IX

En otoño encontró refugio en casa de una pareja de ancianos. Vivían aislados, en una cabaña muy pobre.

—¿Quién eres? —preguntó el campesino.

—La hija de María.

—¿De María? ¿De la prostituta? —dijo la mujer—. No la quiero en mi casa.

—Nos ayudará —dijo el campesino.

—La ayuda no nos llegará de los bastardos —farfulló la mujer.

—Calla, mujer —la interrumpió el campesino.

Y así encontró cobijo, aunque, a diferencia de la casa de Katerina, allí no había ninguna clase de lujos. Era una habitación alargada con una estufa, una mesa de madera sin pulir y dos bancos. En un rincón, dos camas bajas. Encima de las camas, una imagen de la Virgen tallada en roble, sencilla, como hecha por un niño.

El otoño continuaba gris, y en aquellas agotadas llanuras todo parecía de barro y niebla. También las personas parecían hechas de esas materias: duras, mudas, con la lengua de la horca y la aguijada. La mujer la despertaba cuando aún era de noche y la empujaba afuera: «Hay que ordeñar, hay que ir al prado».

Las largas horas en el campo eran sólo suyas, sus pensamientos no iban lejos, pero, aun así, lo poco que recordaba la calentaba como la lana pura. Katerina, por supuesto. En aquel lugar gris, su vida anterior en casa de Katerina le parecía de lo más interesante. Allí sólo había vacas, sólo mutismo. Ellos no hablaban, sólo daban gruñidos. Si no había suficiente leche o leña para la lumbre, la mujer no preguntaba por qué sino que la atizaba con la soga.

Allí sintió por primera vez sus manos. En casa de Katerina se habían fortalecido, ahora manejaban la horca sin problema. También sus piernas se volvieron robustas. Comía todo lo que tenía a mano, con apetito. Pero la vida no era tan muda como ella imaginaba. Una noche, mientras dormía, sintió que alguien le tocaba las piernas. Cuál no sería su sorpresa al ver que era el viejo campesino que había salido de su cama. También la anciana se apresuró a salir tras él y empezó a gritar: «¡Adúltero!».

Y esa fue la señal. Desde aquel momento, la anciana comenzó a hablar a Tzili como si fuese un perro sin pedigrí recogido de la calle.

El invierno estaba en su apogeo y los días se convirtieron en oscuridad. La nieve se acumuló en la entrada y bloqueó la puerta. Tzili pasaba mucho tiempo en el establo con las vacas. Sentía los finos conductos que la unían a aquellos mundos mudos. No sabía lo que se le decía a las vacas, pero sentía el calor que le llegaba de ellas. A veces veía a su madre en la tienda luchando con los vándalos: una mujer intrépida.

Entre oscuridad y oscuridad, la anciana pegaba a Tzili. «A esta bastarda hay que pegarle para que sepa quién es y lo que debe hacer para corregirse». Le pegaba con una especie de devoción, como si estuviese cumpliendo una misión piadosa.

«En primavera escaparé», se decía por la noche en su lecho. «¿Por qué abandoné a Katerina? Era buena conmigo». En esos momentos sentía un extraño cariño por la cabaña de Katerina, como si, más que una miserable cabaña, fuese un espacio mágico.

Algunas veces oía su voz: «Los judíos son débiles, pero delicados. Nunca pegarían a una mujer». Aquellos murmullos agradaban a Tzili y la colmaban de placer. Su cerebro por aquel entonces estaba paralizado y sólo sus sentidos permanecían despiertos. Cuando oía la voz de Katerina, se atrincheraba en sí misma y la escuchaba como si fuese música.

Sin embargo, los bajos instintos del anciano no descansaban, y una vez, dominado por el deseo, mordió la pierna de Tzili. Pero la anciana también se le adelantó en esa ocasión y, cuando estaba de pie en camisa de dormir, le golpeó.

A veces se hacía el inocente y decía en tono de súplica:

—¿Qué he hecho de malo?

—Tus malos pensamientos te hacen perder la cabeza.

—¿Qué es lo que he hecho?

—¿Y aún lo preguntas? ¡Arderás en el infierno!

El invierno continuaba y continuaba y la oscuridad sólo cambiaba de tonalidades. Ya no había escapatoria. Parecía que el mundo se iba a desplomar bajo el peso de la nieve. Un día, le preguntó la anciana:

—¿Cuánto tiempo llevas sin ver a tu madre?

