LXVII

Abadía des Fontaines.

Miércoles, 28 de junio.

12:40 pm.

Mark paseó la mirada por la sala circular. Los hermanos aparecían otra vez engalanados con sus vestiduras más formales, reunidos en cónclave, dispuestos a elegir un maestre. De Roquefort estaba muerto, y había sido depositado en el Panteón de los Padres la noche anterior. En el funeral, el capellán había objetado la memoria de De Roquefort, y se había votado unánimemente su repudio. Mientras escuchaba el discurso del capellán, Mark comprendió que todo lo que había ocurrido los últimos días era necesario. Por desgracia, él había matado a dos hombres, a uno con remordimiento, al otro sin entusiasmo. Había suplicado el perdón del Señor por la primera muerte, pero sólo sentía alivio de que De Roquefort hubiera desaparecido.

Ahora el capellán estaba hablando nuevamente, dirigiéndose al cónclave.

—Os lo digo, hermanos. El destino ha intervenido, pero no en el sentido que nuestro más reciente maestre esperaba. El suyo era el camino equivocado. Nuestro Gran Legado ha vuelto gracias al senescal. Él era el sucesor elegido por nuestro antiguo maestre. Él fue el enviado a la búsqueda. Se enfrentó a su enemigo, puso nuestro bienestar por encima del suyo, y llevó a cabo lo que los maestres han estado intentando conseguir durante siglos.

Mark vio centenares de cabezas asintiendo para mostrar su acuerdo. Nunca había conmovido a unos hombres de esta manera en su vida. Había llevado una existencia solitaria en la universidad, pasando sus fines de semana con su padre, y luego solo, la única aventura que había conocido hasta estos últimos días.

El Gran Legado había sido recuperado discretamente de la tierra al día anterior y llevado a la abadía. Él y Malone habían retirado personalmente el osario, junto con su testimonio. Le mostraron al capellán lo que habían encontrado y se convino en que el nuevo maestre decidiría qué hacer con ello.

Ahora esa decisión estaba en sus manos.

Esta vez Mark no se encontraba entre los dignatarios de la orden. Era simplemente un hermano más, de manera que ocupaba su lugar entre la sombría masa de hombres. No había sido seleccionado para formar parte del cónclave, de manera que contemplaba junto con todos los demás cómo los doce elegidos se disponían a realizar su tarea,

—No cabe duda acerca de lo que debe hacerse —dijo uno de los miembros del cónclave—. El antiguo senescal debería ser nuestro maestre. Sea.

La sala permaneció en silencio.

Mark quería hablar para protestar. Pero la regla lo prohibía, y él ya la había quebrantado el suficiente número de veces en su vida.

—Estoy de acuerdo —dijo otro miembro del cónclave.

Los otros diez asistieron.

—Entonces, sea —dijo el que había hecho la propuesta—. El que fuera nuestro senescal será ahora nuestro maestre.

Los aplausos retumbaron en la sala cuando más de cuatrocientos hermanos mostraron su aprobación.

Se iniciaron los cánticos.

Beauseant.

Ya no era Mark Nelle.

Era el maestre.

Todos los ojos se concentraron en él. Emergió de entre los hermanos y entró en el círculo formado por el cónclave. Miró a los hombres que admiraba. Se había unido a la orden simplemente como un medio de realizar lo que su padre había soñado, y escapar de su madre. Y se había quedado porque había llegado a amar tanto la orden como a su maestre.

Las palabras de Juan acudieron a su mente:

En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios. Todas las cosas por Él fueron hechas. En Él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. Y la luz en las tinieblas resplandeció, pero las tinieblas no la comprendieron. En el mundo estaba y el mundo fue hecho por Él y el mundo no le reconoció. Vino a lo que era suyo, pero los suyos no le recibieron. Mas a todos los que le recibieron, a aquéllos que creyeron en su nombre, dióles la potestad de convertirse en hijos de Dios.

Simón Pedro Le reconoció y Le recibió, como hicieron todos los que vinieron después de Simón, y su oscuridad se tornó luz. Quizás gracias a la singular comprensión de Simón, eran todos ahora hijos de Dios.

Los gritos se calmaron.

Esperó hasta que la sala quedó en silencio.

