LIX

Malone se puso de pie y se dirigió al altar. A la luz de su linterna, había observado que no había ninguna junta de mortero bajo la losa superior. La disposición siete por nueve de las piedras del soporte había llamado su atención, y al arrodillarse vio la grieta.

Ya en el altar, se inclinó y acercó la luz.

—Esta losa no está fijada.

—No esperaría que lo estuviese. Es la gravedad lo que la mantiene en su lugar. Mírela. ¿Cuánto tiene eso? ¿Siete u ocho centímetros de grosor y más de un metro ochenta de largo?

—Bigou escondió su criptograma en la columna del altar en Rennes. Yo me preguntaba por qué había elegido ese particular escondite. Único, ¿no te parece? Para llegar a él, tenía que levantar la losa lo suficiente para dejar libre el perno de fijación, luego deslizar el frasco de vidrio en el nicho. Devuelves la losa a su sitio y tendrás un magnífico escondrijo. Pero hay más cosas. Bigou estaba mandando un mensaje. —Dejó a un lado la linterna—. Tenemos que mover esto.

Mark se fue a un extremo y Malone se situó en el otro. Agarrando ambos lados con sus manos, probaron a ver si la piedra se movía.

Lo hizo, aunque muy ligeramente.

—Tienes razón —dijo—. Está simplemente asentada ahí. No veo razón alguna para delicadezas. Empuja fuerte.

Juntos, movieron la piedra de un lado a otro, y luego la deslizaron lo suficiente para hacer que la gravedad la hiciera caer al suelo.

Malone contempló la abertura rectangular que habían dejado al descubierto, y todo lo que vio fue unas piedras sueltas.

—Esto está lleno de piedras —dijo Mark.

Malone sonrió.

—Claro. Saquémoslas.

—¿Para qué?

—Si tu fueras Saunière y no quisieras que nadie te siguiera la pista, esa losa de mármol es un buen objeto para disuadir. Pero estas piedras serían incluso mejores. Como tú me dijiste ayer, tenemos que pensar como lo hacía la gente hace cien años. Mira a tu alrededor. Nadie vendría aquí a buscar el tesoro. Esto sólo es un montón de ruinas. ¿Y quién hubiera desmontado este altar? Lo que sea lleva aquí siglos sin que nadie haya venido a buscarlo. Pero si alguien hiciera todo eso, ¿por qué no pensar en otra línea de defensa?

El soporte rectangular se encontraba a unos noventa centímetros del suelo, y rápidamente sacaron las piedras. Diez minutos más tarde, el soporte estaba vacío. El fondo estaba lleno de suciedad.

Malone saltó al interior y le pareció que detectaba una ligera vibración. Se inclinó y tanteó con los dedos. El reseco suelo tenía la consistencia de la arena del desierto. Mark alumbró con la linterna mientras él sacaba la tierra a puñados. A unos quince centímetros de profundidad tropezó con algo. Escarbó con ambas manos basta abrir un agujero de treinta centímetros de anchura, y descubrió unas planchas de madera.

Levantó la mirada y sonrió.

—¿No es estupendo tener razón?

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De Roquefort entró como una exhalación en la sala y se enfrentó a su consejo. Había ordenado apresuradamente una reunión de los dignatarios de la orden después de terminar su conversación telefónica con Geoffrey.

—El Gran Legado ha sido encontrado —anunció.

El asombro se apoderó de los rostros de los reunidos.

—El antiguo senescal y sus aliados han localizado el escondite. Tengo a un hermano infiltrado entre ellos como espía. Acaba de informar de su éxito. Es hora de reclamar nuestra herencia.

—¿Qué se propone usted? —preguntó uno de ellos.

—Tomaremos un contingente de caballeros y los capturaremos.

—¿Más derramamiento de sangre? —preguntó el capellán.

—No, si la operación se lleva a cabo con cuidado.

El capellán no parecía muy impresionado.

—El antiguo senescal y Geoffrey, quien al parecer es su aliado, ya que no sabemos de ningún otro hermano que esté con ellos, han matado ya a dos de los nuestros. No hay razón alguna para suponer que no seguirán disparando.

Ya estaba harto de sus palabras.

