Cuando se despertó, su memoria estaba vacía y aligerada de toda carga. Se levantó, salió del maizal y se dirigió hacia las lindes del bosque. Otra imagen la asaltó, como a propósito, pero esta vez de los últimos días. El hermano pequeño se empeñó en que le comprasen una bicicleta. Todos sus amigos, hasta los más pobres, tenían una. De nada sirvieron las súplicas de la madre: no tenía dinero. Y lo que tenía no sería suficiente. El padre necesitaba medicinas. El hermano de diecisiete años armó tanto jaleo en la tienda que hasta tuvieron que acudir unos extraños a hacerle callar. La madre lloró de rabia. Y la hermana mayor, que no había dejado sus cuadernos ni por un instante, gritó que por culpa de esa familia iba a suspender los exámenes. Tzili recordó en aquel momento, con total claridad, la mano blanca de su hermana mayor agitándose con desesperación, como si se estuviese ahogando.
El día fue pasando lentamente y las alucinaciones causadas por el hambre ya no la molestaron más. Ahora veía lo que veían sus ojos: un bosque ralo y la amarillenta calma del verano. Todo lo que le había ocurrido durante los últimos días perdió de pronto su capacidad de aterrar. Se dejó llevar por la corriente de luz sin percatarse de ello. Ni siquiera cuando sumergió la cara en el agua sintió extrañeza. Como si lo hubiese hecho habitualmente todos los días.
Y estando allí parada, un susurro recorrió el campo. Al principio creyó que era el susurro de las hojas, pero enseguida se dio cuenta de su error: su nariz captó un olor a sudor. Aún no se había repuesto cuando, justo a su lado, en una pequeña loma, vio sentado a un hombre.
—¿Quién está ahí? —dijo el hombre sin alzar la voz.
—Yo —respondió Tzili, tal y como estaba acostumbrada a hacer.
—¿De quién eres? —preguntó como se suele hacer en los pueblos. Como ella no respondió enseguida, el hombre levantó la cabeza y añadió—: ¿Qué haces aquí?
Cuando vio que el hombre era ciego, se relajó.
—He venido a ver si el maíz está listo para cosechar —dijo. Había oído muchas veces aquella frase en la tienda y, como se repetía cada año en esa estación, se había quedado grabada en su memoria.
—El maíz ha crecido bien este año —dijo el ciego tocándose el abrigo—, ¿me equivoco?
—No, padre, no se equivoca.
—¿Qué altura tiene?
—La de un hombre, o puede que algo más.
—Las lluvias han sido abundantes —dijo el ciego, y se chupó los labios.
Su rostro ciego se ensombreció un poco y guardó silencio.
—¿Dónde está el sol?
—En lo más alto, padre, es mediodía.
Llevaba un grueso abrigo de lino, iba descalzo y estaba sentado tranquilamente. Los años de duro trabajo se apreciaban bien en sus robustos hombros. Estaba buscando una palabra que decir, pero esta parecía rehuirle. Volvió a chuparse los labios.
—Eres la hija de la María, ¿verdad? —dijo el anciano sonriendo.
—Así es —dijo Tzili a media voz.
—Entonces somos conocidos —dijo él, al estilo de los campesinos.
María era famosa en toda la zona. Tenía muchas hijas, todas bastardas. Como eran muy guapas, igual que su madre, no les ocurría nada malo. Jóvenes y viejos requerían sus servicios. Incluso los judíos que llegaban en la estación estival. En casa de Tzili, decían el nombre de María entre dientes.
Unos años antes, el hermano de Tzili se había liado con una de las hijas de María. La propia María apareció en la tienda y armó un escándalo. Los cuchicheos en la casa duraron muchos días y, al final, se vieron obligados a pagar una suma considerable. La madre, exhausta por el trabajo, no perdonó a su hijo y, de vez en cuando, le recordaba su crimen. Tzili comprendió que se trataba de un asunto oscuro del que no debía hablarse abiertamente.
—Siéntate —dijo el ciego—, ¿por qué tienes tanta prisa?
Ella se acercó y, sin decir nada, se sentó a su lado.
Estaba acostumbrada a los ciegos. Solían llegar del pueblo y pasarse horas sentados a la puerta de la tienda. La madre salía de cuando en cuando y les daba una hogaza de pan, y ellos se lo agradecían efusivamente. Por lo general permanecían sentados en silencio, pero a veces la locura se apoderaba de ellos y empezaban a pelearse. El padre salía y los llamaba al orden. Tzili se sentaba a observarlos. El mutismo de sus rostros, dirigidos hacia arriba, le evocaba la imagen de gente rezando.
El ciego, como desperezándose, palpó su zurrón y sacó una pera.
