LX

Malone observó cómo Stephanie, Mark y Casiopea bajaban por la escalera. Thorvaldsen se quedó en la superficie, esperando el regreso de Geoffrey, preparado para facilitar herramientas, si haría falta.

Mark quiso dejar las cosas claras.

—Hablo en serio cuando digo que los templarios fueron los primeros en preparar estas trampas. He leído relatos en las Crónicas sobre las técnicas que empleaban.

—Sólo hay que mantener los ojos bien abiertos —dijo Malone—. Si queremos encontrar lo que hay que encontrar, tenemos que mirar.

—Son más de las tres —advirtió Casiopea—. El sol se habrá puesto dentro de un par de horas. Ya hace bastante frío ahora. Después del crepúsculo el frío será intenso.

Su chaqueta mantenía cálido el pecho, pero les vendrían bien guantes y calcetines térmicos, que eran algunas de las cosas que Geoffrey había ido a buscar. Sólo la luz procedente del techo iluminaba el corredor que se extendía en ambas direcciones. Sin la linterna, Malone dudaba de que fuera capaz de ver un dedo cerca de su nariz.

—La luz del día no va a tener importancia. Todo es luz artificial aquí. Necesitamos que Geoffrey vuelva con la comida y la ropa de abrigo. Henrik —gritó—. Háganos saber cuándo regresa el buen hermano.

—Caza segura, Cotton.

Su mente barajaba cada vez más posibilidades.

—¿Qué piensan ustedes de esto? —preguntó a los demás.

—Esto podría formar parte de un horreum —dijo Casiopea—. Cuando los romanos gobernaron esta región, establecieron almacenes subterráneos para conservar mercancías perecederas. Una versión temprana del almacén refrigerado. Algunos han sobrevivido. Éste podría ser uno de ellos.

—¿Y los templarios supieron de su existencia? —quiso saber Stephanie.

—Ellos también los tenían —explicó Mark—. Lo aprendieron de los romanos. Lo que dice tiene sentido. Cuando De Molay le dijo a De Blanchefort que «se llevara el tesoro del Temple por anticipado», fácilmente pudo haber elegido un lugar así. Debajo de una anodina iglesia, en una abadía menor, sin ninguna relación con la orden.

Malone apuntó adelante con su linterna, luego dio la vuelta y dirigió el rayo en la otra dirección.

—¿Por dónde?

—Buena pregunta —dijo Stephanie.

—Usted y Mark vayan en esa dirección. Casiopea y yo iremos en la otra. —Pudo ver que ni a Mark ni a Stephanie les gustaba esa decisión—. No tenemos tiempo para que ustedes se peleen. Déjenlo estar de momento. Hagan su trabajo. Eso es lo que me dijo usted, Stephanie.

Ella no quería discutir con él.

—Tiene razón. Andando —le dijo a Mark.

Malone observó mientras ellos desaparecían en la negrura.

—Inteligente, Malone —susurró Casiopea—. Pero ¿le parece prudente mandar juntos a esos dos? Hay montones de cuestiones pendientes entre ellos.

—Nada como una pequeña tensión para hacer que se aprecien mutuamente.

—¿Eso es válido para nosotros también?

Malone apuntó con la linterna al rostro de la mujer.

—Vaya delante y averiguémoslo.

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De Roquefort y doce de los hermanos se acercaban a la abadía desde el sur. Habían evitado el pueblo de St. Agulous y aparcado sus vehículos un kilómetro antes, en el espeso bosque. Habían ido andando a través de un paisaje de maleza y roca rojiza. Sabían que toda la zona era como un imán para los entusiastas del campo. Verdes laderas y rojizos riscos los rodeaban, pero el camino estaba bien delimitado, quizás usado por los pastores de la zona para conducir las ovejas, y la senda los llevó hasta unos centenares de metros de las derruidas paredes y montañas de escombros que antaño habían sido un lugar de devoción.

Hizo detener a sus hombres y consultó el reloj. Eran cerca de las cuatro de la tarde. El hermano Geoffrey había dicho que regresaría al lugar al crepúsculo. Miró a su alrededor. Las ruinas estaban encaramadas sobre un promontorio rocoso a unos cien metros arriba. El coche de alquiler de Malone estaba aparcado en la ladera.

—Meteos entre los árboles para ocultaros —ordenó—. Y que nadie se deje ver.

