LXV

EL TESTIMONIO DE SIMÓN

He permanecido en silencio, pensando que es mejor que sean otros los que dejen constancia. Sin embargo, nadie se ha adelantado. De modo que esto ha sido escrito para que vosotros sepáis lo que sucedió.

El hombre Jesús se ha pasado años difundiendo su mensaje por todas las tierras de Judea y Galilea. Yo fui el primero de sus seguidores, pero nuestro número fue creciendo, ya que muchos creyeron que sus palabras tenían gran importancia. Viajamos con él, contemplando cómo aliviaba el sufrimiento, traía la esperanza y alentaba la salvación. Siempre era él mismo, fuera cual fuese el día o el hecho. Si las masas le alababan, se enfrentaba con ellas. Cuando le rodeaba la hostilidad, él no mostraba rabia ni temor. Lo que otros pensaban de él, o decían, o hacían, no le afectaba. Dijo en una ocasión: «Todos nosotros llevamos la imagen de Dios, todos somos merecedores de ser amados, todos podemos crecer en el espíritu de Dios». Vi cómo abrazaba a los leprosos y a los inmorales. Las mujeres y los niños eran algo precioso para él. Él me mostró que todos merecemos ser amados. Decía: «Dios es nuestro padre. Él nos cuida, nos ama y nos perdona a todos. Ninguna oveja se perderá jamás con ese pastor. Sintámonos libres de decírselo todo a Dios, porque sólo con esta franqueza puede el corazón alcanzar la paz».

Ese hombre, Jesús, me enseñó a orar. Él hablaba de Dios, del juicio final y del fin de los tiempos. Llegué a pensar que podía incluso dominar el viento y las olas, ya que se alzaba tanto por encima de nosotros. Los ancianos del Sanedrín enseñaban que el dolor, la enfermedad y la tragedia eran el juicio de Dios, y deberíamos aceptar esa ira con el pesar de un penitente. El hombre Jesús decía que eso era falso y ofrecía a los enfermos el coraje para sanar, a los débiles la capacidad de crecer en un espíritu fuerte, y a los no creyentes la oportunidad de creer. El mundo parecía participar de su visión. El hombre Jesús tenía un propósito, vivía su vida para cumplir este propósito, y ese propósito era claro para aquéllos de nosotros que lo seguíamos.

Pero, en sus viajes, el hombre Jesús hizo enemigos. Los ancianos lo consideraban una amenaza, en el sentido que ofrecía unos valores diferentes, unas reglas nuevas, y amenazaba su autoridad. Les preocupaba que si a Jesús se le permitía vagar libremente y predicar el cambio, Roma podría estrechar su control, y todos sufrirían, especialmente el sumo sacerdote que servía a la voluntad de Roma. De modo que Jesús fue arrestado por blasfemia y Pilatos decretó que debía subir a la cruz. Yo estaba allí aquel día, y Pilatos no obtuvo ningún placer con esta decisión, pero los ancianos exigían justicia y Pilatos no podía negársela.

En Jerusalén, el hombre Jesús y otros seis fueron llevados a un lugar sobre la colina y atados a la cruz con tiras de cuero. Avanzado el día, las piernas de los hombres fueron rotas, y éstos sucumbieron al anochecer. Otros dos murieron al día siguiente. Al hombre Jesús se le permitió conservar la vida hasta la hora nona, cuando finalmente fueron rotas sus piernas. Yo no estuve a su lado mientras sufría. Los demás que le seguíamos huimos, temerosos de que pudiéramos ser los siguientes. Después de morir, el hombre Jesús fue dejado en la cruz durante seis días más mientras los pájaros picoteaban su carne. Finalmente fue bajado de la cruz y depositado en un agujero excavado en la tierra. Yo observé este hecho, y luego abandoné Jerusalén por el desierto, deteniéndome en Betania, en la casa de María llamada Magdalena y su hermana Marta. Éstas habían conocido al hombre Jesús y estaban entristecidas por su muerte. Se enfurecieron conmigo por no haberle defendido, por no reconocerle, por huir cuando estaba sufriendo. Les pregunté qué hubieran querido ellas que hiciera y su respuesta fue clara: «Unirte a él». Pero ese pensamiento jamás se me ocurrió. En vez de ello, a todos los que preguntaron, yo negué al hombre Jesús y todo lo que él representaba. Me marché de su hogar, regresando días más tarde a Galilea y al consuelo de lo que me era conocido.

