LVIII

Malone rastreó con la linterna el interior de la iglesia, buscando más pistas en las paredes de roca. Habían descargado todo el equipo que Casiopea había traído. Stephanie y Casiopea se encontraban fuera, montando un campamento. Henrik se había ofrecido voluntariamente para buscar leña. Malone y Mark regresaron al interior para ver si habían pasado algo por alto.

—Esta iglesia lleva vacía mucho tiempo —dijo Mark—. Trescientos años, dijo el cura del pueblo.

—Debió de haber sido notable en su época.

—Este tipo de construcción no es infrecuente. Hay iglesias excavadas en la roca por todo el Languedoc. En Vals, cerca de Carcasona, existe una de las más famosas. Está en buen estado. Y conserva frescos. Todas las iglesias de esta región estaban pintadas. Era la moda. Por desgracia, muy poco de ese arte sobrevivió gracias a la Revolución.

—Debe de haber sido duro vivir aquí.

—Los monjes eran una raza muy rara. No tenían periódicos, radio, televisión, música, teatro. Sólo algunos libros y los frescos de la iglesia como entretenimiento.

Malone continuaba examinando la casi teatral oscuridad que le rodeaba, rota solamente por una gredosa luz que iba desapareciendo y que coloreaba los escasos detalles como si hubiera caído una gruesa capa de nieve en el interior.

—Hemos de suponer que el criptograma del informe del mariscal es auténtico —declaró Mark—. No hay ninguna razón para pensar que no lo sea.

—Excepto que el mariscal desapareció poco después de archivar ese informe.

—Siempre he creído que ese mariscal estaba obsesionado, como De Roquefort. Creo que iba tras el tesoro. Debió de haber tenido noticias de la historia del secreto familiar de los De Blanchefort. Esa información, y el hecho de que el abate Bigou pueda haber conocido el secreto, ha formado parte de nuestras Crónicas durante siglos. El mariscal quizás supuso que Bigou había dejado ambos criptogramas y que éstos conducían al Gran Legado. Siendo un hombre ambicioso, trató de obtenerlo por su cuenta.

—Entonces, ¿por qué registró el criptograma?

—¿Y eso qué importaba? Él tenía la solución, que el abate Gélis le facilitó. Nadie más tenía la más mínima idea de lo que significaba. Así que, ¿por qué no archivar el informe y demostrar a tu maestre que habías estado trabajando?

—Siguiendo esta línea de pensamiento, el mariscal pudo haber matado a Gélis y simplemente regresado y registrado posteriormente lo que había pasado como una manera de borrar sus huellas.

—Eso es totalmente posible.

Malone se acercó a las letras —prier en venir— garabateadas en la pared.

—Nada más sobrevivió aquí —murmuró.

—Eso es cierto. Lo cual es una vergüenza. Hay montones de nichos, y todos habrían contenido estatuas. Combinado con los frescos, éste hubiera sido antaño un lugar bellamente decorado.

—¿Y cómo consiguieron sobrevivir estas tres palabras?

—Apenas lo han conseguido.

—Lo suficiente —dijo, pensando que tal vez Bigou había intervenido en ello.

Recordó nuevamente la lápida sepulcral de Marie de Blanchefort. La flecha de dos puntas y prÆ-cum. «Se ruega venir». Miró fijamente al suelo y a la disposición siete por nueve.

—En el pasado debió de haber habido bancos aquí, ¿no?

—Claro. De madera. Desaparecidos hace tiempo.

—Si Saunière se enteró de la solución del criptograma por Gélis o lo resolvió él mismo…

—El mariscal dice en su informe que Gélis no confiaba en Saunière.

Malone negó con la cabeza.

—Eso podía ser más información errónea por parte del mariscal. Saunière evidentemente dedujo algo sin que el mariscal lo supiera. Así que supongamos que encontró el Gran Legado. Por todo lo que sabemos, Saunière retornó a él muchas veces. Me contó usted en Rennes que él y su amante salían de la población, y luego regresaban con rocas para la gruta que estaban construyendo. Podían haber venido aquí a retirar fondos de su banco privado.

—En tiempos de Saunière, esa excursión hubiera sido fácil en tren.