—Yo había pensado que tal vez ya era hora de que abandonara este lugar —dijo con calma—. Los últimos días me han exigido muchas decisiones difíciles. Debido a las resoluciones que tomé, pensé que mi vida como hermano había terminado. Maté a uno de los nuestros y por ello siento pena. Pero no se me dio elección. Maté al maestre, pero por eso no siento nada. —Su voz se alzó—. Él desafió todo aquello en lo que nosotros creemos. Su codicia y su temeridad hubieran provocado nuestra caída. A él le importaban sus necesidades, sus deseos, no los nuestros. —Una fuerza pareció brotar en su interior mientras oía nuevamente las palabras de su mentor. «Recuerda todo lo que te enseñé»—. Como vuestro nuevo maestre, yo trazaré un nuevo curso. Saldremos de las sombras, pero no para exigir venganza o justicia, sino para reclamar un lugar en este mundo como los Pobres Compañeros Soldados de Cristo y el Templo de Salomón. Eso es lo que somos. Eso es lo que seremos. Tenemos grandes cosas por hacer. Los pobres y los oprimidos necesitan un defensor. Nosotros seremos sus salvadores.

Algo que había escrito Simón le vino a la cabeza. «Todos nosotros llevamos la imagen de Dios, todos merecemos ser amados, todos podemos crecer en el espíritu de Dios…». Era el primer maestre en setecientos años en ser guiado por esas palabras.

Y tenía intención de seguirlas.

—Ahora, mis buenos hermanos, ya es hora de que digamos adiós al hermano Geoffrey, cuyo sacrificio hizo posible este día.

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Malone estaba impresionado por la abadía. Él, Stephanie, Henrik y Casiopea habían sido bien recibidos a primera hora, y se les había ofrecido una visita completa, los primeros no templarios que eran merecedores de semejante honor. Su guía, el capellán, les había mostrado hasta los lugares más recónditos y contado pacientemente su historia. Luego se había marchado diciéndoles que el consistorio estaba a punto de empezar. Regresó al cabo de unos minutos y les acompañó a la capilla. Habían ido para asistir al funeral de Geoffrey, y se les había permitido la entrada gracias al importante papel que habían desempeñado en el hallazgo del Gran Legado.

Se sentaron en la primera fila de bancos, directamente ante el altar. La capilla era magnífica, una catedral por derecho propio, un lugar que había albergado a los Caballeros del Temple durante siglos. Y Malone podía sentir su presencia.

Stephanie estaba sentada junto a él, con Henrik y Casiopea a su lado. Oyó cómo se le escapaba un suspiro a la mujer cuando se iniciaron los cánticos y Mark salió de detrás del altar. En tanto que los demás hermanos llevaban hábitos rojizos y la cabeza cubierta, él iba vestido con el blanco manto del maestre. Malone alargó el brazo y cogió la mano temblorosa de la mujer. Ella le brindó una sonrisa y la apretó con fuerza.

Mark se dirigió hacia el sencillo ataúd de Geoffrey.

—Este hermano dio su vida por nosotros. Mantuvo su juramento. Por ello tendrá el honor de ser enterrado en el Panteón de los Padres. Hasta ahora, sólo los maestres lo fueron. Ahora, a ellos se les unirá este héroe.

Nadie dijo una palabra.

—Además, la objeción hecha a nuestro anterior maestre por el hermano De Roquefort queda con ello rescindida. Digamos ahora adiós al hermano Geoffrey. Gracias a él hemos renacido.

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El servicio duró una hora y Malone y los demás siguieron a los hermanos al Panteón de los Padres. Allí el ataúd fue depositado en el locolus al lado del maestre.

Luego se dirigieron afuera, a sus coches.

Malone percibió tranquilidad en Mark y como un deshielo en la relación con su madre.

—¿Y ahora qué va a hacer usted, Malone? —quiso saber Casiopea.

—Vuelta a vender libros. Y mi hijo va a venir a pasar un mes conmigo.

—¿Tiene un hijo? ¿De qué edad?

—Catorce, dentro de poco cumplirá treinta. Es un mal bicho.

Casiopea sonrió.

—Muy parecido a su padre, entonces.

—Más bien a su madre.

