LXI

De Roquefort se detuvo en la entrada de las ruinas e hizo un gesto a sus hombres para que se situaran a cada lado. El lugar parecía inquietantemente tranquilo. Ningún movimiento, ni una sola voz. Nada. El hermano Geoffrey se encontraba a su lado. Seguía preocupado por si le estuvieran tendiendo una trampa. Por eso había venido con potencia de fuego. Estaba encantado con la selección de los caballeros que había efectuado el consejo… Aquellos hombres eran algunos de los mejores de sus filas, luchadores experimentados de indiscutible valor y entereza… cosas ambas que muy bien podía necesitar.

Dirigió su mirada más allá de una pila de cascotes cubiertos de líquenes, profundizando en la derruida estructura, más allá de las briznas de la enhiesta hierba. La brillante cúpula del cielo sobre su cabeza se estaba apagando a medida que el sol se retiraba tras las montañas. La oscuridad no tardaría en caer. Y le preocupaba también el tiempo. Las turbonadas y la lluvia llegaban en verano sin previa advertencia en los Pirineos.

Hizo un gesto y sus hombres avanzaron entre peñascos y lienzos de pared derruidos. Descubrió un lugar de acampada entre tres trozos de pared. La leña había sido preparada para un fuego que aún había de ser encendido.

—Iré adentro —susurró Geoffrey—. Me están esperando.

De Roquefort comprendió lo prudente de aquel movimiento y asintió.

Geoffrey entró con calma en el espacio abierto y se acercó a la fogata. Seguía sin haber nadie allí. Entonces el joven desapareció entre las ruinas. Un momento después volvió a salir y les hizo una seña para que se acercaran.

De Roquefort les dijo a sus hombres que aguardaran y sólo él penetró en el claro. Ya había dado instrucciones a su lugarteniente de que atacara en caso necesario.

—En la iglesia sólo está Thorvaldsen —dijo Geoffrey.

—¿Qué iglesia?

—Los monjes excavaron una iglesia en la roca. Y ahora ellos han descubierto un portal bajo el altar que conduce a unas cuevas. Los demás están debajo explorando. Le he dicho a Thorvaldsen que iba a traer los suministros.

A De Roquefort le gustó lo que estaba oyendo.

—Quisiera encontrarme con Henrik Thorvaldsen.

Empuñando la pistola, siguió a Geoffrey a la cavidad parecida a un calabozo tallada en la roca. Thorvaldsen se encontraba de pie dándoles la espalda, mirando dentro de lo que antaño fuera un soporte para el altar.

El viejo se dio la vuelta cuando ellos se acercaban.

De Roquefort levantó el arma.

—Ni una palabra. O será la última.

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La tierra bajo los pies de Stephanie había cedido, y sus piernas se estaban hundiendo en una de las trampas que tanto había tratado de evitar. ¿En qué estaba pensando? Al ver las palabras grabadas en la roca y luego la verja de metal que esperaba ser abierta, comprendió que su marido había tenido razón. De modo que abandonó toda precaución y corrió hacia delante. Mark había tratado de detenerla. Ella le oyó gritar, pero era demasiado tarde.

Estaba ya cayendo.

Sus manos se levantaron en un intento de agarrarse, y se preparó para las púas de bronce, Pero entonces sintió que un brazo le rodeaba el pecho en un estrecho abrazo. Empezó a caer hacia atrás, hacía el suelo, contra el cual golpeó, mientras otro cuerpo amortiguaba su impacto.

Un segundo más tarde, silencio.

Mark yacía bajo ella.

—¿Estás bien? —preguntó Stephanie, rodando para apartarse de él.

Su hijo se levantó de la gravilla.

—Qué bien se sentían estas rocas contra mi espalda…

Sonaron unos pesados pasos en la oscuridad tras ellos, acompañados de dos conos de luz vacilante. Aparecieron Malone y Casiopea.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Malone.

—Me descuidé —dijo ella, poniéndose de pie y limpiándose el polvo.

