LXVI

Mark estaba confuso y asombrado. Sabía quién era Simón.

Éste había sido llamado Cefas en arameo, luego Petros, roca, en griego. Finalmente, se convirtió en Pedro, y los Evangelios proclamaban que Cristo había dicho: «Sobre esta piedra edificaré mi Iglesia».

Aquel testimonio era el primer relato antiguo que había leído en su vida que tuviera sentido. Nada de hechos sobrenaturales o apariciones milagrosas. Ninguna acción contraria a la historia o a la lógica. Y tampoco detalles contradictorios que arrojaran dudas o afectaran a su credibilidad. Sólo el testimonio de un sencillo pescador de cómo había sido testigo de un gran hombre, alguien cuyas buenas obras y bondadosas palabras vivían después de su muerte, lo suficiente para inspirarle a continuar con su causa.

Simón ciertamente no poseía el intelecto o la capacidad de crear el tipo de elaboradas ideas religiosas que vendrían mucho más tarde. Su comprensión se limitaba al hombre Jesús, al que conocía y a quien Dios lo había reclamado con una muerte violenta. A fin de conocer a Dios, de formar parte de Él, estaba claro para Simón que debía emular al hombre Jesús. El mensaje podía vivir sólo si él, y otros después de él, le insuflaban vida. De esa sencilla manera, la muerte no se apoderaría del hombre. Una resurrección tendría lugar. No literal, sino espiritualmente. Y en la mente de Simón, el hombre Jesús había resucitado —vivía nuevamente—, y a partir de aquel singular comienzo, durante una noche de otoño, seis meses después de que el Jesús hombre fuera ejecutado, nació el cristianismo.

—Esos arrogantes cabrones —murmuró De Roquefort—. Con sus imponentes iglesias y su teología. Todo es absolutamente falso.

—No, no es así.

—¿Cómo puedes decir eso? No hay ninguna crucifixión, ninguna tumba vacía, nada de ángeles anunciando al Cristo resucitado. Todo eso es ficción, creada por los hombres en su propio beneficio. Este testimonio que vemos aquí tiene mucha importancia Todo empezó con un hombre que comprende algo en su mente. Nuestra orden fue borrada de la faz de la tierra, nuestros hermanos torturados y asesinados, en el nombre del supuestamente resucitado Cristo.

—El resultado es el mismo. La Iglesia había nacido.

—¿Crees, ni siquiera por un instante, que la Iglesia habría florecido si toda su teología estuviera basada en la revelación personal de un simple hombre aislado? ¿Cuántos conversos crees que habría conseguido?

—Pero eso es exactamente lo que pasó. Jesús era un hombre corriente.

—Que fue elevado a la categoría de Dios por los hombres posteriores. Y si alguno ponía objeciones, era condenado como hereje y quemado en la hoguera. Los cátaros fueron eliminados aquí mismo, en los Pirineos, por no creer en ello.

—Aquellos primeros Padres de la Iglesia hicieron lo que hicieron. Tenían que embellecer las cosas para que sobreviviera su mensaje.

—¿Perdonas lo que hicieron?

—Está hecho.

—Y no podemos deshacerlo.

Se le ocurrió una idea.

—Saunière probablemente leyó esto.

—Y no se lo dijo a nadie.

—Exacto, Hasta él vio la futilidad de hacerlo.

—No se lo dijo a nadie porque hubiera perdido su tesoro privado. No tenía honor alguno. Era un ladrón.

—Tal vez. Pero la información evidentemente le afectó. Dejó muchas pistas en su iglesia. Era un hombre culto y sabía latín. Si encontró esto, de lo cual estoy seguro, lo entendió. Sin embargo, lo devolvió a su lugar y cerró la puerta al marcharse.

Bajó la vista hacia el osario. ¿Estaba contemplando los huesos de Jesús el hombre? Una oleada de tristeza le invadió cuando se dio cuenta de que todo lo que quedaba de su propio padre eran huesos también.

Clavó su mirada en De Roquefort, y preguntó lo que realmente quería saber.