—De modo que habría necesitado poder acceder al escondite, aunque al mismo tiempo manteniendo en secreto su ubicación.

Levantó la mirada nuevamente hacia las letras, prier en venir. «Se ruega venir».

Luego se arrodilló.

—Tiene sentido. Pero ¿qué ve usted desde ahí que yo no veo desde aquí? —preguntó Mark.

Su mirada recorrió la iglesia. No quedaba nada dentro excepto el altar, a unos seis metros de distancia. La losa que lo cubría tendría unos siete u ocho centímetros de espesor, y estaba sostenida por un soporte rectangular modelado en bloques de granito. Contó los bloques de una fila horizontal. Nueve. Luego contó el número verticalmente. Siete. Alumbró con la linterna las piedras cubiertas de líquenes. Gruesas líneas onduladas de mortero seguían allí. Siguió varias de las líneas con la luz, luego dirigió el rayo hacia la parte de abajo de la losa de granito.

Y lo vio. Ahora sabía.

«Se ruega venir».

Inteligente.

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De Roquefort no estaba escuchando el parloteo del tesorero. Algo sobre el presupuesto y los excedentes de la abadía. Ésta había sido fundada con una donación que ascendía a millones de euros, unos fondos adquiridos hacía mucho tiempo y que eran religiosamente mantenidos para garantizar que la orden nunca tendría problemas económicos. La abadía era casi autosuficiente. Sus campos, granjas y panadería producían la mayor parte de sus necesidades. Su lagar y su vaquería generaban gran parte de lo que bebían. Y el agua manaba en tanta abundancia que era conducida por tuberías al valle, donde era embotellada y vendida a toda Francia. Por supuesto, mucho de lo que necesitaba para completar las comidas y el mantenimiento tenía que ser comprado. Pero los ingresos procedentes de la venta del vino y el agua, junto con los que aportaban los visitantes, proporcionaban con creces los recursos necesarios. De manera que, ¿qué era todo aquello sobre excedentes?

—¿Necesitamos dinero? —preguntó bruscamente, interrumpiendo a su interlocutor.

—En absoluto, maestre.

—Entonces, ¿por qué me está usted molestando?

—El maestre debe ser informado de todas las decisiones monetarias.

Aquel idiota tenía razón. Pero no quería que le molestaran. Sin embargo, el tesorero podía servir de ayuda.

—¿Ha estudiado usted nuestra historia financiera?

La pregunta pareció pillar desprevenido al hombre.

—Desde luego, maestre. Es algo que se exige a todo tesorero. Yo estoy actualmente enseñando a los que están a mis órdenes.

—En la época de la Purga, ¿cuál era nuestra riqueza?

—Incalculable. La orden poseía más de mil propiedades, y es imposible calcular el valor de todo eso.

—¿Y nuestra riqueza líquida?

—De nuevo, es difícil decirlo. Había dinares de oro, monedas bizantinas, florines de oro, dracmas, marcos, junto con plata y oro sin acuñar. De Molay llegó a Francia en 1306 con doce monturas cargadas de plata sin acuñar que nunca fueron contabilizadas. Luego está la cuestión de los artículos que tenían en depósito.

De Roquefort sabía a qué se refería el hombre. La orden había sido la iniciadora de los depósitos de seguridad, guardando testamentos y documentos preciosos de hombres adinerados, juntamente con joyas y otros artículos personales. Su reputación de honradez había sido impecable, lo que permitió que el servicio prosperase en toda la Cristiandad… Todo ello, por supuesto, a cambio de unos emolumentos.

—Los artículos que se guardaban —dijo el tesorero— se perdieron en la Purga. Los inventarios estaban con nuestros archivos, que desaparecieron también. De manera que no hay forma de estimar lo que se guardaba. Pero se puede decir con seguridad que la riqueza total equivaldría a miles de millones de euros de hoy.

Tenía noticia de los carros de heno acarreados hacia el sur por cuatro hermanos elegidos y su líder, Gilbert de Blanchefort, que había recibido instrucciones, primero de no informar a nadie de su escondite y, segundo, de asegurarse de que lo que sabía era «transmitido a otros de la manera apropiada». De Blanchefort realizó bien su trabajo. Habían trascurrido setecientos años, y la ubicación seguía siendo un secreto.

