los campos se elevaba un vapor aromático. Y mientras permanecía sentada, un hombre pareció surgir de la tierra. Por un instante se cruzaron sus miradas. Enseguida se percató: no se trataba de un campesino. Sus ropas de ciudad estaban descoloridas y su rostro demacrado.
—¿Quién eres? —murmuró en la lengua de los lugareños. Su voz era débil, pero clara.
—¿Yo? —preguntó Tzili sorprendida.
—¿De dónde eres?
—Del pueblo.
Esa respuesta lo desconcertó. Giró la cabeza para ver si había alguien. No había nadie. A la nariz de Tzili llegó el olor mohoso de sus ropas húmedas.
—¿Y qué haces aquí?
Ella se incorporó un poco y dijo:
—Nada.
El hombre hizo un gesto con la mano como si fuera a darle la espalda.
—¿Y cuándo vuelves al pueblo?
—¿Yo?
Parecía que la conversación había terminado. Pero el hombre no desistió. Palpó su abrigo. Debía de tener unos cuarenta años y sus manos eran de un color blanco grisáceo, como de haber estado a la intemperie durante muchos días. Tzili se puso en pie. El aspecto del hombre no le daba miedo, sólo le repelía la debilidad que había en él.
—¿Y no tienes pan? —preguntó el hombre.
—No.
—Tampoco embutido.
—No.
—¡Qué lástima!, te habría dado dinero —dijo mientras se disponía a marcharse, pero enseguida cambió de idea y preguntó con voz clara—: ¿Tienes padres?
Esa pregunta, al parecer, la sorprendió. Retrocedió un poco y con voz débil dijo: «No». Con esa respuesta, el forastero perdió el tono monótono de voz y dijo como despertando:
—¿Qué dices? —Una arruga a modo de sonrisa se marcó en su rostro pálido y grisáceo—. Entonces, ¿eres de los nuestros?
Había algo repulsivo en aquella sonrisa, nauseabundo. Tzili se crispó por dentro y retrocedió.
—Dime —le urgió sin moverse del sitio—. ¿Eres de los nuestros?
Por un instante ella quiso decir que no y escapar, pero sus piernas no le respondían.
—Entonces ¿eres de los nuestros? —dijo dando varios pasos hacia ella—. No tengas miedo. Me llamo Mark, ¿y tú?
Se quitó el sombrero, como si con ese gesto quisiese mostrar confianza, además de sumisión. Su cabeza calva era igual que su rostro, pálida y grisácea.
—¿Cuánto tiempo llevas aquí?
La boca de Tzili estaba sellada.
—Los he perdido a todos, tenía intención de morir esta noche. —Tampoco esa frase, que fue dicha con mucho sentimiento, la emocionó. Ella seguía como apresada dentro de una pesadilla—. Y tú, ¿de dónde eres? ¿Llevas mucho tiempo deambulando? —prosiguió el hombre sin pausa, en la lengua que hablaban en casa de Tzili, alemán mezclado con yiddish, y con el mismo acento.
—Me llamo Tzili —dijo Tzili.
El hombre se sorprendió, se puso de rodillas y dijo:
—¡Qué alegría! ¡Qué gran alegría! Ven conmigo, aún tengo un poco de pan.
Estaba cayendo la tarde, sobre las montañas plantadas con frutales aún había luz. En el bosque ya había anidado la oscuridad.
—Yo llegué aquí hace un mes. —El hombre se recuperó—. Desde entonces no he visto un alma. ¿Tú conoces a alguien?
Soltó de un tirón, comiéndose las palabras, todo lo que había ido acumulando durante todos aquellos días fríos. Ella no entendió gran cosa. Una cosa sí entendió: ya no había judíos en toda la zona.
—¿Y tus padres? —preguntó.
Tzili se estremeció.
—No lo sé, no lo sé —dijo—. ¿Por qué lo pregunta?
El forastero guardó silencio y no añadió nada más.
Resulta que en su guarida tenía algo de pan y un poco de aguardiente.
—Toma —dijo, ofreciéndole un pedazo de pan.
Tzili lo cogió y enseguida le dio un mordisco.
El forastero la observó durante un buen rato y una especie de sonrisa distorsionada se dibujó en su rostro. Se sentó en el suelo con las piernas cruzadas. Luego dijo:
—Dudaba de que fueras judía. ¿Qué has hecho para cambiar?
—Nada.
—¿Nada? Pero ¿qué dices? Yo no volveré a cambiar nunca. Soy demasiado mayor para cambiar y, a decir verdad, no sé si lo deseo. —Luego preguntó—: ¿Por qué callas?
Ella se estremeció con la pregunta. Había perdido las viejas palabras, las palabras familiares. Nunca había tenido un rico vocabulario, y los días pasados con los campesinos habían arrancado de su interior las raíces de las palabras. Ahora, aquel forastero le había devuelto el aroma de la casa, que más que asustarla la alteraba.
Cuando oscureció, el hombre encendió una hoguera.
—Toda la zona está rodeada de pantanos —explicó—. Y ahora, con el deshielo, será más segura. Menos mal que el invierno ha pasado.
Había cierto pragmatismo en su voz. Era como si el sufrimiento se hubiese borrado de su cara y hubiese cedido su lugar a las preocupaciones del momento. En su voz no se percibía ninguna sorpresa o enfado.
El calor de la hoguera y las palabras olvidadas fueron fluyendo hacia su interior sin obstáculos hasta que se quedó dormida.