—¿Mató usted a mi padre?

image1.png

Malone observó cómo Stephanie se apresuraba hacia la escalera, con el arma de uno de los hermanos en su mano.

—¿Va usted a alguna parte?

—Quizás me deteste, pero sigue siendo mi hijo.

Malone comprendió que la mujer tenía que ir, pero no iría sola.

—Yo también voy.

—Prefiero hacer esto sola.

—Me importa un bledo lo que usted prefiera. Yo voy.

—Y yo —dijo Casiopea.

Henrik agarró el arma de la mujer.

—No. Déjeles hacerlo. Tienen que resolver esto.

—¿Resolver qué? —preguntó Casiopea.

El capellán dio un paso adelante.

—El senescal y el maestre deben desafiarse. La señora fue implicada por alguna razón. Déjenla que vaya. Su destino está abajo, con ellos.

Stephanie desapareció por la escalera, y Malone la observó desde arriba mientras ella se hacía a un lado, evitando el pozo. Luego la siguió, con la linterna en una mano y el arma en la otra.

—¿Por dónde? —susurró Stephanie.

Malone le indicó que guardara silencio. Entonces oyó voces. Procedentes de su izquierda, de la cámara que él y Casiopea habían hallado.

—Por ahí —señaló.

Sabía que el pasadizo estaba libre de trampas hasta casi la entrada de la cámara. Sin embargo, avanzaron lentamente. Cuando descubrieron el esqueleto y las palabras que estaban grabadas en la pared, supo que justo a partir de allí tendrían que andar con mucha precaución.

Las voces se oían más claramente ahora.

image1.png

—Le he preguntado si mató usted a mi padre —dijo Mark en un tono más alto.

—Tu padre fue un alma débil.

—Eso no es una respuesta.

—Yo estaba allí la noche en que puso fin a su vida. Le seguí hasta el puente. Hablamos.

Mark estaba escuchando.

—Estaba frustrado. Furioso. Había resuelto el criptograma, el que aparecía en su diario, y no le decía nada. A tu padre simplemente le faltó fuerza para seguir adelante.

—Usted no sabe nada de mi padre.

—Al contrario. Le estuve vigilando durante años. Saltaba de problema en problema sin llegar a resolver ninguno. Eso le provocó un conflicto, profesional y personalmente.

—Al parecer encontró lo suficiente para traernos a nosotros hasta aquí.

—No. Fueron otros.

—¿No hizo usted ningún intento para evitar que se ahorcara?

De Roquefort se encogió de hombros.

—¿Por qué? Tenía intención de morir, y yo no vi ninguna ventaja en detenerlo.

—¿De manera que usted simplemente se marchó y lo dejó morir?

—Yo no interferí en algo que no me concernía.

—Hijo de puta. —Mark dio un paso adelante. De Roquefort levantó el arma. El joven aún sostenía el libro del osario—. Vamos, adelante. Dispáreme.

De Roquefort no parecía desconcertado.

—Mataste a un hermano. Ya sabes el castigo.

—Él murió por su causa. Usted lo envió.

—Ya vuelves con ésas. Unas reglas para ti, otras para el resto de nosotros. Tú apretaste el gatillo.

—En defensa propia.

—Suelta el libro.

—¿Y qué va usted a hacer con él?

—Lo que hicieron los maestres al Inicio. Lo usaré contra Roma. Siempre me pregunté cómo se había expandido la orden tan rápidamente. Cuando los papas trataron de que nos uniéramos con los Caballeros Hospitalarios, una y otra vez los detuvimos. Y todo debido a ese libro y a esos huesos. La Iglesia romana no podía correr el riesgo de que esto se hiciera público.