Malone iluminó el agujero rectangular.

—Habría sido una caída sangrienta. Está lleno de púas, todas en buen estado.

Ella se acercó, bajó la mirada hacia la abertura, luego se dio la vuelta y le dijo a Mark.

—Gracias, hijo.

Mark se estaba frotando el cogote, tratando de aliviar el dolor de sus músculos.

—No ha sido nada.

—Malone —dijo Casiopea—. Eche una mirada.

Stephanie observó que Malone y Casiopea estudiaban el lema templario que ella y Mark habían encontrado.

—Me dirigía a esa puerta cuando se cruzó el agujero en mi camino.

—Dos de ellas —murmuró Malone—. En los extremos opuestos del corredor.

—¿Hay otra reja? —preguntó Mark.

—Con otra inscripción.

La mujer escuchó mientras Malone le contaba lo que habían hallado.

—Estoy de acuerdo con usted —dijo Mark—. Ese esqueleto tiene que ser nuestro mariscal perdido hace tanto tiempo. —Se sacó una cadena de debajo de su camisa—. Todos nosotros llevamos el medallón. Nos lo entregan en la ceremonia de iniciación.

—Aparentemente —dijo Malone—, los templarios se cubrían las espaldas y defendían su escondite. —Hizo un gesto hacia la trampa del suelo—. Y convertían en un desafío arriesgado el encontrarlo. El mariscal debería haber tenido más cuidado. —Malone se volvió hacia Stephanie—. Como deberíamos todos.

—Entiendo —dijo ella—. Pero, como usted a menudo me recuerda, yo no soy un agente de campo.

Él sonrió ante su sarcasmo.

—Vamos a ver lo que hay detrás de esa reja.

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De Roquefort apuntó con el corto cañón de su arma directamente a las arrugadas cejas de Henrik Thorvaldsen.

—Me han dicho que es usted uno de los hombres más ricos de Europa.

—Y a mí me han dicho que es usted uno de los más ambiciosos maestres de la memoria reciente.

—No debería usted escuchar a Mark Nelle.

—No lo he hecho. Fue su padre quien me lo dijo.

—Su padre no me conocía.

—Yo no diría eso. Lo estuvo usted siguiendo bastante tiempo.

—Lo cual resultó ser una pérdida de tiempo.

—¿Eso hizo más fácil matarlo?

—¿Eso es lo que usted piensa? ¿Que maté a Lars Nelle?

—A él y a Ernest Scoville.

—No sabe usted nada, viejo.

—Sé que usted es un problema. —Thorvaldsen hizo luego un gesto señalando a Geoffrey—. Y sé que él es un traidor a su amigo. Y a su orden.

De Roquefort observó cómo Geoffrey acusó el insulto. El desdén apareció en los pálidos ojos grises del joven, desapareciendo luego con la misma rapidez.

—Soy leal a mi maestre. Ése fue el juramento que hice.

—¿De modo que nos ha traicionado por su juramento?

—No espero que usted lo comprenda.

—En efecto, no lo comprendo, y jamás lo comprenderé.

De Roquefort bajó el arma, y luego hizo una señal a sus hombres. Éstos entraron en la iglesia, y él reclamó silencio con la mano. Hizo luego otras señas, y los hombres comprendieron instantáneamente que seis de ellos habían de situarse fuera y los otros distribuirse en círculo en el interior.

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Malone rodeó la trampa que Stephanie había dejado al descubierto y se acercó a la verja de metal. Los demás lo siguieron. Descubrió un candado suspendido de una cadena.

—Latón —dijo, acariciando la puerta—. Pero la verja es de bronce.

—El candado es un coeur-de-bras —dijo Casiopea—. Antaño fueron muy frecuentes en toda esta región para sujetar las cadenas de los esclavos.

Ninguno de ellos se movía para abrir la verja, y Malone sabía el motivo. Podía haber otra trampa esperando.

