Desde la primera mañana, Tzili supo lo que debía hacer. Barrió, fregó los cacharros y a continuación se puso a pelar patatas. El trabajo no le resultaba extraño. Los meses pasados a la intemperie parecían haberle enseñado lo que era servir. No descuidaba ninguna tarea ni se equivocaba. Cuando dejaba de llover, sacaba la vaca escuálida al prado.
Katerina se quedaba en la cama envuelta en pieles de cabra, tosía, bebía vodka y té alternativamente. De vez en cuando se levantaba y se asomaba a la ventana. Era una casa pobre, tan pobre como el establo de al lado. Y en el patio: unas cuantas tablas de madera, una valla a punto de caerse y plantas descuidadas. Así eran las casas situadas fuera del pueblo donde vivían juntos los leprosos, los locos, los ladrones de caballos y las prostitutas. Generaciones y generaciones pasaban por allí sin arreglar las casas ni trabajar la tierra. Las estaciones del año moldeaban con sus propias manos aquel lugar, que ya no se distinguía de los claros del bosque desolados.
Por la tarde, recuperaba su voz dulce y volvía a hablar de los días en que María y ella deambulaban juntas por las calles de la ciudad. ¿Qué quedaba de todo aquello? Ella estaba aquí y ellos allí. Allí, las luces y aquí, barro, leprosos y locos.
A veces se ponía uno de sus viejos vestidos, se maquillaba, se asomaba a la ventana y anunciaba: «Mañana me voy. Estoy harta. Sólo tengo cuarenta años. Una mujer de cuarenta años aún no está marchita. Los judíos me aceptarán tal y como soy. Ellos me quieren».
Por supuesto no eran más que fantasías. Nadie fue a buscarla. La tos no la dejaba descansar. Todas las noches despertaba a Tzili: «Prepárame un té. Estoy sin aliento». Por la noche, cuando le daba un ataque de tos, se ponía lívida y nadie se libraba de ella, tampoco los judíos.
De vez en cuando aparecía un viejo cliente e insuflaba nuevos aires a la cabaña. Katerina se vestía, se maquillaba y se ponía perfume en el cuello. Le gustaban los hombres fuertes que la agarraban de las caderas y la estrujaban. Recuperaba su voz habitual, una voz muy femenina. En un instante se transformaba, bromeaba y evocaba tiempos olvidados. Y no sólo eso, también le comentaba a Tzili: «A los hombres no se le sirve así el vodka. A los hombres no les gusta que les ofrezcan el pan antes que el vodka». O: «No cortes el fiambre en lonchas tan finas».
Las tardes así escaseaban. Normalmente no iba nadie. Katerina se envolvía en mantas y se quejaba con voz enfermiza: «¡Qué frío! ¿Por qué no haces más fuego? La leña está mojada, esta humedad me saca de mis casillas».
Tzili aprendió que Katerina era una mujer audaz, irascible, a quien no asustaban un cuchillo o un hacha. Toda su belleza despertaba a la vista de una hoja afilada. Cuidaba a los borrachos con delicadeza, con voz maternal.
Una eterna enemistad reinaba entre Katerina y sus vecinos, que vivían a cierta distancia de su casa. Una vez al día, el leproso salía de su casa y empezaba a dar gritos frente a la casa de Katerina y, cuando este se iba acercando a la puerta, Katerina, cual perra azuzada, salía al encuentro de aquel campesino alto y completamente enrojecido por la enfermedad.
Llegó el invierno, la nieve. Tzili salía al bosque a recoger ramas. Por la tarde regresaba con una gavilla mucho más grande que ella a la espalda, pero Katerina no estaba contenta. Se quejaba: «¡Qué frío! ¿Por qué no has traído troncos más gordos? Eres una niña mimada. Habrá que pegarte. Te he acogido como una madre y tú no haces más que holgazanear. Eres igual que tu madre. También ella pensaba sólo en sí misma. En lo sucesivo tendré que pegarte».
Aún no había comprendido las intenciones de Katerina. La vida de Tzili consistía en trabajo, olvido y, algunas veces, un inexplicable deleite. Le gustaba la cabaña, los objetos femeninos desgastados por el uso y los efluvios de perfume que se esparcían de repente. Incluso le gustaba la vaca escuálida.
A veces Katerina la observaba con una mirada muy significativa y decía: «Tu pecho ha madurado. Pero tus piernas aún son muy flacas. Debes comer patatas. ¿Cuántos años tienes? A tu edad, yo ya deambulaba por la ciudad». O a veces con voz maternal: «¿Por qué no te peinas? Va a venir la gente y tú sin peinar».
El invierno arreció y a Katerina no se le pasaba la tos. Bebía vodka y té hirviendo, pero la tos no cedía y cada noche era más ronca. Despertaba a Tzili con una reprimenda: «¿Por qué no me preparas un vaso de té? ¿No oyes que estoy tosiendo?». Arrancada del sueño, Tzili se apresuraba a servirle un té.
Fue un invierno largo y Katerina no dejaba de refunfuñar, de maldecir a sus hermanas, a su padre y a todos los que querían sus favores y habían devorado su cuerpo. Su rostro se fue demacrando y sus piernas ya no la sostenían. Cesaron las visitas. Llegaban sólo borrachos y dementes. Al principio aún intentaba parecer sana, aunque ya no podía ocultar su deterioro. Los hombres huían de la casa. Katerina acompañaba su marcha con improperios. Pero su vaso de ira lo derramaba sobre Tzili. De cuando en cuando le arrojaba un plato o una cacerola. Tzili encajaba los golpes en silencio. Una vez le dijo: «A tu edad, yo ya mantenía a mi padre».