Abadía des Fontaines.
11:40 am.
De Roquefort miró por encima de la mesa al capellán. El cura le había estado esperando cuando regresó a la abadía desde Givors. Lo que era estupendo. Después de su confrontación del día anterior, también él necesitaba hablar con el italiano.
—No vuelva usted a cuestionarme —dejó claro de entrada.
Poseía la autoridad para destituir al capellán si, tal como la regla establecía, «provocaba alborotos o era más un estorbo que una ventaja».
—Es mi tarea ser su conciencia. Los capellanes han servido a los maestres de esa manera desde el inicio.
Lo que no se decía era el hecho de que toda decisión de destituir al capellán tenía que ser aprobada por la hermandad. Lo cual podía resultar difícil, ya que aquel hombre era popular. De manera que aflojó un poco.
—No me desafiará usted ante los hermanos.
—Yo no le estoy desafiando. Me he limitado a señalar que las muertes de dos hombres pesan mucho en todas nuestras mentes.
—¿Y no en la mía?
—Debe usted andar con tiento.
Estaban sentados detrás de la cerrada puerta de su cámara, con la ventana abierta, por lo que podía oír el suave rugido de la distante cascada.
—Ese planteamiento no nos ha llevado a ninguna parte.
—Se dé usted cuenta, o no, esos hombres que murieron han socavado su autoridad. Corren ya rumores, y sólo lleva usted de maestre unos días.
—No toleraré la disensión.
Una triste pero tranquila sonrisa afloró a los labios del capellán.
—Habla usted como el hombre al que supuestamente se oponía. ¿Qué ha cambiado? ¿Le ha afectado tanto la huida del senescal?
—Ya no es senescal.
—Desgraciadamente, es el único nombre por el que lo conozco. Usted al parecer sabe mucho más.
Pero De Roquefort se preguntó si el cauteloso veneciano que se sentaba ante él estaba siendo veraz. Había oído rumores, también, de que el capellán estaba bastante interesado en lo que el maestre hacía. Mucho más de lo que cualquier consejero espiritual necesitaba. Se preguntó si aquel hombre, que declaraba ser su amigo, se estaba posicionando para más cosas. A fin de cuentas, él había hecho lo mismo años atrás.
Deseaba realmente hablar sobre su dilema, explicar lo que había pasado, lo que él sabía, buscar alguna clase de guía, pero compartir eso con alguien sería temerario. Ya era difícil tratar con Claridon, pero al menos él no formaba parte de la orden. En cambio este hombre era totalmente diferente. Estaba en situación de convertirse en un enemigo potencial. De manera que expresó lo evidente.
—Estoy buscando el Gran Legado, y estoy a punto de localizarlo.
—Pero al precio de dos muertes.
—Muchos han muerto por lo que creemos —dijo, alzando la voz—. Durante los dos primeros siglos de nuestra existencia, veinte mil hermanos dieron su vida. El que mueran dos más es insignificante.
—La vida humana tiene mucho más valor ahora que entonces.
Observó que la voz del capellán había bajado hasta convertirse en un susurro.
—No, el valor es el mismo. Lo que ha cambiado es nuestra falta de dedicación.
—Esto no es una guerra. No hay infieles ocupando Tierra Santa. Estamos hablando de encontrar algo que lo más probable es que no exista.
—Está usted blasfemando.
—Digo la verdad. Y usted lo sabe. Piensa que encontrar nuestro Gran Legado lo cambiará todo. No cambiará nada. Aún le queda cultivar el respeto de todos los que le sirven.
—Hacer lo que he prometido generará ese respeto.