»Imagínate lo que aquellos papas medievales pensaron cuando se enteraron de que la resurrección de Cristo era un mito. Naturalmente, no podían estar seguros. Ese testimonio podía ser tan falso como los Evangelios. Sin embargo, las palabras son convincentes y los huesos, imposibles de ignorar. Había miles de reliquias por ahí en aquella época. Restos de santos adornaban cada iglesia. Todo el mundo mostraba una fácil credulidad. Todo el mudo hubiera creído en la autenticidad de esos huesos. Y éstas eran las más grandes reliquias de todas. De manera que los maestres usaron lo que ellos sabían, y la amenaza surtió efecto.

—¿Y hoy?

—Todo lo contrario. Muchas personas no creen en nada. Existen montones de preguntas en la mente moderna, y pocas respuestas en los Evangelios. Ese testimonio, sin embargo, ya es otra cuestión. Tendría sentido para muchísimas personas.

—De manera que usted va a ser un Felipe IV actual.

De Roquefort escupió en el suelo.

—Eso es lo que yo pienso de él. El rey quería ese conocimiento para poder controlar a la Iglesia… y para que sus herederos pudieran controlarla también. Pero pagó por su codicia. Él y toda su familia.

—¿Acaso piensa que usted podría controlar algo?

—Yo no siento ningún deseo de controlar. Pero me gustaría ver las caras de esos pomposos prelados cuando expliquen el testimonio de Simón Pedro. A fin de cuentas, sus huesos descansan en el corazón del Vaticano. Construyeron una catedral sobre su tumba y le dieron su nombre a la basílica. Es el primero de sus santos, su primer papa. ¿Cómo explicarán sus palabras? ¿No te gustaría oírlo cuando lo intenten?

—¿Quién dice que son sus palabras?

—¿Quién dice que las palabras de Mateo, Marcos, Lucas o Juan son de ellos?

—Cambiarlo todo podría no ser tan bueno.

—Eres débil como tu padre. No tienes estómago para luchar. ¿Tú enterrarías esto? ¿No se lo dirías a nadie? ¿Permitirías que la orden languideciera en la clandestinidad, manchada por la calumnia de un rey codicioso? Los hombres débiles como tú son la causa de que nos encontremos en esta situación. Tú y el antiguo maestre estabais hechos el uno para el otro. Él también era un hombre débil.

Ya había oído bastante y, sin previa advertencia, levantó la mano izquierda, que sostenía la linterna, enfocando el brillante tubo, de forma que su brillo momentáneamente cegara a De Roquefort. El instante de incomodidad hizo que éste entrecerrara los ojos, y la mano que sostenía el arma bajó, mientras levantaba el otro brazo para cubrirse los ojos.

Mark dio un puntapié al arma de De Roquefort, y luego corrió fuera de la cámara. Torció hacia la escalera, pero sólo dio unos pasos.

Unos tres metros ante él vio otra luz y divisó a Malone y a su madre.

Tras él, salió De Roquefort.

—Alto —llegó la orden, y Mark se detuvo.

De Roquefort se acercó,

Mark vio que su madre alzaba el arma.

—Al suelo, Mark —gritó ella.

Pero él permaneció de pie.

De Roquefort estaba ahora justo detrás de él. Sintió el cañón del arma en el cogote.

—Baje su arma —le dijo De Roquefort a Stephanie.

Malone mostró la suya.

—No puede dispararnos a los dos.

—No. Pero puedo dispararle a él.

image1.png

Malone considero sus opciones. No podía disparar a De Roquefort sin herir a Mark. Pero ¿por qué Mark se había detenido?

¿Por qué había dado a De Roquefort la oportunidad de acorralarlo?

—Baje el arma —le dijo suavemente Malone a Stephanie.

—No.

—Yo haría lo que él dice —dijo De Roquefort.

Stephanie no hizo ningún movimiento.

—De todos modos, le va a disparar.

—Quizás —dijo Malone—. Pero no lo provoque.

Sabía que ella había perdido a su hijo en una ocasión por una serie de errores. No estaba dispuesta a que se lo quitaran nuevamente. Estudió la cara de Mark. Ni el menor signo de temor. Hizo un movimiento con su linterna hacia el libro que Mark sujetaba.

—¿Es de eso de lo que se trataba?

Mark asintió.