—Muchos años.

—¿Y fue de ella de quien aprendiste a ir por el mal camino? ¿Por qué callas? Contesta. Nosotras conocemos muy bien a tu madre. Ha armado muchos escándalos. Hasta al mío tuve que vigilar con mil ojos. De nada me sirvió. Los hombres son adúlteros por naturaleza. Y lo seguirán siendo hasta en el infierno.

Hacia finales del invierno se acabó la paciencia de la mujer y empezó a pegar a Tzili sin ninguna consideración. «Si yo no la enderezo, ¿quién lo hará?». Tzili gritaba de dolor y la anciana la pegaba aún más. Y una vez, cuando el anciano intentó interponerse, le dijo: «¡Cállate o te doy! ¡Viejo verde! ¡Dios me lo agradecerá!». Y él, que solía devolvérselas con creces, en esa ocasión se calló.

Cuando la nieve empezó a derretirse, escapó. La anciana, que había presentido que iba a escaparse, se repetía una y otra vez: «Mientras siga aquí, le daré una lección. Quién sabe qué más estará tramando».

Era como si se hubiesen soltado las ataduras. Echó a correr. Las cimas de las montañas aún estaban cubiertas de nieve, pero abajo, en los valles oscuros, corrían los ríos.

Todo su cuerpo estaba magullado e hinchado. Durante los últimos días la anciana le había pegado sin piedad, con tanto esmero, como movida por una especie de obligación, que hasta Tzili pensó que se merecía los golpes.

De no haber sido por el barro, habría caminado a lo largo del río. Le gustaba caminar a lo largo del río. Por alguna razón creía que junto al agua no le ocurriría nada malo, pero se vio obligada a marchar por las laderas desnudas por donde caía el agua. Los valles estaban repletos de lodo.

Era la linde de un bosque y a sus pies se extendían los campos. Al ser recorridos por el sol, empezaron a humear. Se sentó y se quedó dormida. Cuando se despertó, el sol, bajo y frío, estaba ya al otro extremo del horizonte.

Intentó recordar. Ya no recordaba nada. El largo invierno había acabado también con lo poco que quedaba en su memoria. Sólo sus pies al avanzar sentían las piedras. Conocía aquella región mejor que su cuerpo. De repente le entró una extraña pena, una pena inexplicable.

Se quitó las polainas con cuidado y volvió a ponérselas. Se ocupó de sus piernas con meticulosidad. Qué extraño. No se le ocurrió preguntarse qué ocurriría aquella noche. El sol se iba acercando al horizonte, y ella recordó que Katerina le había dicho una vez, en un momento de relajación, «las mujeres tienen suerte, ellas no van a la guerra».

En aquel momento sintió que estaba aislada de todos. Ya había tenido antes esa sensación, pero no de aquella forma. Algunas veces le había parecido que en el lejano horizonte había alguien esperándola. A veces se había sentido atraída hacia allí. Sin embargo, en aquel momento percibió que ya no tenía sentido.

Cuando estaba inmersa en esos pensamientos, se sobresaltó. «¿Qué es eso?», dijo, poniéndose en pie. No había ningún sonido alrededor, tan sólo el susurro del agua filtrándose y goteando. Un azul intenso cubrió entonces las lejanas plantaciones deshojadas.

Se le ocurrió que ese era el castigo. La anciana decía que aún le esperaban muchos castigos. «¡Los bastardos no saldrán libres de culpa!», gritaba.

—¿Qué he hecho de malo? —le preguntó Tzili de forma imprudente, en un momento de relativa calma.

—Fuiste concebida en el pecado, ¿entiendes? —dijo la anciana—. Una mujer nacida del pecado debe purificarse.

—¿Cómo se hace eso? —preguntó Tzili sumisamente.

—Yo te ayudaré —dijo la anciana sin dar más explicaciones. Más tarde se lo explicó, con una vara.

Aquella noche encontró refugio en un almacén abandonado. Hacía frío y le dolía todo el cuerpo, pero estaba contenta como un animal perdido que ha sido liberado del yugo. Durmió mucho rato sobre la paja húmeda. Y en sueños vio a Katerina, no a la Katerina anciana y enferma, sino a la Katerina joven, sentada a la mesa con un vestido transparente y maquillándose.