Momentos más tarde, un Land Rover apareció por el inclinado sendero de gravilla y se detuvo junto al otro coche. Vio salir a Geoffrey del lado del conductor, y observó que el joven examinaba los alrededores, pero De Roquefort decidió no mostrarse, no estando seguro todavía de si se trataba de una trampa.

Geoffrey vaciló ante el Land Rover, luego abrió el portón trasero y sacó dos cajas. Agarrándolas, inició el camino de ascenso hacia la abadía. De Roquefort esperó a que pasara por su lado, luego salió al sendero y dijo:

—He estado esperando, hermano.

Geoffrey se detuvo y se dio la vuelta.

Una fría palidez cubría la demacrada cara del joven. El hermano no dijo nada, simplemente depositó las cajas en el suelo, buscó en su chaqueta y sacó una automática de nueve milímetros. De Roquefort reconoció el arma. La pistola, fabricada en Austria, era de una de las marcas almacenadas en el arsenal de la abadía.

Geoffrey metió un cargador.

—Entonces traiga a sus hombres y acabemos de una vez con esto.

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Una insoportable tensión borraba todo pensamiento de la mente de Malone. Éste iba siguiendo a Casiopea a medida que avanzaban lentamente por el pasaje subterráneo. El pasadizo tendría algo más de un metro cincuenta de ancho y casi dos metros y medio de alto, y las paredes estaban secas y eran irregulares. Cuatro metros y medio de dura tierra le separaban de la superficie. Los lugares cerrados no eran de su agrado. Casiopea, sin embargo, no parecía nerviosa. Malone había visto ese tipo de valor anteriormente en agentes que trabajaban mejor bajo extrema presión.

Andaba alerta ante más posibles trampas. Prestando especial atención a la gravilla que se extendía ante él. Siempre había encontrado divertido en las películas de aventuras que unas partes móviles de piedra y metal, supuestamente de centenares o miles de años de antigüedad, siguieran funcionando como si hubieran sido engrasadas el día anterior. El hierro y la piedra eran vulnerables al aire y el agua, su eficacia limitada. Pero el bronce era otra cuestión. Ese metal era duradero; había sido creado justamente por ese motivo. De manera que otras púas colocadas en el fondo de pozos podrían constituir un problema.

Casiopea se detuvo, su linterna enfocada unos tres metros más adelante.

—¿Qué pasa? —preguntó Malone.

—Eche una mirada.

Él sumó su cono de luz al de la mujer, y lo vio.

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Stephanie también aborrecía los espacios cerrados, pero no estaba dispuesta a confesarlo, especialmente a su hijo, que tan mal concepto tenía ya de ella. De manera que, para apartar de su cabeza esa incomodidad, preguntó:

—¿Cómo habrían almacenado los caballeros su tesoro aquí abajo?

—Transportándolo pieza a pieza. Nada los habría detenido, excepto la captura o la muerte.

—Debió de ser un gran esfuerzo.

—Les sobraba tiempo.

Ambos estaban atentos al terreno que tenían ante ellos, comprobando Mark el suelo antes de dar cada paso.

—Sus medidas de seguridad no habrían sido muy sofisticadas —dijo Mark—. Pero sí efectivas. La orden poseía cámaras subterráneas por toda Europa. La mayoría estaban vigiladas, amén de las trampas. Aquí, el secreto y las trampas tenían que hacer el trabajo sin guardianes. Lo último que hubieran deseado era llamar la atención hacia este lugar con algunos caballeros rondando por aquí.

—A tu padre le habría encantado. —Tenía que decirlo.

—Lo sé.

La luz de la linterna de Stephanie captó algo en la pared del pasaje, más adelante. Ella sujetó a Mark por el hombro y lo hizo detenerse.

—Mira.

Esculpidas en la roca había unas letras;

NON NOBIS DOMINE

NON NOBIS SED NOMINE TUO DARÉ GLORIAM

PAUPERES COMMILITONES CHRISTI TEMPLIQUE SALAMONIS

—¿Qué dice? —preguntó ella.

—Un poco libremente, «No por obra de nosotros, oh, Señor, no por obra de nosotros, sino en Tu nombre se da la gloria. Pobres Compañeros Soldados de Cristo y el Templo de Salomón». Es el lema templario.

—Así que es verdad. Es eso.

Mark no dijo nada.

—Que Dios me perdone —susurró ella.

—Dios tiene poco que ver con esto. El hombre creó ésta porquería, y al hombre le corresponde limpiarla. —Dirigió la luz más adelante por el pasaje—. Mira aquí.