Con su bota, apartó suavemente la porquería y la gravilla bajo sus pies, y probó la solidez del suelo. Firme. Empleó la linterna para examinar el exterior de la verja. Dos bisagras de bronce sostenían el borde derecho. Iluminó con la linterna a través de la reja. El corredor torcía en ángulo recto a su derecha unos metros más adelante, y no se podía ver nada más allá de la curva. Estupendo. Probó la cadena y el candado.

—Este latón se conserva fuerte. No vamos a poder romperlo a golpes.

—¿Y qué me dice de cortarlo? —preguntó Casiopea.

—Eso funcionaría. Pero ¿con qué?

—Las cizallas que traje. Están en la bolsa de herramientas, arriba, junto al generador.

—Iré por ellas —dijo Mark.

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—¿Hay alguien ahí arriba?

Las palabras resonaron desde el interior del soporte vacío del altar y sorprendieron a De Roquefort. Entonces rápidamente se dio cuenta de que la voz era la de Mark Nelle. Thorvaldsen se movió para responder, pero De Roquefort agarró al encorvado viejo y aplicó una mano contra su boca antes de que pudiera emitir un sonido. Hizo entonces una señal a uno de los hermanos, el cual se precipitó hacia delante y cogió al danés, que no dejaba de patear, ayudando con la otra mano a sellar la boca de Thorvaldsen. A una señal de De Roquefort, el prisionero fue arrastrado hasta un rincón alejado de la iglesia.

—Respóndele —articuló con la boca a Geoffrey.

Ésta sería una interesante prueba de la lealtad de su reciente aliado.

Geoffrey se metió el arma en la cintura y se acercó al altar.

—Estoy aquí.

—Ya has vuelto. Bien. ¿Algún problema?

—Ninguno. Compré todo lo de la lista. ¿Qué está pasando ahí?

—Hemos encontrado algo, pero necesitamos unas cizallas. Están en la bolsa de herramientas, junto al generador.

Esperó a que Geoffrey se dirigiera al generador y sacara un par de cizallas.

¿Qué habrían encontrado?

Geoffrey arrojó la herramienta abajo.

—Gracias —dijo Mark Nelle—. ¿No bajas?

—Me quedo aquí con Thorvaldsen, y a montar guardia. Por si vienen huéspedes inesperados.

—Buena idea. ¿Dónde está Henrik?

—Desempaquetando lo que he traído y dejando listo el campamento para la noche. El sol casi se ha puesto. Iré a ayudarle.

—Podrías preparar el generador y desenredar los cables para los tubos de neón. Quizás los necesitemos dentro de poco.

—Me ocuparé de ello.

Geoffrey se demoró un momento y luego se alejó del altar y susurró:

—Se ha ido.

De Roquefort sabía lo que se tenía que hacer.

—Ya es hora de tomar el mando.

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Malone agarró las cizallas y rodeó con los dientes la cadena de latón. Apretó luego los mangos y dejó que la acción del muelle rompiera limpiamente el metal. Un chasquido indicó el éxito, y la cadena, junto con el cierre, se deslizó al suelo.

Casiopea recuperó ambas cosas.

—Hay museos en todo el mundo a los que les encantaría tener esto. Estoy segura de que no hay muchos que hayan sobrevivido en este estado.

—Y nosotros acabamos de cortarlo —dijo Stephanie.

—No había elección —dijo Malone—. Teníamos un poco de prisa. —Apuntó con la linterna a través de la reja—. Que todo el mundo se eche a un lado. Voy a abrir esta cosa lentamente. Parece que no hay peligro, pero uno nunca sabe.

Colocó las cizallas alrededor de la reja, y luego se echó él mismo a un lado utilizando la pared rocosa como protección. Los goznes estaban rígidos y tuvo que mover la reja adelante y atrás. Finalmente, la puerta se abrió.

Se disponía a abrir la marcha al interior cuando una voz gritó desde arriba:

—Señor Malone. Tengo a Henrik Thorvaldsen. Necesito que usted y sus compañeros suban. Ahora mismo. Les daré un minuto, y luego mataré de un tiro a este viejo.