LXII

Malone fue el último en subir. Cuando dejó la escalera atrás vio que la iglesia estaba ocupada por seis hombres armados junto con el propio De Roquefort. Fuera, el sol se había puesto. El interior estaba ahora iluminado por el brillo de dos pequeñas fogatas, el humo saliendo precipitadamente a la noche a través de las rendijas de las ventanas sin cristales.

—Señor Malone, finalmente nos volvemos a encontrar —dijo Raymond de Roquefort—. Se las arregló usted bien en la catedral de Roskilde.

—Me alegra saber que es usted un admirador.

—¿Cómo nos encontró? —preguntó Mark.

—Ciertamente no gracias a ese falso diario de su padre, por listo que fuera. Contaba lo obvio y cambiaba los detalles lo suficiente para hacerlo inútil. Cuando monsieur Claridon descifró el criptograma que contenía, el mensaje, desde luego, no fue de ninguna ayuda. Nos decía que ocultaba los secretos de Dios. Dígame, ya que han estado ustedes ahí abajo, ¿oculta tales secretos?

—No tuvimos la oportunidad de averiguarlo —dijo Malone.

—Entonces deberíamos remediar eso. Pero para responder a su pregunta…

—Geoffrey nos traicionó —lo interrumpió Thorvaldsen.

El asombro nubló la cara de Mark.

—¿Qué?

Malone ya había observado el arma en la mano de Geoffrey.

—¿Es cierto?

—Soy un hermano de Temple, leal a mi maestre. Cumplí con mi deber.

—¿Tu deber? —gritó Mark—. Mentiroso hijo de puta.

Mark se lanzó hacia Geoffrey, pero dos de los hermanos le cortaron el paso. Geoffrey permaneció inmóvil.

—¿Tú me guiaste a todo esto sólo para que De Roquefort pudiera ganar? ¿Es eso lo que nuestro maestre te enseñó? Él confiaba en ti. Yo confiaba en ti.

—Sabía que eras un problema —declaró Casiopea—. Todo en ti anunciaba peligro.

—Y usted debería saber —dijo De Roquefort— cómo lo ha sido usted para mí. Dejando el diario de Lars Nelle en Aviñón para que yo lo encontrara. Pensó usted que eso me mantendría ocupado algún tiempo. Pero ya ve, mademoiselle, la lealtad a nuestra hermandad es prioritaria. De manera que todos sus esfuerzos no han servido de nada. —Se volvió a Malone—. Tengo a seis hombres aquí, y otros seis fuera… Y saben cómo arreglárselas. Ustedes no tienen armas, o al menos así me ha informado Geoffrey. Pero para estar seguros…

De Roquefort hizo un gesto y uno de los hombres cacheó a Malone; luego se movió hacia los demás.

—¿Qué hiciste, llamar a la abadía cuando saliste a comprar las provisiones? —le preguntó Mark a Geoffrey—. Me preguntaba por qué te habías ofrecido voluntario. No me perdiste de vista durante dos días.

Geoffrey continuaba callado, su cara rígida con convicción.

—Eres una vergüenza de ser humano —le espetó Mark.

—Estoy de acuerdo —dijo De Roquefort, y Malone vio cómo el arma de éste se alzaba y de ella brotaban tres disparos que impactaron en el pecho de Geoffrey. Las balas hicieron tambalearse al joven hacia atrás, y De Roquefort remató su asesinato con un disparo en la cabeza.

El cuerpo de Geoffrey se desplomó en el suelo. Manaba sangre de sus heridas. Malone se mordió los labios. No había nada que pudiera hacer.

Mark se lanzó contra De Roquefort.

El arma apuntó al pecho de Mark.

Éste se detuvo.

—Me atacó en la abadía —dijo De Roquefort—. Atacar al maestre se castiga con la muerte.

—No desde hace quinientos años —gritó Mark.

