Llegó la primavera y Katerina mejoró. Tzili le preparó la cama en la entrada de la casa. Tampoco entonces cesaron sus improperios, pero a Tzili le hablaba con templanza. «¿Por qué no vas a lavarte? Hay un espejo en la casa, debes peinarte». Y, en una ocasión, incluso le ofreció una de sus cremas. «Una joven de tu edad ya tiene que perfumarse el cuello».
Tzili trabajaba sin descanso desde por la mañana hasta bien entrada la noche. Comía lo que tenía a mano, pan, leche y verduras del jardín. Su jornada era tan agotadora que por las noches caía como un saco.
Ya nadie pedía los favores de Katerina y su dinero se acabó. Ni siquiera el practicante, que le había sacado dos dientes, fue a reclamar sus honorarios. Katerina permanecía en la entrada, encorvada y con la piel tirante sobre su rostro consumido.
—¿Te has acostado ya con algún hombre? —le preguntó una tarde.
—No —se espantó Tzili.
—¿Y no te apetece? A tu edad —dijo Katerina, casi con ternura maternal— yo ya había conocido a muchos hombres.
—¿Y tuviste hijos? —preguntó Tzili.
—Los tuve, pero los entregué cuando aún eran bebés.
Tzili no siguió preguntando. Katerina frunció el ceño. Lo cual significa que no tendría que haber preguntado. Llegó el verano y las quejas de Katerina no cesaron. Hablaba de su juventud, de sus amantes, de la ciudad y del dinero. Ya no se compadecía de sus amantes judíos y también a ellos los injuriaba. Se trataba de una mezcla de fantasías, anhelos y recriminaciones. De vez en cuando se levantaba, lanzaba un plato y hacía temblar la habitación. Los movimientos de Tzili eran cada vez más contenidos y el viejo miedo volvió a ella.
—A tu edad, yo ya mantenía a mi padre y a mi madre.
—¿Qué hay que hacer?
—Yo no le pregunté a mi padre. Me fui a la ciudad y desde allí le enviaba dinero. Una hija debe mantener a sus padres. Entregué mi cuerpo a los glotones.
Tzili presentía algo malo, pero no sabía el qué. Los mejores ratos, por el momento, los pasaba en el prado. El aire y la luz moldeaban sus miembros con fuerza y delicadeza. Al caer la noche, se quitaba la ropa y se metía en el río.
Por aquel entonces, el acoso de Katerina fue en aumento: «Tú cada vez estás más lozana y yo, devorada por la enfermedad». Tenía la espalda muy encorvada, y su rostro, sin dientes, era una sombra aterradora.
Una tarde llegó uno de sus viejos clientes, un campesino de mediana edad. Katerina estaba tumbada en la cama.
—¿Qué te pasa? —El campesino se quedó pasmado.
—Me estoy recuperando. ¿Es que una mujer no puede enfermar?
—Sólo he venido a saludarte —dijo, retrocediendo.
—¿Por qué no te tomas una copa? —le rogó.
—Ya he bebido bastante.
—Sólo una copita.
—Gracias, sólo he venido a saludarte.
De repente se incorporó, sonrió y dijo:
—¿Por qué no te acuestas con esta joven? Es buena, Es mía.
El campesino giró lentamente la cabeza como un animal y una sonrisa dubitativa se dibujó en sus labios.
—Es pequeña, pero de buenas carnes —intentó persuadirlo—, créeme.
Tzili estaba en ese momento en el cuarto. Al oír aquellas inequívocas palabras, un escalofrío le recorrió la espalda.
—Ven aquí —le ordenó Katerina—, enséñale los muslos.
Tzili se quedó parada.
—Súbete el vestido —ordenó.
Tzili se subió el vestido.
—¿Lo ves? Yo nunca te mentiría.
El campesino bajó la vista y valoró las piernas de la joven.
—Aún es pequeña.
—No seas necio.
Tzili tenía tanto miedo que estrujó el vestido levantado con las manos.
—Vendré el domingo —dijo el campesino.
—Ya tiene pechos, ¿es que no lo ves?
—Vendré el domingo —repitió el campesino.
—Eres un necio. Cualquier hombre gozaría con ella.
—No me apetece. Vendré el domingo.
A pesar de todo, permaneció un rato valorando con los ojos a la niña y, por un instante, pareció que iba a arrastrarla al cuarto. Sin embargo, se reafirmó en su idea y dijo:
—Vendré el domingo.
—¡Necio! —dijo Katerina, como hablando a alguien que se niega a probar el manjar que se le ofrece.
Y a la niña le ordenó:
—¡No te quedes ahí como un pasmarote! ¡Quítate el vestido!
Permaneció un instante más observando al campesino con los ojos encendidos, luego cogió el cuenco de madera y lo lanzó. El cuenco le dio a Tzili. Tzili se puso a gritar.
—¡No grites! A tu edad, yo ya mantenía a mi padre.
El campesino no lo dudó más, dio media vuelta y se marchó.
Entonces ya no refrenó más su lengua, acusó y maldijo, pero sobre todo, por algún motivo, la tomó con María. Tzili tuvo miedo del cuchillo afilado que estaba junto a su cama. Y, efectivamente, el cuchillo fue lanzado y dio en la puerta. Tzili salió huyendo.