Había estado pensando mucho en Gary los últimos días. Ver a Stephanie y a Mark peleando el uno contra el otro le había recordado algunos de sus defectos como padre. Pero uno nunca se daría cuenta mirando a Gary. Mientras Mark se había vuelto resentido, Gary era brillante en los estudios, y en el deporte, y no había puesto ninguna objeción a que Malone se fuera a Copenhague. Por el contrario, le había alentado, dándose cuenta de que su padre necesitaba ser feliz también. Malone sentía una gran culpabilidad por esa decisión. Pero anhelaba que llegara el momento de estar con su hijo. El año anterior había sido su primer verano juntos en Europa. Este año tenía planeado viajar a Suecia, Noruega e Inglaterra. A Gary le encantaba viajar… otra cosa que tenían en común.

—Lo vamos a pasar bien —dijo.

Malone, Stephanie y Henrik se irían en coche a Toulouse y cogerían un vuelo a París. Desde allí, Stephanie volaría a su hogar, Atlanta. Malone y Henrik regresarían a Copenhague. Casiopea pondría rumbo a su château en el Land Rover.

Ella se encontraba junto a su coche cuando se cercó Malone.

Les rodeaban montañas por todas partes. Dentro de un par de meses, el invierno lo cubriría todo con un manto blanco. Formaba parte de un ciclo. Tan claro en la naturaleza como en la vida. Lo bueno, luego lo malo, de nuevo lo bueno, otra vez lo malo y una vez más lo bueno. Recordaba haberle dicho a Stephanie cuando él se retiró que estaba hasta las narices de tonterías. Ella había sonreído ante su ingenuidad, diciéndole que mientras la tierra estuviera habitada, no habría ningún lugar tranquilo. En todas partes se jugaba el mismo juego. Sólo cambiaban los jugadores.

Eso estaba bien. La experiencia de la semana anterior le había enseñado que él era un jugador y siempre lo sería. Pero si alguien le preguntaba, él les diría que era un librero.

—Cuídese, Malone —dijo ella—. Ya no podré seguir protegiéndole las espaldas.

—Tengo la impresión de que usted y yo nos volveremos a ver.

Ella le brindó una sonrisa.

—Nunca se sabe. Es posible.

Él regresó a su coche.

—¿Qué hay de Claridon? —le preguntó Malone a Mark.

—Pidió perdón.

—Y tú graciosamente se lo concediste.

Mark sonrió.

—Explicó que De Roquefort iba a asarle los pies, y un par de hermanos lo confirmaron. Quiere unirse a nosotros.

Malone soltó una risita.

—¿Y vosotros estáis preparados para eso, muchachos?

—Nuestras filas se llenaron antaño de hombres mucho peores. Sobreviviremos. Yo lo veo como mi penitencia personal.

Stephanie y Mark hablaron un momento en un tono apacible. Ya se habían dicho adiós en privado. Ella tenía un aspecto tranquilo y relajado. Aparentemente su despedida había sido amistosa. Malone estaba contento. Había que restablecer la paz.

—¿Qué pasará con el osario y el testimonio? —preguntó Malone.

No había hermanos por allí, de modo que se sentía seguro al hablar de ello.

—Quedarán sellados para siempre. El mundo está satisfecho con lo que cree. No voy a crear problemas.

Malone se mostró de acuerdo.

—Buena idea.

—Pero esta orden resurgirá.

—Eso es —dijo Casiopea—. Ya he hablado con Mark sobre su posible implicación en la organización caritativa que dirijo. La lucha contra el sida y la prevención del hambre en el mundo se beneficiarían de una entrada de capital, y esta orden ahora tiene un montón de dinero para gastar.

—Henrik ha presionado duramente también para que nos impliquemos en sus causas favoritas —dijo Mark—. Y me he mostrado de acuerdo. De manera que los Caballeros Templarios estarán ocupados. Nuestras habilidades pueden servir de mucho.

Malone alargó la mano, que Mark estrechó.

—Creo que los templarios están en buenas manos. Te deseo la mejor de las suertes.

—Lo mismo para usted, Cotton. Y sigo deseando saber el motivo de ese nombre.

—Llámame un día y te lo contaré todo.

Subieron al coche de alquiler con Malone al volante. Mientras se instalaban y se abrochaban los cinturones de seguridad, Stephanie dijo:

—Le debo una.

Él la miró fijamente.

—Es la primera vez que lo reconoce.

—No se acostumbre.

Él sonrió.

—Úselo juiciosamente.

—Sí, señora.

Y puso en marcha el coche.