IV

En aquel momento sólo tenía un vago recuerdo de su casa. «Todos se han ido», dijo inesperadamente. Lo poco que había comido le calmó el hambre. Estaba cansada. Una especie de vacío, carente de todo pensamiento, le hizo caer en un profundo sueño.

Pero su cuerpo no descansó aquella noche. Estaba ardiendo de fiebre. Olas de dolor la despertaban continuamente. «¿Qué me pasa?», se preguntó con cierto enojo. Ahora tenía miedo de su cuerpo, como si en él se hubiese instalado un extraño.

Cuando se despertó y se puso en pie aún era de noche. Se tocó las piernas y, al no encontrar en ellas nada anormal, se tranquilizó. Se sentó y escuchó a su cuerpo con atención. Era una noche sin nubes y sin viento. Sobre los tallos erectos del maíz centelleaba una oscura llama. Desde abajo, las mazorcas parecían copas de árboles. El silencio la impresionó.

Y, mientras escuchaba con atención, sintió que su cuerpo segregaba un líquido. Se tocó el bajo vientre. Estaba contraído, pero seco. Los músculos palpitaban rítmicamente. «¿Qué me pasa?», dijo.

Tan sólo cuando se hizo de día vio que su vestido estaba manchado de sangre. Se levantó el vestido. También en la tierra había algunas manchas. «Me voy a morir», fueron las palabras que salieron de su boca.

Años atrás, la hermana mayor se cortó un dedo con un cuchillo de cocina. Antes de que llegara el practicante, el suelo ya se había llenado de espesas manchas de sangre. Y, cuando finalmente llegó, se quedó tan aterrado al ver aquello que se llevó las manos a la cabeza. Desde entonces en la casa hablaban del pulgar enfermo, del pulgar débil de Blanca.

«Me voy a morir», repitió mientras se ponía en pie. Al levantarse tan deprisa se aterró aún más. Un escalofrío recorrió su cuerpo, la sensación de que pronto estaría muerta era más tangible que sus propias piernas. Estalló en llanto, en un llanto amargo como el de un animal. Sabía que no debía gritar, pero el miedo le hizo perder la cabeza. «¡Mamá, mamá!», gritó. Gritó durante mucho tiempo. Su voz se fue debilitando hasta que Tzili cayó al suelo con los brazos extendidos y se imaginó que moriría así.

Cuando se calmó un poco, vio a su hermana sentada junto a la mesa. Durante el último año, el álgebra la tenía atormentada. Hubo que contratar a un profesor de la ciudad vecina. Era un hombre rígido y estricto que la aterrorizaba. Ella lloraba, pero nadie hacía concesiones. Incluso el padre, en su cama de dolor, le exigía hacer lo imposible. Ella lo hizo, sacó una nota baja, pero no suspendió. En aquel momento Tzili la veía como no la había visto nunca, luchando sin tregua con el ángel de la muerte.

Y mientras la luz iba escalando el cielo, oyó el ruido de unos pasos. Una de las hijas del ciego lo estaba conduciendo hacia su sitio. El ciego se quejaba y maldecía a su mujer y a sus hijas. La hija no respondía. Tzili anduvo muy alerta tras sus pasos. Cuando llegaron al sitio, la hija dijo:

—Con tu permiso, padre, me vuelvo al prado.

—Vete. —La echó de su presencia, pero enseguida cambió de idea—: ¿Así honras a tu padre?

—¿Qué quieres que haga, padre? —dijo con la voz temblorosa.

—Contar a tu padre lo que se oye por el pueblo.

—Han expulsado a los judíos, y también los han asesinado.

—¿Qué dices? ¿A todos? —preguntó el ciego con fría curiosidad.

—Así es, padre.

—¿Y las casas? ¿Qué ha pasado con las casas?

—Los campesinos las han saqueado —dijo a media voz, como se suele hacer al hablar de un adulterio.

—¿Qué dices? ¿Podrías conseguirme allí un abrigo de invierno?

—Buscaré, padre.

—El mío está muy gastado y ya no abriga.

—Buscaré, padre.

—Que no se te olvide.

—No se me olvidará.

Tzili no captó el sentido aterrador de aquella conversación. Ya no tenía miedo, sabía que el ciego no se movería de su sitio.

Siguieron horas de silencio. La angustia se apartó de ella. «Mejor así», murmuró, para expulsar los restos de miedo que aún salían de su interior.

Se tumbó boca arriba y el sol de finales del verano calentó todo su cuerpo. Las pocas palabras que le quedaban la abandonaron y el viejo hambre, que la había estado molestando la noche anterior, volvió a ella.

Por la noche se vendó la pelvis con un pañuelo y, sin pensar adonde, se puso en camino. La noche era clara y sobre los extensos maizales brillaban pequeñas gotas de luz. El vendaje que se había puesto la aliviaba. De repente se topó con el río, se inclinó y bebió agua con las manos. Tan sólo entonces se percató de lo sedienta que estaba. Se sentó tranquilamente y contempló el correr del agua. Las imágenes se desvanecieron con el aire fresco, el miedo disminuyó, de cuando en cuando se le escapaba una palabra o una sílaba. Eran los suspiros que siguen al llanto.

En duermevela, vio al viejo maestro. No parecía bueno ni bondadoso, sino que la observaba como solía hacerlo mientras ella leía el libro de oraciones: con una mirada indiferente y algo burlona. Qué extraño, ella intentó explicarle algo, pero las palabras quedaron retenidas en su boca. Al final consiguió decirle: «Voy a emprender un largo viaje, deme su bendición, maestro». Realmente no lo dijo, tan sólo creyó hacerlo. Aquel intento no causó ninguna impresión al anciano, como si hubiese sido otro de los muchos errores de la niña.

Luego caminó por las lindes del bosque. Tenía muy pocas cosas que comer: unas cuantas cerezas silvestres, una manzana y algunos frutos pequeños y ácidos que aplacaban su sed. El hambre de pan había desaparecido. Bajó a meter los pies en las aguas del río. El agua fresca le trajo a la memoria los recuerdos del invierno, a su padre enfermo suspirando y pidiendo otra manta. Eran sensaciones pasajeras, pues su cuerpo se había ido desconectando de la casa. La hernia aún estaba reciente. Las semillas del olvido ya estaban plantadas. No se lavó el cuerpo. Tenía miedo de quitarse el pañuelo de la pelvis. El olor agrio apestaba cada día más.

—Tienes que lavarte —le susurró una voz.

—Tengo miedo.

—Tienes que lavarte —insistió la voz.

Al mediodía se armó de valor y, sin quitarse el vestido, se metió en el agua. El agua la rodeó y ella sintió su fría quemadura. Enseguida salieron a la superficie algunas gotas de sangre y ella las observó con asombro. Luego se tumbó sobre la tierra.

El baño le hizo bien, pero no los frutos. Por aquel entonces aún no sabía distinguir un rojo de otro y un negro de otro. Cogía todo lo que tenía a mano: moras, cerezas, frambuesas y fresas. Por la tarde le entró un fuerte dolor de tripa. Tuvo diarrea. Se le doblaron las piernas. «Dios mío, Dios mío», fueron las palabras que salieron de su boca. Su voz fue tragada por la elevada vegetación. Si hubiera tenido fuerzas, se habría arrastrado hasta el pueblo y se habría entregado.

—¿Qué haces aquí? —la sorprendió un campesino.

—Estoy enferma.

—¿De quién eres?

—De la María.

El campesino clavó en ella una mirada de asco, hizo un gesto de repulsión y, sin volver a mirarla, se marchó de allí.