—Era un traidor. Para ti y para mí. Ninguno de nosotros puede utilizarlo. Ése es el peligro inherente a ser un espía. Probablemente sabía el riesgo que estaba corriendo.

—¿Sabe usted el riesgo que está corriendo?

—Una extraña pregunta viniendo de un hombre que mató a un hermano de su orden. Este acto se castiga con la muerte también.

Malone se dio cuenta de que aquel numerito estaba dedicado a los demás allí presentes. De Roquefort necesitaba a su enemigo, al menos de momento.

—Hice lo que tenía que hacer —le espetó Mark.

De Roquefort amartilló su pistola automática.

—Igual que yo.

Stephanie se adelantó, colocándose entre los dos hombres, su cuerpo tapando el de Mark.

—¿Y me matará a mí también?

—Sí hace falta.

—Pero yo soy cristiana y no he hecho daño a ningún hermano.

—Palabras, querida señora. Sólo palabras.

Ella levantó el brazo y sacó una cadena con una medalla de su cuello.

—La Virgen. Siempre va conmigo a todas partes.

Malone sabía que De Roquefort no dispararía contra ella. Stephanie había captado el teatro también y puesto en evidencia el farol de De Roquefort ante sus hombres. El maestre no podía permitirse ser un hipócrita. Éste estaba impresionado. Hacían falta redaños para enfrentarse con un arma cargada. No estaba mal para una chupatintas.

De Roquefort bajó el arma.

Malone corrió hacía el cuerpo sangrante de Geoffrey. Uno de los hombres levantó una mano para detenerlo.

—Yo de usted bajaría ese brazo —dejó claro Malone.

—Déjale pasar —dijo De Roquefort.

Malone se acercó al cuerpo. Henrik se encontraba de pie contemplando el cuerpo. Una expresión de dolor aparecía en el rostro del danés, y Malone vio algo que no había visto en el año que le conocía.

Lágrimas.

—Tú y yo iremos abajo —le dijo De Roquefort a Mark—, y me mostrarás lo que habéis encontrado. Los demás se quedarán aquí.

—Jódase.

De Roquefort se encogió de hombros y su arma apuntó a Thorvaldsen.

—Es judío. Reglas diferentes.

—No le provoques —le dijo Malone a Mark—. Haz lo que dice. —Esperaba que Mark comprendiera que unas veces había que resistirse y otras doblegarse.

—Conforme. Bajaremos —dijo Mark.

—Me gustaría ir —dijo Malone.

—No —dijo De Roquefort—. Éste es un asunto de la hermandad. Aunque nunca consideré a Nelle uno de los nuestros, hizo el juramento, y eso cuenta. Además, puede ser necesaria su presencia. Usted, por otra parte, podría convertirse en un problema,

—¿Cómo sabe que Mark se comportará bien?

—Lo hará. De lo contrario, cristianos o no, todos ustedes morirán antes de que él pueda salir de ese agujero.

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Mark bajó por la escalera, seguido de De Roquefort. Señaló a la izquierda y le habló a De Roquefort de la cámara que habían encontrado.

De Roquefort deslizó nuevamente el arma en su funda sobaquera y apuntó al frente con la linterna.

—Ve delante. Y ya sabes lo que pasará si se presenta algún problema.

Mark echó a andar, sumando la luz de su linterna a la del maestre. Rodearon con cuidado el pozo de las púas que casi había acabado con Stephanie.

—Ingenioso —exclamó De Roquefort mientras examinaba el pozo.

Encontraron la abierta verja.

Mark recordó la advertencia de Malone sobre otras trampas y daba unos pasitos cortos como los de un niño. El pasaje se estrechaba más allá hasta aproximadamente unos noventa centímetros de amplitud, y luego torcía a la derecha. Al cabo de sólo una par de metros, formaba nuevamente un ángulo a la izquierda. Dando un solo paso cada vez, fue avanzando lentamente.

Dobló el último recodo y se detuvo.