—¿Ha meditado usted bien sobre esta búsqueda? No es tan simple como piensa. Las consecuencias ahora son mucho mayores de lo que lo eran en el Inicio. El mundo ya no es analfabeto e ignorante. Tiene usted que enfrentarse a muchas más cosas que los hermanos de entonces. Desgraciadamente para usted, no existe ninguna mención a Jesucristo en ningún relato histórico griego, romano o judío. Ni una sola referencia en ningún fragmento de la literatura que nos ha llegado. Sólo el Nuevo Testamento. A eso se limita la suma entera de hechos relativos a su existencia. ¿Y eso por qué? Usted sabe la respuesta. Si Jesús vivió realmente, predicó su mensaje en lo más parecido al anonimato. Nadie le prestaba mucha atención en Judea. A los romanos les daba igual, con tal que no incitara a la rebelión. Y los judíos hicieron poco más que discutir entre ellos, cosa que convenía a los romanos. Jesús llegó y se fue. Tuvo poca importancia. Sin embargo, atrae la atención de miles de millones de seres humanos. El cristianismo es la más grande religión del mundo. Y Él es, en todos los sentidos, su Mesías. El Señor resucitado. Y nada de lo que usted pueda encontrar cambiará eso.
—¿Y si sus huesos están ahí?
—¿Cómo sabría usted que son sus huesos?
—¿Cómo lo supieron aquellos nueve caballeros originales? Y mire lo que han realizado. Reyes y reinas se inclinaban ante su voluntad. ¿Qué otra cosa podría explicar eso si no era lo que ellos sabían?
—¿Y usted piensa que ellos compartieron ese conocimiento? ¿Qué es lo que ellos hacían? ¿Mostrar los huesos de Cristo a cada rey, a cada donante, a cada uno de los fieles?
—No tengo ni idea de lo que hacían. Pero fuera cual fuese su método, se demostró efectivo. Los hombres acudían en masa a la orden, deseando formar parte de ella. Las autoridades seculares buscaban sus favores. ¿Por qué no puede ocurrir eso de nuevo?
—Puede. Sólo que no de la manera que usted piensa.
—Eso me hiere. Por todo lo que hicimos por la Iglesia. Veinte mil hermanos, seis maestres, todos muertos defendiendo a Jesucristo. El sacrificio de los Caballeros Hospitalarios no se puede ni comparar. Sin embargo, no hay ni un solo templario santo, y, en cambio, hay muchos hospitalarios canonizados. Quiero reparar esa injusticia.
—¿Y cómo es eso posible? —El capellán no esperó a que le contestara—. Lo que es no cambiará.
De Roquefort recordó la nota, la respuesta ha sido hallada. Y el teléfono descansaba en su bolsillo, llamaré antes de la puesta de sol para informarle. Sus dedos acariciaron suavemente el bulto del teléfono móvil en el bolsillo de su pantalón. El capellán seguía hablando, murmurando más cosas sobre «la búsqueda de nada». Royce Claridon seguía en los archivos, investigando.
Pero sólo un pensamiento ocupaba su mente.
¿Por qué no sonaba el teléfono?
—Henrik —exclamó Malone—. Esto ya es demasiado.
Acababa de escuchar la explicación de Mark de que las ruinas de la cercana abadía pertenecían a Thorvaldsen. Se encontraban entre los árboles, a ochocientos metros de St. Agulous, donde habían aparcado y aguardado.
—Cotton, yo no tenía ni idea de que fuera el dueño de esa propiedad.
—¿Tenemos que creer eso? —preguntó Stephanie.
—Me importa un bledo si me cree usted o no. No sabía nada de esto hasta hace unos momentos.
—¿Y cómo lo explica entonces? —preguntó Malone.
—No puedo explicarlo. Lo único que puedo decir es que Lars me pidió prestados ciento cincuenta mil dólares antes de morir. Nunca dijo para qué era ese dinero, y yo no se lo pregunté.
—¿Simplemente le dio ese dinero sin hacer preguntas? —quiso saber Stephanie.
—Lo necesitaba. Así que se lo di. Confiaba en él.