—El Gran Legado, juntamente con un enorme tesoro y documentos.

—¿Valía la pena?

—No me corresponde a mí decirlo.

—La valía —declaró De Roquefort.

—Entonces, ¿ahora qué? —preguntó Malone—. No tiene ningún lugar a donde ir. Sus hombres están fuera de combate.

—¿Cosa suya?

—En parte. Pero su capellán está aquí con unos hermanos suyos. Parece que ha habido una revuelta.

—Eso está por ver —dijo De Roquefort—. Yo sólo digo, una vez más, señora Nelle, que baje el arma. Como el señor Malone correctamente indica, ¿qué tengo que perder disparándole a su hijo?

Malone estaba todavía evaluando la situación, su mente examinando las opciones. Entonces, gracias al cono de luz de la linterna de Mark, lo descubrió. Una ligera depresión en el suelo. Apenas perceptible, excepto si uno sabía qué buscar. Otra trampa que abarcaba todo el ancho del pasadizo y se extendía desde donde ellos estaban hasta Mark. Volvió su mirada y descubrió en los ojos del joven que éste ya sabía de su existencia. Un ligero asentimiento de la cabeza y comprendió por qué Mark se había detenido. Quería que De Roquefort fuera tras él. Quería que llegara hasta allí.

Aparentemente era hora de terminar con esto.

Aquí y ahora.

Alargó la mano y le arrancó el arma a Stephanie.

—¿Qué está usted haciendo? —preguntó ella.

De espaldas a De Roquefort, articuló con la boca, «el suelo», y vio que ella registraba lo que le había dicho.

Entonces se enfrentó a su dilema.

—Una sabia decisión —le dijo De Roquefort.

Stephanie guardó silencio, aparentemente comprendiendo. Pero Malone dudaba de que realmente fuera así. Dirigió nuevamente su atención al pasaje. Sus palabras, destinadas a Mark, fueron dichas a De Roquefort.

—Conforme. Mueve usted.

image1.png

Mark sabía que había llegado el momento. El maestre le había dicho por escrito a su madre que él no poseía la decisión necesaria para terminar sus batallas. Empezarlas parecía fácil, continuarlas más fácil aún, pero resolverlas siempre se había demostrado difícil. Se acabó. Su maestre había creado el escenario y los actores habían actuado siguiendo el guión. Ya era hora del finale. Raymond de Roquefort era una amenaza. Dos hermanos habían muerto por su causa, y no había modo de saber cuándo se detendría. Tampoco había manera alguna de que él y De Roquefort convivieran dentro de la orden. Su maestre era consciente de eso. Por ello, uno de los dos tenía que irse.

Sabía que sólo un paso más allá había un profundo pozo en el suelo, cuyo fondo supuso que estaba erizado de púas de bronce. En su rabia por hacerse con el Gran Legado, sin preocuparse de lo que le rodeaba, De Roquefort no tenía ni idea de la existencia de aquel peligro. Y así era precisamente cómo su enemigo dirigiría la orden. Los sacrificios que miles de hermanos habían hecho durante setecientos años se desperdiciarían por su arrogancia.

La lectura del testimonio de Simón le había proporcionado una confirmación histórica de su propio escepticismo religioso. Siempre le habían atormentado las contradicciones bíblicas y la débil explicación que se daba de ellas. La religión, temía, era una herramienta utilizada por unos hombres para manipular a otros hombres. La necesidad de la mente humana de tener respuestas, incluso para preguntas que no tenían ninguna, había permitido que lo increíble se convirtiera en un evangelio. De alguna manera, había un consuelo en la creencia de que la muerte no era un final. Había más cosas. Jesús supuestamente demostraba eso, resucitándose a sí mismo, y ofreciendo la misma salvación a todos los que creían.

Pero no había ninguna vida después de la muerte.

Al menos en un sentido literal.