—Capellán, ésta no es una cuestión de fe. Su consejo no es necesario.

—La seguridad de los miembros de esta orden es responsabilidad de todos nosotros.

—¿Y se atreve usted a decir que yo no pienso en la seguridad de la orden? —Hizo que su voz se elevara—. ¿Cuestiona usted mi autoridad? ¿Está objetando mi decisión? Responda, capellán. Quiero saberlo.

Si el veneciano se sentía intimidado, nada en su actitud dejaba entreverlo. En vez de ello, dijo simplemente:

—Usted es mi maestre. Le debo lealtad… en lo que sea.

No le gustó a De Roquefort aquel tono insolente.

—Pero, maestre —continuó el capellán—, ¿no fue usted quien dijo que todos nosotros deberíamos tomar parte en las decisiones de esta magnitud? —Algunos de los otros hermanos asistieron con la cabeza—. ¿No le dijo usted a la hermandad reunida en cónclave que trazaría usted un nuevo derrotero?

—Capellán, vamos a emprender la mayor misión que esta orden ha llevado a cabo durante siglos. No tengo tiempo de discutir con usted.

—Pensaba que cantar las alabanzas de nuestro Dios y Señor era nuestra misión más grande. Y eso es una cuestión de fe, de lo cual estoy calificado para hablar.

Se le terminó la paciencia.

—Queda usted destituido.

El capellán no se movió. Ninguno de los otros dijo una palabra.

—Si no se marcha usted inmediatamente, haré que lo detengan y lo traigan ante mí más tarde para su castigo. —Hizo una pausa—. Que no resultará agradable.

El capellán se puso de pie y se tocó la cabeza.

—Me marcharé. Como usted manda.

—Ya hablaremos más tarde. Se lo aseguro.

Esperó a que el capellán saliera, y entonces les dijo a los demás:

—Hemos buscado nuestro Gran Legado durante mucho tiempo. Ahora está a nuestro alcance. Lo que ese depósito contiene no pertenece a nadie más que a nosotros. Nuestra herencia está allí. Yo trato de reclamar lo que es nuestro. Doce caballeros me ayudarán. Os dejaré que vosotros mismos seleccionéis a esos hombres. Tened a vuestros elegidos completamente armados y reunidos en el gimnasio dentro de una hora.

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Malone llamó a Stephanie y a Casiopea y les dijo que trajeran la pala que habían descargado del Land Rover. Ellas aparecieron junto con Henrik, y entraron en la iglesia. Malone explicó lo que él y Mark habían hallado.

—Chico listo —le dijo Casiopea.

—Bueno, tengo mis momentos.

—Tenemos que sacar el resto de ésa porquería de ahí —dijo Stephanie.

—Alárgueme la pala.

Empezó a quitar la tierra. Unos minutos más tarde, salieron a la luz tres ennegrecidas planchas de madera. La mitad estaban unidas con tiras de metal. La otra mitad formaba una puerta engoznada que se abría hacia arriba.

Se inclinó y acarició suavemente el metal.

—El hierro está corroído. Estas bisagras ya no sirven. Un centenar de años las han afectado.

—¿Qué quiere usted decir con «un centenar de años»? —quiso saber Stephanie.

—Saunière construyó esa puerta —dijo Casiopea—. La madera está en bastante buen estado; no tiene siglos de existencia. Y parece haber sido cepillada hasta darle un suave acabado, que no es algo que uno suela ver en la madera medieval. Saunière había de tener una manera fácil de entrar y salir. De manera que cuando halló esta entrada, reconstruyó la puerta.

—Estoy de acuerdo —dijo Malone—. Y eso explica cómo pudo manejar esa pesada losa de piedra. Simplemente la apartaba a medias, quitaba las piedras sobre la puerta, bajaba y luego lo volvía a poner todo en su sitio cuando había terminado. Por todo lo que sé sobre él, estaba en buena forma. Y era condenadamente listo.

Metió la pala en el hueco del borde y haciendo palanca subió la puerta. Mark alargó la mano y la sujetó. Malone arrojó a un lado la pala y juntos liberaron la escotilla de su marco, dejando al descubierto un gran orificio.

Thorvaldsen miró en su interior.

—Asombroso. Éste podría ser realmente el lugar.