—El cura del pueblo dijo que el comprador adquirió la propiedad al gobierno regional. Se estaban desprendiendo de las ruinas, y tenían pocos compradores, pues éstas se encuentran allí arriba, en las montañas, y en malas condiciones. Fueron vendidas en subasta aquí, en St. Agulous. —Mark se encaró ahora con Thorvaldsen—. Usted fue el postor más alto. El cura conocía a papá y dijo que él fue el único que pujó.
—Entonces Lars contrató a alguien para que lo hiciera en su nombre, porque no fui yo. Luego puso la propiedad a mi nombre para encubrirlo. Lars era bastante paranoico. Si yo hubiera sido el dueño de la propiedad y lo hubiera sabido, lo habría dicho anoche.
—No necesariamente —murmuró Stephanie.
—Mire, Stephanie. No le tengo miedo a usted ni a ninguno de los demás. No tengo por qué dar explicaciones. Pero les considero a todos ustedes amigos míos, y de ser el dueño de la propiedad, y haberlo sabido, se lo hubiera dicho.
—¿Por qué no suponemos que Henrik está diciendo la verdad? —sugirió Casiopea. Había estado extrañamente callada durante la discusión—. Y subimos allí. Oscurece pronto en estas montañas. Yo, por lo menos, quiero ver lo que hay allí.
Malone se mostró de acuerdo.
—Tiene razón, vayamos. Podemos discutir esto más tarde.
El trayecto hasta la cima llevó unos quince minutos y requirió esfuerzo mental y físico. Siguieron la dirección marcada por el abate, y finalmente divisaron el desmoronado priorato, descansando sobre una aguilera, su destruida torre flanqueada por un inmisericorde precipicio. El camino terminaba a unos ochocientos metros de las ruinas, y la excursión, a lo largo de un tramo de descarnada roca salpicada de tomillo, bajo un dosel de grandes pinos, llevó otros diez minutos.
Entraron en el lugar.
Los signos de abandono aparecían por todas partes. Las gruesas paredes estaban desnudas, y Malone deslizó sus dedos por el granito esquistoso gris-verdoso, cada piedra extraída de las montañas y trabajada con fiel paciencia por manos antiguas. Lo que debía de haber sido una gran galería se abría al cielo, con columnas y capiteles que siglos de intemperie y luz solar habían empañado hasta hacerlos irreconocibles. El musgo, líquenes anaranjados y una tiesa hierba gris cubrían el suelo, cuya piedra había recuperado desde hacía mucho tiempo su estado arenoso. Los grillos hacían sonar con fuerza su canto de castañuelas.
Resultaba difícil distinguir el contorno de las habitaciones, ya que el tejado y la mayor parte de las paredes se habían derrumbado, pero eran aún visibles las celdas de los monjes, así como un amplio vestíbulo y otra espaciosa sala que podría haber sido una biblioteca o scriptorium. Malone sabía que la vida aquí habría sido frugal y austera.
—Vaya lugar que posee usted —le dijo a Henrik.
—Yo estaba precisamente admirando lo que ciento cincuenta mil dólares podían comprar hace doce años.
Casiopea parecía cautivada.
—Imagínese a los monjes recogiendo una magra cosecha. Los veranos aquí eran breves, los días cortos. Casi se les puede oír cantando.
—Este sitio habría estado suficientemente aislado —dijo Thorvaldsen—. Un lugar de retiro.
—Lars puso esta propiedad a nombre de usted —dijo Stephanie— por alguna razón. Llegó aquí por algún motivo. Algo tiene que haber aquí.
—Tal vez —señaló Casiopea—. Pero el cura del pueblo le ha dicho a Mark que Lars no encontró nada. Ésta podría ser otra más de las perpetuas búsquedas en que estaba metido.
Mark negó con la cabeza.
—El criptograma nos ha conducido aquí. Papá estuvo aquí. No encontró nada, pero lo consideró lo bastante importante para comprarlo. Éste tiene que ser el lugar.
Malone se sentó sobre uno de los pedruscos y miró fijamente al cielo.