Dos que habían viajado con el hombre Jesús, Santiago y Juan, también regresaron a Galilea. Juntos, compartimos nuestra pena por la pérdida de Jesús y reanudamos nuestra vida como pescadores. La oscuridad que todos sentíamos nos consumía, y el tiempo no alivió nuestro dolor. Mientras pescábamos en el mar de Galilea, hablábamos del hombre Jesús y de todo lo que hizo y todo lo que habíamos contemplado. Fue en aquel mar, años atrás, cuando le conocimos. Su recuerdo aparecía por todas partes sobre las aguas, lo que hacía más difícil eludir nuestra pena. Una noche, mientras una tempestad azotaba el lago y nosotros estábamos sentados en la orilla comiendo pan y pescado, me pareció ver al hombre Jesús en la niebla. Pero cuando me metí en el agua, supe que aquella visión estaba sólo en mi mente. Cada mañana partíamos pan y comíamos pescado. Recordando lo que el hombre Jesús hizo en una ocasión, uno de nosotros bendecía el pan y lo ofrecía como alabanza a Dios. Esta acción nos hacía sentirnos a todos mejor. Un día Juan comentó que el pan partido era como si fuera el cuerpo roto del hombre Jesús. Después de eso, todos empezamos a asociar el pan con el cuerpo.

Pasaron cuatro meses, y un día Santiago nos recordó que la Torah proclamaba que el que es colgado de un árbol es maldito, le dije que eso no podía ser cierto de ese hombre Jesús. ¿Cómo sabría un escriba tan antiguo que todos los que eran colgados de un árbol eran malditos? No podía. En una batalla entre el hombre Jesús y las antiguas palabras, el hombre Jesús era el vencedor.

Nuestra pena continuaba atormentándonos. El hombre Jesús se había ido. Su voz ya no se oía. Los ancianos sobrevivían y su mensaje pervivía. No porque tuvieran razón, sino simplemente porque estaban vivos y hablaban. Los ancianos habían triunfado sobre el hombre Jesús. Pero ¿cómo podía ser malo algo tan bueno? ¿Por qué permitiría Dios que tanta bondad desapareciera?

El verano terminó y llegó la fiesta del Tabernáculo, que era una época para celebrar la alegría de la cosecha. Pensamos que era seguro viajar a Jerusalén y participar en ella. Una vez allí, durante la procesión al altar, se leyó en los Salmos que el Mesías no morirá, sino que vivirá y volverá para contar las hazañas del Señor. Uno de los ancianos proclamó que el Señor ha castigado al Mesías severamente. Pero Él no le ha entregado a la muerte. Sino, más bien, la piedra que los constructores rechazaron se ha convertido en la piedra angular. En el Templo escuchamos las lecturas de Zacarías, que decían que algún día el Señor se convertiría en rey de toda la tierra. Entonces una tarde me tropecé con otra lectura de Zacarías. Hablaba de una efusión de la casa de David y de un espíritu de compasión y de súplica. Se decía que cuando contemplemos a aquél al que han atravesado lloraremos de pena por él como se llora de gozo ante un recién nacido.

Escuchando, me acordé del hombre Jesús y de lo que le había pasado. El lector parecía hablarme directamente a mí cuando hablaba del plan divino para golpear al pastor de manera que las ovejas puedan dispersarse. En ese momento se apoderó de mí un amor del que no podía desprenderme. Aquella noche me marché de Jerusalén al lugar donde los romanos habían enterrado al hombre Jesús. Me arrodillé ante sus restos mortales y me pregunté cómo un sencillo pescador podía ser la fuente de toda verdad. El sumo sacerdote y los escribas habían considerado al hombre Jesús un fraude. Pero yo sabía que se equivocaban. Dios no exige obediencia a las antiguas leyes a fin de conseguir la salvación. El amor de Dios es ilimitado. Jesús el hombre había dicho eso muchas veces, y al aceptar su muerte con gran valor y dignidad, Jesús nos había dado una última lección a todos nosotros. Al final de la vida encontramos vida. Amar es ser amado.

Me disipó toda duda. La pena se desvaneció. La confusión devino claridad. El Jesús hombre no estaba muerto. Estaba vivo. Resurrecto en mi interior estaba el Señor resucitado. Sentía su presencia tan claramente como cuando antaño había estado a mi lado. Recordé lo que me había dicho muchas veces: «Simón, si me amas, encontrarás mis ovejas». Finalmente sabía que amar como él amaba permitirá a cualquiera conocer al Señor. Hacer lo que él hacía nos permitirá a todos conocer al Señor. Vivir como él vivía es el camino a la salvación. Dios ha bajado de los cielos para morar en el hombre Jesús, y a través de sus hechos y sus palabras el Señor se dará a conocer. El mensaje estaba claro. Cuida del necesitado, consuela al afligido, ofrece amistad al rechazado. Haz estas cosas y el Señor quedará complacido. Dios dio la vida al Jesús hombre para que nosotros pudiéramos ver. Yo fui simplemente el primero en aceptar esa verdad. La tarea se hizo clara.

El mensaje debe vivir a través de mí y de los otros que del mismo modo creen.

Cuando les hablé a Juan y a Santiago de mi visión, ellos vieron también. Antes de salir de Jerusalén, regresamos al lugar de mi visión y sacamos de la tierra los restos del hombre Jesús. Nos los llevamos con nosotros y los depositamos en una cueva. Regresamos al año siguiente y reunimos sus huesos. Luego escribí este relato que coloqué al lado del hombre Jesús, porque juntos son la Palabra.