¿Qué era tan valioso que Jacques de Molay había ordenado que se guardara en secreto con tan complicadas precauciones?

Venía dando vueltas a la respuesta a esta pregunta treinta años.

El teléfono que llevaba en su sotana vibró, lo cual le pilló por sorpresa.

Por fin.

—¿Qué pasa, maestre? —preguntó el tesorero.

De Roquefort recobró el dominio de sí mismo.

—Déjeme ahora.

El hombre se levantó de la mesa, se inclinó y luego se retiró. De Roquefort descolgó el teléfono y dijo:

—Espero que esto no sea una pérdida de tiempo.

—¿Cómo puede ser la verdad una pérdida de tiempo?

Instantáneamente reconoció la voz.

Geoffrey.

—¿Y por qué habría de creer ninguna palabra que dijeras tú? —preguntó.

—Porque es usted mi maestre.

—Tu lealtad era hacia mi predecesor.

—Mientras él respiraba, eso fue cierto. Pero después de su muerte, mi juramento con la hermandad exige que sea leal con quien sea que lleve el manto blanco…

—Incluso aunque no te guste ese hombre.

—Creo que usted hizo lo mismo durante muchos años.

—¿Y atacar a tu maestre es una muestra de tu lealtad?

No había olvidado el golpe en la sien con la culata del arma antes de que Geoffrey y Mark Nelle escaparan de la abadía.

—Una demostración necesaria ante el senescal.

—¿Dónde has conseguido este teléfono?

—El antiguo maestre me lo dio. Iba a ser útil durante nuestra excursión más allá de los muros. Pero yo decidí darle un uso diferente.

—Tú y el maestre lo planeasteis bien.

—Era importante para él que tuviéramos éxito. Por eso envió el diario a Stephanie Nelle. Para involucrarla.

—Ese diario no tiene valor.

—Así me han dicho. Pero ésa fue una información nueva para mí. No me enteré hasta ayer.

De Roquefort preguntó lo que quería saber.

—¿Han resuelto el criptograma? ¿El del informe del mariscal?

—Cierto, lo han hecho.

—Bueno, dime, hermano. ¿Dónde estás?

—En St. Agulous. En la abadía en ruinas justo al norte del pueblo. No lejos de usted.

—¿Y nuestro Gran Legado está ahí?

—Aquí es adonde conducen todas las pistas. Ellos están, en este momento, trabajando para encontrar el escondite. A mí me enviaron a Elne por provisiones.

De Roquefort estaba empezando a creer en el hombre que se encontraba al otro extremo de la línea. Pero no sabía si era por desesperación, o por una correcta apreciación.

—Hermano, te mataré si esto es una mentira.

—No dudo de esa declaración. Ya ha matado usted antes.

Sabía que no debía, pero tenía que preguntar.

—¿Y a quién he matado?

—Probablemente fue usted responsable de la muerte de Ernest Scoville. ¿Y de Lars Nelle? Eso es más difícil de determinar, al menos por lo que me dijo el antiguo maestre.

Quería sondear más, pero sabía que todo interés que mostrara no sería más que una tácita admisión, de manera que dijo simplemente:

—Tú deliras, hermano.

—Me han dicho cosas peores.

—¿Cuál es tu motivo?

—Quiero ser caballero. Usted es quien toma esa decisión. En la capilla, hace unas noches, cuando arrestó usted al senescal, dejó claro que eso no iba a pasar. Decidí entonces que tomaría un camino diferente… un camino que no le gustaría al antiguo maestre. De manera que seguí adelante. Me enteré de lo que pude. Y esperé hasta poder ofrecerle lo que usted realmente quería. A cambio, pediría sólo el perdón.

—Si lo que dices es verdad, lo tendrás.

—Volveré a las ruinas dentro de poco. Ellos tienen pensado acampar allí esta noche. Ya ha visto usted que tienen recursos, tanto individual como colectivamente. Aunque jamás me atrevería a anteponer mi juicio al suyo, yo recomendaría una acción decisiva.

—Puedo asegurarte, hermano, que mi respuesta será de lo más decisiva.