—Toma —dijo.
Tzili la cogió y de inmediato clavó los dientes en la fruta.
—También tengo carne ahumada, ¿quieres?
—Claro que quiero.
Le tendió el grueso bocadillo con su inmensa mano. Tzili observó aquella mano grande y pálida y lo cogió.
—Las hijas de la María son todas muy guapas —dijo sonriendo.
Ahora que se había incorporado parecía muy fuerte.
—No me gusta comer solo, me entristece —confesó.
Masticaba despacio y con cuidado, porque los ciegos también son precavidos con la comida.
—Están matando a los judíos, los están matando —dijo mientras comía—. Es una plaga. Sería mejor que se marchasen a América.
Sin embargo, no parecía que el asunto le preocupase demasiado. Le preocupaba más la próxima cosecha.
—¿Por qué no dices nada? —interrumpió de pronto sus propias palabras.
—¿Qué hay que decir?
—Son astutas las hijas de la María —se echó a reír.
Tzili no comprendió qué significaba aquella risa, todos sus sentidos estaban puestos en el grueso bocadillo que el ciego le había dado. En su momento, María iba a comprar a la tienda. Era hermosa, vestía bien y utilizaba palabras que sonaban como de ciudad. Decían que María sentía una inclinación especial hacia los judíos, algo que no beneficiaba en nada a su reputación. También sus hijas habían heredado esa afinidad hacia los judíos. Y, efectivamente, en verano, cuando aparecían los veraneantes judíos, María sabía lo que era ser colmada de mimos.
En aquel momento, Tzili se acordó del fuerte perfume que María dejaba tras de sí en la tienda. Le gustaba oler aquel perfume.
—A las hijas de la María les gustan los judíos —dijo el ciego como sin darse cuenta—, ¡que Dios las perdone!
Volvió a echarse a reír y, acto seguido, se sentó tranquilamente, como si estuviese rumiando algo. No se oía ni un ruido, tan sólo pájaros y el susurro de las hojas, también atenuado. El rostro relleno del ciego se entregó al sol y, cuando parecía que lo estaba envolviendo el sopor, preguntó de repente:
—¿Hay alguien aquí, en el campo?
—No.
—¿De dónde vienes? —Todo su rostro sonrió.
—De la plaza.
—¿Y no hay nadie en el campo? —preguntó, como si quisiese escuchar su propia voz.
—No, nadie.
Al oír su respuesta, le rodeó los hombros con el brazo. Los hombros de Tzili cayeron por el peso de su brazo.
—¿Por qué estás tan delgada? —dijo el ciego, que debió de notar los huesos de sus estrechos hombros—. ¿Cuántos años tienes?
—Trece.
—Ya eres mayor, pero tan delgada. —Acto seguido la agarró con las dos manos.
Tzili se asustó y el campesino, sin más dilación, la zarandeó y la tiró al suelo. Un grito escapó de la boca de Tzili.
El ciego, que, por lo visto, no esperaba una reacción así, se apresuró a taparle la boca, pero la mano se desvió un poco y fue a parar a su cuello. El cuerpo de la niña se agitó por un instante bajo las fuertes manos del ciego.
—¡Silencio! —intentó hacerla callar como si fuese un animal salvaje.
La voz de Tzili salió como un grito ahogado. Ella intentó quitarse de encima aquel peso.
—¿Qué te da de comer tu madre para que grites así?
Suponiendo que estaba aturdida, el ciego aflojó. Entonces Tzili reaccionó y con un rápido movimiento se escabulló.
—¿Dónde estás? —dijo, extendiendo los brazos hacia delante.
Tzili retrocedió a gatas.
—¿Dónde estás? —repitió mientras palpaba el suelo. Y, como no obtuvo respuesta, empezó a agitar los brazos y a maldecir. Su voz, que apenas un momento antes parecía delicada, adquirió un tono rudo y enfurecido.
Por alguna razón, Tzili no salió corriendo. Se arrastró a gatas hacia el maizal. Cayó la noche y ella se acurrucó. Las fuertes manos del ciego aún estaban marcadas en sus hombros.
Más tarde llegó el hijo del ciego. Tenía que recoger a su padre. Pero, apenas se acercó el hijo, el ciego empezó a lanzar improperios. El hijo le contó que por el camino se había roto el eje y que había vuelto al pueblo a por otro carro.
Al ciego aquella excusa no le resultó convincente.
—¿Y no podías venir andando? —dijo.
—Es verdad, papá, no se me ha ocurrido, no tengo cabeza.
—Pero para las chicas sí que la tienes.
—¿Qué chicas? No tengo ningún trato con chicas —dijo haciéndose el inocente.
—Maldito seas —dijo el ciego y escupió.