VIII

La noche estaba sembrada de estrellas. Tzili conocía ya los caminos por los que iba. Caminaba muy cerca del río. Los sombríos y vastos maizales se extendían a ambos lados. «Me iré», dijo, sin saber lo que decía.

Había aprendido mucho durante aquel año: a lavar la ropa con saponaria, a fregar los cacharros, a servir bebidas a los hombres, a hacer gavillas y a llevar las vacas a pastar, pero sobre todo había aprendido las propiedades de los vientos y de las aguas. Conocía los vientos del norte y las aguas frescas del río. Ellos la habían moldeado desde dentro. Había crecido y sus brazos se habían hecho fuertes. Cuanto más se alejaba de la cabaña, más cerca sentía a Katerina. Era como si aún estuviese en aquel cuarto. Su corazón no albergaba ningún rencor hacia ella.

—Me iré —dijo, pero sus pies se negaban a moverse.

En aquel momento recordó las largas y agradables noches en casa de Katerina. Katerina tumbada en la cama y fantaseando con sus días de juventud en la ciudad, con fiestas y amantes. El rostro relajado y una sonrisa melancólica en los labios. Pero, cuando hablaba de los judíos, esa sonrisa se crispaba y se volvía más circunspecta, como si estuviese contando un gran secreto. Parecía haberse habituado a todo, incluso a la enfermedad que devoraba sus entrañas. Así era la vida.

A veces hablaba también de sus creencias, de su temor a Dios y al Salvador, y entonces una extraña luz aparecía en su rostro. No perdonó jamás a su padre ni a su madre. Y una vez llegó a decir: «Perdonadme por no saber perdonaros».

Tzili también sentía cariño por los viejos objetos desgastados por el uso que Katerina había acumulado a lo largo de los años: polveras doradas, frascos de agua de colonia, lencería de seda arrugada y una gran variedad de pintalabios. Un hilo mágico rodeaba aquellos objetos.

Y también recordó:

—¿Ya te has acostado con algún hombre?

—No.

—¿Y no te apetece?

El rostro de Katerina adoptó una expresión de astuta avidez.

Y durante los últimos días preguntó:

—¿Me vas a abandonar?

—No —aseguró Tzili.

—Prométemelo por nuestro Señor.

—Lo prometo por nuestro Señor el Salvador.

No era consciente de hasta qué punto los días pasados en compañía de Katerina la habían cambiado. Sus pies se habían ensanchado y caminaba sobre la tierra congelada con seguridad. Y también había aprendido: hay hombres y hay mujeres, y entre ellos reina una eterna animadversión. La fuerza de las mujeres está en la astucia.

Varias veces se dijo a sí misma: «Voy a volver con Katerina, ella me perdonará». Cada vez que giraba la cabeza hacia atrás, sus pies se petrificaban. No tenía miedo del cuchillo, sino del fulgor de la hoja.

El verano estaba en su apogeo, sin lluvias. Se alimentaba de los frutos silvestres que crecían en las riberas de los ríos. A veces se acercaba a las casas.

—¿Quién eres?

—La hija de María.

El nombre de María había llegado incluso a aquellos lugares remotos. Al oír su nombre, el rostro de las campesinas adquiría una expresión de repulsivo desprecio. A veces se sorprendían: «¿Tú, la hija de María?». Los campesinos permanecían más tranquilos, de jóvenes habían visitado la casa de María y después habían frecuentado su lecho.

Estaba en medio del campo cuando la asaltó un recuerdo: su padre tendido en su lecho de dolor, sus suspiros desgarrando toda la casa, su madre en la tienda luchando con violentos campesinos y Blanca, como siempre, con los exámenes a la vuelta de la esquina y un montón de cuadernos y libros sobre la mesa. Y en medio de tanto bullicio y nerviosismo, se oye la voz clara del padre:

—Tzili, ¿dónde estás?

—Estoy aquí.

—Ven. ¿Qué nota has sacado en el examen de matemáticas?

—He suspendido, papá.

—¿Blanca no te ha ayudado?

—Sí que me ha ayudado.

—¿Y no ha servido de nada? ¿Qué te pasa?

—No lo sé.

—Tienes que estudiar.

Aquella imagen tan nítida que se le apareció en medio del campo la estremeció. Permaneció un instante mirando a su alrededor, pero enseguida echó a correr. La agitación de la carrera distorsionó la imagen y ella cayó de bruces al suelo. En los campos, que se extendían de un color gris amarillento, no había un alma.

—Katerina —dijo—, vuelvo contigo.

Entonces apareció ante sus ojos el mismo campesino robusto ante quien había permanecido con el vestido levantado. Ya no tenía miedo de él. Las imágenes lejanas, que se aproximaban hacia ella a gran velocidad, la asustaban mucho más.