Alumbró con la linterna y vio ante sí una cámara, quizás de unos nueve por nueve metros, con un elevado techo redondeado. La apreciación de Casiopea de que los túneles subterráneos podrían ser de origen romano parecía correcta. La galería formaba un perfecto depósito, y a medida que la luz de la linterna disolvía la oscuridad, una multitud de maravillas fue apareciendo ante su vista.

Primero vio las estatuas. Pequeños objetos llenos de color. Varias de ellas representaban a la Virgen y el Niño en el trono. Doradas pietàs. Ángeles. Bustos. Todo en filas rectas, como soldados, dispuestas en la pared trasera. Estaba luego el brillo del oro de los cofres rectangulares. Algunos revestidos de paneles de marfil, otros cubiertos de un mosaico de ónix y oropel, algunos recubiertos de cobre y decorados con escudos de armas y escenas religiosas. Cada uno de ellos era demasiado precioso para ser un simple objeto donde almacenar algo. Eran urnas de relicarios, hechas para contener los restos de santos muy venerados, con toda probabilidad recogidas precipitadamente, cualquier cosa capaz de contener lo que necesitaban transportar.

Oyó que De Roquefort se quitaba la mochila que había estado llevando, y de repente la habitación se vio envuelta en un brillante resplandor procedente de un tubo de neón alimentado por una batería. De Roquefort le tendió uno.

—Éstos funcionarán mejor.

No le gustaba cooperar con el monstruo, pero sabía que tenía razón. Cogió la luz, y se desplegaron para ver lo que contenía la habitación.

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—Tapémoslo —dijo Malone a uno de los hermanos, haciendo un gesto hacia Geoffrey.

—¿Con qué? —fue la pregunta.

—Los cables de los fluorescentes iban envueltos en una manta. Puedo usar eso.

Se movió a través de la iglesia, más allá de una de las fogatas encendidas. El templario pareció considerar la sugerencia un momento, y luego dijo:

Oui. Hágalo.

Malone cruzó a grandes zancadas el irregular suelo y encontró la manta, en tanto valoraba la situación. Regresó y envolvió el cuerpo de Geoffrey. Tres de los guardianes se habían retirado al otro fuego. Los restantes estaban apostados cerca de la salida.

—No era un traidor —susurró Henrik.

Todos se quedaron mirándole.

—Vino solo y me dijo que De Roquefort estaba aquí. Lo había llamado. Tenía que hacerlo. El antiguo maestre le hizo jurar que, una vez que fuera encontrado el Legado, se lo diría a De Roquefort. No tenía elección. No quería hacerlo, pero confiaba en el viejo. Me dijo que siguiera el juego, me pidió perdón y dijo que cuidaría de mí. Por desgracia, no he podido devolverle el favor.

—Fue estúpido por su parte —dijo Casiopea.

—Quizás —dijo Thorvaldsen—. Pero sus palabras significaron algo para él.

—¿Explicó por qué tenía que decírselo? —murmuró Stephanie.

—Sólo que el maestre preveía una confrontación entre Mark y De Roquefort. La tarea de Geoffrey era garantizar que se produjera.

—Mark no es rival para ese hombre —dijo Malone—. Va a necesitar ayuda.

—Estoy de acuerdo —añadió Casiopea, hablando entre dientes.

—Las perspectivas no son buenas —dijo Malone—. Doce hombres armados, y nosotros no lo estamos,

—Yo no diría eso —susurró Casiopea.

Y a Malone le gustó el brillo que veía en sus ojos.

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Mark estudió el tesoro que le rodeaba. Nunca había visto tanta riqueza. Las urnas contenían plata y oro, tanto monedas acuñadas como metal en bruto sin acuñar. Había dinares de oro, dracmas de plata y monedas bizantinas, todas apiladas en limpias filas. Y joyas. Tres de los cofres rebosaban de piedras en bruto. Demasiadas para imaginarlas siquiera. Cálices y vasos sagrados captaron su atención, la mayor parte de ébano, vidrio, plata y en parte dorados.

