V

El otoño estaba ya en su apogeo y, por la tarde, el horizonte se amorataba a causa del frío. Tzili encontraba refugio nocturno en graneros y establos abandonados. De vez en cuando se acercaba a alguna casa a pedir un trozo de pan. Sus ropas apestaban a humedad y a moho y su rostro estaba cubierto de pequeñas pústulas.

No sabía lo repulsivo que era su rostro. Se arrastraba hacia las lindes del bosque y los campesinos pasaban por delante de ella sin mirarla. Pero, cuando se acercaba a alguna casa, la echaban de allí como si fuese un perro sarnoso. «Ahí está la hija de la María», oía decir. Su horrible existencia era objeto de burla en boca de los campesinos. Sin embargo, a pesar de todo, los días fueron benévolos con ella, la fueron moldeando en secreto, la mataron y la devolvieron a la vida. La sangre infectada salió de su interior, aprendió a caminar descalza, a lavarse con agua fría, a distinguir entre un fruto comestible y uno venenoso, a trepar a los árboles, el sol hizo en ella maravillas. Las imágenes nocturnas la fueron abandonando. No veía más que lo que veían sus ojos, un árbol, un charco, los cambiantes colores del otoño.

Permanecía durante horas contemplando los campos vacíos que se iban volviendo grises. Y las plantaciones, cuyas hojas enrojecían poco a poco. Parecía que la vida se le escapaba mientras ella se enroscaba en sí misma como un ovillo. Y por la noche, inadvertidamente, se desplomaba sobre la paja.

Sin darse cuenta, llegó arrastrándose a la misma cabaña situada en la linde del bosque. El otoño se acercaba a su fin. La lluvia y el granizo caían sin pausa. El frío hizo estragos en ella. Pero siguió caminando, continuó hacia delante sin temer ya a los hombres ni a los perros vagabundos.

Una mujer abrió la puerta.

—¿Quién eres? —preguntó.

—La hija de la María —dijo Tzili.

—¿Tú, la de la María? ¿Por qué te quedas ahí? ¡Entra! —El rostro de la mujer expresaba sorpresa—. ¡La de la María! ¡Y descalza con este frío! ¡Quítate la ropa y te daré una bata!

Tzili se quitó la ropa mojada y se puso la bata. Era una vieja bata de flores, típica de la ciudad, que olía a perfume. Tras muchos meses de vagar, por primera vez tenía un techo donde guarecerse.

—Tu madre y yo pasábamos buenos ratos juntas en la ciudad. ¡Ironías del destino!

Tzili la observó de cerca: una mujer de mediana edad con cabello ralo y pómulos prominentes.

—¿Y qué es de tu madre?

—Está en casa —dijo Tzili tras un instante de duda.

—Me llamo Katerina —dijo la mujer—. Si ves a tu madre, dile que has visto a Katerina. Se alegrará mucho. Pasamos muy buenos ratos juntas en la ciudad, con los judíos precisamente.

Tzili se estremeció.

—Los judíos son buenos amantes, no los cambiaría por los nuestros, pero fuimos unas tontas y volvimos al pueblo a casarnos. Eramos jóvenes y debíamos respetar a nuestros padres. Los amantes judíos valen su peso en oro. Te daré un poco de sopa.

Tras varios días de vagar, de soledad y de frío, el líquido caliente penetró en sus entrañas como un elixir.

Katerina se sirvió una copa y enseguida zarpó hacia aquellos días en que María y ella estuvieron en la cuidad con los judíos, primero como sirvientas y luego como amantes. Su voz estaba impregnada de nostalgia.

—Los judíos son delicados, tiernos, generosos y conocen el corazón de las mujeres. No como los nuestros, que sólo saben pegar y pegar.

Con el paso de los años había aprendido algo de la lengua de los judíos, y algunas palabras las repetía con frecuencia. La palabra «precisamente», por ejemplo, quién sabe por qué. Tzili sintió que la magia iba atrapándola también a ella y dijo:

—Gracias.

—No tienes que agradecerme nada —la reprendió Katerina—, tu madre y yo éramos buenas amigas, íbamos juntas a los cafés, nos gustaban los mismos hombres.

Katerina siguió sirviéndose una copa tras otra, sus pómulos parecían aún más prominentes y su mirada echó a volar con la agudeza de un ave. Y de pronto dijo: «Los judíos, maldita sea su estampa, dan a las mujeres lo que ellas necesitan. Y, a fin de cuentas, ¿qué necesitan las mujeres? Un poco de placer, dinero, una bombonera en el momento oportuno, una cama preparada. ¿Qué más necesitan las mujeres? ¿Qué tengo yo aquí? Ya lo ves».

—Tu madre y yo fuimos unas tontas, unas tontas de remate, no hay que tener miedo. A mí el infierno no me asusta. Mi difunta madre me decía: «Katerina, ¿por qué no te casas? Todas se casan». Y yo, tonta de mí, le hice caso. Jamás la perdonaré. Y tú —se dirigió a Tzili—, no te cases. No traigas bastardos al mundo. Sólo los judíos, sólo los judíos, sólo ellos te llevarán a un café, a un restaurante y al cine. Siempre te llevarán a un hotel limpio. Sólo los judíos.

Tzili ya no captó aquellas palabras. El calor y la bata la envolvieron. Y sin darse cuenta, su cabeza cayó y se quedó dormida.