Ella miró dentro del halo, y vio una reja de metal —una puerta— que daba a otro pasaje.

—¿Es ahí dónde está todo almacenado? —preguntó.

Sin esperar una respuesta, pasó por el lado de Mark, y había dado ya unos pasos cuando oyó que Mark gritaba:

—No.

Entonces el suelo se hundió.

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Malone contempló la visión iluminada por sus luces combinadas. Un esqueleto. Postrado en el suelo de la caverna, con los hombros, cuello y cráneo apoyados contra la pared.

—Acerquémonos —dijo.

Avanzaron un poquito con precaución, y Malone observó una ligera depresión en el suelo. Agarró a Casiopea por el hombro.

—Lo veo —dijo ella, deteniéndose—. Es largo. Tiene casi dos metros.

—Estos malditos pozos habrían sido invisibles en su época, pero la madera de debajo se ha debilitado lo suficiente para mostrarlos.

Se movieron en torno de la depresión, permaneciendo en terreno firme, y se acercaron al esqueleto.

—No queda nada más que los huesos —dijo ella.

—Mire el pecho. Las costillas. Rotas en algunos lugares. Cayó en esa trampa. Esas heridas son de las estacas.

—¿Quién es?

Algo captó su atención.

Malone se inclinó y descubrió una ennegrecida cadena de plata entre los huesos. La levantó. Del bucle colgaba un medallón. Lo enfoco con la linterna.

—El sello templario. Dos hombres sobre un único caballo. Representaba la pobreza individual. Vi un dibujo de esto en un libro hace unas cuantas noches. Apostaría algo a que se trata del mariscal que escribió el informe que hemos venido usando. Desapareció de la abadía en cuanto tuvo noticias de la solución del criptograma por el abate Gélis. Vino, averiguó la solución, pero no tuvo cuidado. Saunière probablemente encontró el cuerpo y simplemente lo dejó ahí.

—Pero ¿cómo habría averiguado nada Saunière? ¿Cómo resolvió el criptograma? Mark me dejó leer ese informe. Según Gélis, Saunière no había resuelto el rompecabezas que encontró en su iglesia, y Gélis sospechaba de él, de manera que no le dijo nada a Saunière.

»Eso suponiendo que lo que el mariscal escribió fuera cierto. O Saunière o el mariscal mataron a Gélis para impedir que el cura contara a nadie lo que había descifrado. Si fue el mariscal, lo que parece probable, entonces escribió el informe simplemente como una manera de borrar sus huellas. Una manera de que nadie pensara que dejaba la abadía para venir aquí y encontrar por su cuenta el Gran Legado. ¿Qué importaba que incluyera el criptograma? No hay manera de resolverlo sin la secuencia matemática.

Apartó la atención del muerto e iluminó con su linterna el pasaje.

—Mire eso.

Casiopea se puso de pie y ambos vieron una cruz de cuatro brazos iguales, ensanchados por sus extremos, esculpida en la roca.

—La cruz paté —dijo ella—. Que sólo se les permitía llevar a los templarios por un decreto papal.

Recordó más cosas de las que había leído en el libro templario.

—Las cruces eran rojas sobre un manto blanco, y simbolizaban la disposición a sufrir el martirio en la lucha contra los infieles.

Con su linterna siguió las letras escritas encima de la cruz:

PAR CE SIGNE TU LE VAINCRAS

—«Con este signo tú lo vencerás» —dijo, traduciendo—. Las mismas palabras de la iglesia de Rennes, encima de la pila de agua bendita de la puerta. Saunière las puso aquí.

—La declaración de Constantino cuando luchó por primera vez contra Majencio. Antes de la batalla, se dice que vio una cruz en el sol con esas palabras blasonadas debajo.

—Con una diferencia. Mark dijo que no había ningún le en la frase original. Sólo: «Con este signo tú vencerás».

—Tiene razón.

—Saunière insertó el le después de tu. En la posición trece y catorce de la frase. 1314.

—El año en que Jacques de Molay fue ejecutado.

—Parece que Saunière añadió un toque de ironía a su simbolismo, y fue de aquí de donde sacó la idea.

Buscó más profundamente en la oscuridad y vio que el pasaje terminaba a unos seis metros más adelante. Pero antes de eso, una verja de metal cerrada con una cadena y una aldabilla bloqueaba un camino que iba en otra dirección.

Casiopea lo vio también.

—Parece que lo encontramos.

Un estruendo llegó desde sus espaldas y alguien gritó.

—No.

Ambos se dieron la vuelta.