Algunos estaban cubiertos de figuras en relieve, y tachonados de piedras preciosas. Se preguntó qué restos contendrían. De uno sí estaba seguro. Leyó lo que estaba grabado y susurró «De Molay» mientras miraba dentro del tubo de cristal de roca del relicario.

De Roquefort se acercó.

Dentro del relicario había trocitos de hueso ennegrecido. Mark conocía la leyenda. Jacques de Molay había sido asado vivo en la isla del Sena, a la sombra de Notre Dame, proclamando a gritos su inocencia y maldiciendo a Felipe IV, que contemplaba desapasionadamente su ejecución. Durante la noche, algunos hermanos atravesaron el río a nado y robaron las cenizas. Regresaron también a nado con los acres huesos de De Molay en la boca. Ahora él estaba contemplándolos.

De Roquefort se santiguó y murmuró una plegaria.

—Mira lo que le hicieron.

Pero Mark era consciente de algo aún más importante.

—Esto significa que alguien visitaba este lugar después de marzo de 1314. Debieron de seguir viniendo hasta que todos murieron. Cinco de ellos sabían de este escondite. La Peste Negra seguramente se los llevó a mediados del siglo XIV. Pero nunca le dijeron nada a nadie, y este lugar se perdió para siempre.

Un velo de tristeza le cubrió el rostro al pensar en ello.

Se dio la vuelta y la luz de su tubo reveló crucifijos y estatuas de madera ennegrecida dispuestos en una pared, aproximadamente una cuarentena, variando los estilos del románico al alemán, al bizantino y al período culminante del gótico, las intrincadas tallas de las figuras tan perfectamente modeladas que parecían casi estar respirando.

—Es espectacular —dijo De Roquefort.

El total era incalculable; los nichos de piedra que abarcaban dos paredes estaban completamente llenos. Mark había estudiado en detalle la historia y propósito de la escultura medieval a partir de las piezas que habían sobrevivido en los museos, pero aquí, ante él, se alzaba una amplia y espectacular muestra de la artesanía de la Edad Media.

A su derecha, sobre un pedestal de piedra, divisó un libro de tamaño descomunal. La tapa aún brillaba —laminilla de oro, supuso— y estaba tachonada de perlas. Al parecer alguien había abierto el libro con anterioridad, ya que en su interior se veía pergamino desmenuzado, esparcido como si fueran hojas. Se inclinó, acercó los trocitos a la luz, y vio que era latín. Pudo leer algo de la escritura y rápidamente decidió que antaño había sido un libro de cuentas.

De Roquefort observó su interés.

—¿Qué es?

—Un libro de contabilidad. Saunière probablemente trató de examinarlo cuando encontró este lugar. Pero ha de tener usted cuidado con el pergamino.

—Un ladrón. Eso es lo que era. Nada más que un vulgar ladrón. No tenía ningún derecho a coger nada de esto.

—¿Y nosotros sí?

—Es nuestro. Dejado para nosotros por el propio De Molay. Fue crucificado en una puerta, pero no les contó nada. Sus huesos están aquí. Esto es nuestro.

La atención de Mark se desvió hacia un cofre parcialmente abierto. Lo iluminó y vio más pergaminos. Lentamente hizo girar la tapa sobre sus goznes para abrirla. Ésta sólo se resistió un poco. No se atrevía a tocar las hojas apiladas juntas. De manera que se inclinó para descifrar lo que había en la página de arriba. Francés antiguo, concluyó rápidamente. Pudo leer lo suficiente para saber que se trataba de un testamento.

—Documentos que la orden guardaba. Este cofre está probablemente lleno de escrituras y testamentos de los siglos XIII y XIV. —Movió la cabeza en un gesto negativo—, hasta el final, los hermanos se aseguraron de que su deber se cumpliera. —Consideró las posibilidades que se alzaban ante él—. Lo que podríamos aprender de estos documentos.