Stephanie alumbró la abertura con la linterna. Una escalera aparecía apoyada contra una de las paredes de piedra.

—¿Qué piensa usted? ¿Resistirá?

—Hay una manera de averiguarlo.

Malone extendió una pierna y suavemente aplicó su peso sobre el primer travesaño. La escalera estaba fabricada con madera gruesa, que él esperaba que siguiera unida con clavos. Vio algunas cabezas oxidadas. Apretó un poco más, agarrándose por si cedía. Pero el escalón aguantó. Colocó el otro pie en la escalera y probó un poco más.

—Creo que resistirá.

—Yo soy más liviana —dijo Casiopea—. Me encantaría bajar la primera.

Él sonrió.

—Si no le importa, yo tendré el honor.

—Lo ve, yo tenía razón —dijo ella—. Usted lo deseaba.

Sí, lo deseaba. Lo que pudiera haber abajo le estaba llamando, como la búsqueda de libros raros a través de oscuras estanterías. Nunca sabías lo que podías encontrar.

Agarrándose todavía, descendió hasta el segundo peldaño. Habría una separación entre ellos de cuarenta y cinco centímetros. Tranquilamente trasladó sus manos a la parte superior de la escalera y descendió otro.

—La impresión es buena —dijo.

Siguió bajando, probando cuidadosamente cada escalón. Por encima de él, Stephanie y Casiopea trataban de penetrar la oscuridad con sus linternas. En el halo de sus dos luces combinadas, Malone vio que había llegado al pie de la escalera. El siguiente paso ya lo daría en el suelo. Todo estaba cubierto de una fina gravilla y piedras del tamaño de puños y cráneos.

—Échenme una linterna —dijo.

Thorvaldsen dejó caer hacia él una de las luces. Malone la cogió y paseó el rayo de luz alrededor. La escalera tendría unos cuatro metros y medio desde el suelo hasta el techo. Vio que la salida se encontraba en el centro de un corredor natural, algo que millones de años de lluvia y deshielos habían forjado a través de la arenisca. Sabía que los Pirineos estaban acribillados de cuevas y túneles.

—¿Por qué no baja de un salto? —preguntó Casiopea.

—Es demasiado fácil. —Estaba alerta a un escalofrío que había sentido en la base de su espalda, algo que no se debía solamente al aire frío—. Dejen caer una de esas piedras por el agujero.

Se situó fuera de la trayectoria.

—¿Listo? —preguntó Stephanie.

—Dispare.

La roca pasó por la abertura. Él siguió su caída y observó cómo golpeaba en el suelo, y luego seguía su camino.

Las luces iluminaron el lugar del impacto.

—Tenía usted razón —reconoció Casiopea—. Ese agujero estaba justo debajo de la superficie para alguien que saltara de la escalera.

—Dejen caer algunas rocas más a su alrededor y busquemos terreno firme.

Llovieron cuatro piedras más que golpearon el suelo con un ruido sordo. Supo entonces adónde saltar, de manera que se soltó de la escalera y utilizó la linterna para examinar la trampa. La cavidad era un cuadrado de casi un metro de lado y tendría al menos noventa centímetros de profundidad. Buscó dentro y recogió algunos trozos de la madera que había cubierto la parte superior del agujero. Los bordes eran machihembrados, y las tablas lo bastante finas para romperse bajo el peso de un hombre, pero suficientemente gruesas para sostener una capa de limo y grava. En el fondo del agujero se veían largas púas de metal, bien afiladas, ensanchadas por la base, esperando cazar a algún intruso confiado. El tiempo había empañado su pátina, pero no su eficacia.

—Saunière era muy serio —dijo.

—Podría ser una trampa templaría —señaló Mark—. ¿Es latón?

—Bronce.

La orden dominaba el arte de la metalurgia. Latón, bronce, cobre… se usaba todo. La Iglesia prohibía la experimentación científica, pero aprendieron cosas de los árabes.

—La madera de la parte superior no puede tener setecientos años de antigüedad —dijo Casiopea—. Saunière debía de haber reparado las defensas templarias.

No era lo que deseaba oír.

—Eso significa que ésta es probablemente sólo la primera de una serie de múltiples trampas.