En vez de ello, seguías viviendo gracias a lo que otros hacían de tu vida. Al recordar lo que Jesús hombre dijo e hizo, Simón Pedro comprendía que las creencias de su amigo muerto habían resucitado realmente en él. Y predicar este mensaje, hacer lo que Jesús había hecho, se convertía en la referencia de la salvación de Simón. Ninguno de nosotros debía juzgar a los demás; sólo a sí mismo. La vida no es eterna. Un tiempo establecido nos define a todos… Luego, tal como los huesos del osario mostraban, al polvo debemos retornar.

Sólo confiaba en que su vida hubiera significado algo, y que los demás le recordaran por ese significado.

Hizo una profunda inspiración.

Y arrojó el libro a Malone, que lo cogió.

—¿Por qué has hecho eso? —preguntó De Roquefort. Mark vio que Malone sabía lo que se disponía a hacer.

Y de pronto su madre también lo comprendió.

Él lo descubrió en sus ojos al ver cómo le brillaban a causa de las lágrimas. Quería decirle que lo sentía, que estaba equivocado, que no debería haberla juzgado. Ella pareció leer sus pensamientos y dio un paso adelante, que Malone bloqueó con el brazo.

—Apártese de mi camino, Cotton —dijo ella.

Mark utilizó ese momento para avanzar unos centímetros; el suelo estaba duro todavía.

—Vamos —dijo De Roquefort—. Recoge el libro.

—Por supuesto.

Otro paso.

Duro todavía.

Pero en vez de dirigirse hacia Malone como De Roquefort ordenaba, se agachó para evitar el cañón del arma y se dio la vuelta, lanzando un codazo a las costillas de De Roquefort. El musculoso abdomen del hombre era duro, y Mark sabía que él no era rival para el viejo guerrero. Pero tenía una ventaja. Mientras De Roquefort se estaba preparando para una pelea, él simplemente envolvió con sus brazos el pecho del otro e hizo que ambos giraran hacia delante, levantándole los pies del suelo y haciendo que los dos cayeran a un piso que él sabía que no aguantaría.

Oyó que su madre gritaba «no», luego el arma de De Roquefort se disparó.

Mark había empujado hacia arriba la mano que sostenía el arma, pero no había forma de saber adónde había ido a parar la bala. Cayeron sobre el falso suelo, su peso combinado fue suficiente para destruir la cubierta. De Roquefort había esperado seguramente golpear el suelo con dureza, listo para revolverse. Pero cuando caían en el agujero, Mark soltó su presa del cuerpo de De Roquefort y liberó los brazos, lo que hizo que toda la fuerza de las púas impactara en la espalda de su enemigo.

Un gemido se escapó de los labios de De Roquefort cuando abrió la boca para hablar. Pero sólo brotó sangre.

—Ya le dije, el día que usted objetó al maestre, que lamentaría lo que hacía —susurró Mark—. Su mandato ha terminado.

De Roquefort trató de hablar, pero la respiración le abandonó mientras de sus labios manaba la sangre.

Entonces el cuerpo se quedó fláccido.

—¿Estás bien? —preguntó Malone desde arriba.

Mark se levantó. El movimiento del peso de su cuerpo hacía que De Roquefort se clavara aún más las púas. Arenisca y gravilla lo cubrían. Mark salió del pozo, y luego se quitó de encima la suciedad.

—Sólo que he matado a un hombre.

—Él te hubiera matado a ti —dijo Stephanie.

—No es una buena razón, pero es todo lo que tengo.

Las lágrimas corrían por el rostro de su madre.

—Pensé que te perdía otra vez.

—Yo esperaba evitar esas púas, pero no sabía que De Roquefort cooperaría.

—Tenías que matarlo —dijo Malone—. Nunca se habría detenido.

—¿Y adónde fue el disparo? —preguntó Mark.

—Pasó silbando muy cerca —dijo Malone. Hizo un gesto con el libro—. ¿Esto es lo que andabas buscando?

Mark asintió.

—Y aún hay más.

—Ya te lo pregunté antes. ¿Valía la pena?

Mark señaló hacia atrás al pasaje.

—Echemos una mirada, y ya me lo dirá usted.