—Eso no es todo —declaró repentinamente De Roquefort—. No hay libros. Ni uno. ¿Dónde está el conocimiento?

—Lo que usted ve es todo lo que hay.

—Estás mintiendo. Hay más. ¿Dónde?

Mark se volvió hacia De Roquefort.

—Esto es todo.

—No te hagas el tonto conmigo. Nuestros hermanos guardaron en secreto nuestro conocimiento. Lo sabes. Felipe nunca lo encontró. De manera que tiene que estar aquí. Puedo verlo en tus ojos. Hay más cosas. —De Roquefort alargó la mano en busca de su arma, y apuntó con el cañón a la frente de Mark—. Dímelo.

—Antes moriría.

—Sí, pero ¿te gustaría hacer que muriera tu madre? ¿O tus amigos de ahí arriba? Porque a ellos son a los que mataré primero, mientras tu observas, hasta que me entere de lo que quiero saber.

Mark consideró la amenaza. No es que tuviera miedo de De Roquefort —curiosamente, no sentía ningún temor—. Era simplemente que quería saber también. Su padre había buscado durante años y no encontró nada. ¿Qué le había dicho el maestre a su madre sobre él? «No posee la decisión necesaria para terminar sus batallas». La solución a la búsqueda de su padre estaba a corta distancia.

—De acuerdo. Venga conmigo.

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—Está todo terriblemente oscuro aquí —le dijo Malone al hermano que parecía estar al frente—. ¿Le importa si pongo en marcha el generador y enciendo esas luces?

—Esperaremos a que el maestre regrese.

—Ellos van a necesitar esas luces aquí, y tardan unos minutos en encenderse. Su maestre quizás no esté dispuesto a esperar cuando las pida. —Confiaba en que la predicción podría afectar al juicio del hombre—. ¿A quién perjudica? Vamos sólo a montar unas luces.

—Conforme. Adelante.

Malone se retiró hacia donde estaban los demás.

—Se lo ha tragado. Instalémoslas.

Stephanie y Malone se dirigieron a uno de los juegos, mientras Henrik y Casiopea agarraban el otro. Los tubos consistían en dos lámparas reflectoras de halógeno encima de un trípode naranja. El generador era una pequeña unidad de gasolina. Situaron los trípodes en los extremos opuestos de la iglesia y dirigieron las bombillas hacia arriba. Los cables fueron conectados y tendidos hasta donde se encontraba el generador, cerca del altar.

Había una bolsa de herramientas al lado del generador. Casiopea estaba buscando en su interior cuando uno de los guardianes la detuvo.

—Necesito hacer un puente con los cables. No puedo usar clavijas para esta clase de amperaje. Sólo busco un destornillador.

El hombre vaciló, y luego retrocedió, con el arma a su costado, al parecer preparado. Casiopea buscó en la bolsa y con cuidado sacó el destornillador. A la luz de los fuegos, empalmó los cables que conducían al generador.

—Comprobemos las conexiones de las luces —le dijo a Malone.

Se dirigieron con paso indiferente hacia el primer trípode.

—Mi pistola de dardos está en la bolsa de herramientas —susurró ella.

—Supongo que son las mismas monadas que usó en Copenhague, ¿no?

Había mantenido los labios quietos, como los de un ventrílocuo.

—Hacen efecto deprisa. Y sólo necesito unos segundos para dispararlos.

Estaba jugueteando con el trípode, sin hacer realmente nada.

—¿Y de cuántos proyectiles dispone?

Ella pareció terminar lo que estaba haciendo.

—Cuatro.

Se dirigieron al otro trípode.

—Tenemos seis huéspedes.

—Los otros dos son problema suyo.

Se detuvieron ante el segundo trípode. Malone suspiró.

—Necesitaremos un momento de distracción para confundir a todo el mundo. Tengo una idea.

Se entretuvo con la parte trasera de las luces.

—Por fin.