—Quizás nos queden unas cinco o seis horas de luz. Sugiero que las aprovechemos al máximo. Estoy seguro de que hará un frío de mil diablos aquí por la noche, y estas chaquetas forradas de piel no van a ser suficientes.
—Traje algo de equipo y herramientas en el Land Rover —informó Casiopea—. Supuse que podíamos tener que andar bajo tierra, así que tengo tubos de neón, linternas y un pequeño generador.
—Bien, no es usted ninguna novata —dijo Malone.
—Aquí —gritó Geoffrey.
Malone dirigió la mirada hacia el fondo del derruido priorato. No se había dado cuenta de que Geoffrey se había separado del grupo.
Todos se apresuraron hacia el lugar donde Geoffrey se encontraba de pie ante lo que antaño había sido un pórtico románico. Poco quedaba de su artesanía aparte de la débil imagen de unos toros con cabeza humana, leones alados y un motivo de hojas de palmera.
—La iglesia —dijo Geoffrey—. La tallaron en la roca.
Malone pudo ver que realmente las paredes no eran de factura humana, sino que formaban parte del precipicio que se elevaba sobre la antigua abadía.
—Necesitaremos esas linternas —le dijo a Casiopea.
—No, no las necesitaremos —dijo Geoffrey—. Hay luz en el interior.
Malone encabezó la marcha. Multitud de abejas zumbaban en las sombras. Polvorientos rayos de luz atravesaban la roca en diversos ángulos, aparentemente concebidos para aprovechar el desplazamiento del sol. Algo captó su atención. Se acercó a una de las paredes de roca, que había sido labrada hasta dejarla lisa, pero que ahora estaba desnuda de toda decoración excepto por una talla situada a unos tres metros por encima de él. La insignia consistía en un casco con una franja de tela que caía a cada lado de una cara masculina. Los rasgos habían desaparecido, la nariz gastada hasta quedar lisa, y los ojos en blanco y sin vida. En la parte de arriba había una esfinge. Abajo un escudo de piedra con tres martillos.
—Eso es templario —dijo Mark—. He visto otra así en nuestra abadía.
—¿Qué está haciendo aquí? —preguntó Malone.
—Los catalanes que vivían en esta región durante el siglo XIV no sentían ningún amor por el rey francés. Los templarios fueron tratados con bondad aquí, incluso después de la Purga. Ésta es una razón por la que la zona fue elegida como refugio.
Las macizas paredes se alzaban hasta un techo redondeado. Seguramente en el pasado los frescos lo adornaban todo, pero no quedaba ni rastro. El agua que se filtraba a través de la porosa roca había borrado hacía mucho tiempo todo posible vestigio artístico.
—Es como una cueva —dijo Stephanie.
—Más parece una fortaleza —señaló Casiopea—. Ésta bien podría haber sido la última línea de defensa de la abadía.
Malone había estado pensando lo mismo.
—Pero hay un problema. —Hizo un gesto hacia la penumbra que los rodeaba—. No hay ninguna salida.
Algo más captó su atención. Se acercó y se concentró en la pared, la mayor parte de la cual se alzaba en las sombras. Se estiró para ver mejor.
—Me iría bien una de esas linternas.
Los demás se aproximaron.
A una altura de tres metros distinguió los débiles restos de unas letras toscamente grabadas en la piedra gris.
—«P», «R», «N», «V», «R» —preguntó.
—No —dijo Casiopea—. Hay más, otra «I», quizás una «E» y otra «R».
Penetró en la oscuridad para interpretar lo escrito:
PRIER EN VENIR
La mente de Malone se aceleró. Recordó las palabras que aparecían en el centro de la lápida sepulcral de Marie d’Hautpoul. REDDIS REGÍS CÉLLIS ARCIS. Y lo que Claridon había dicho sobre ellas en Aviñón.
Reddis significa «devolver, restituir algo que se ha cogido previamente». Regis deriva de rex, que es rey. Cellis se refiere a un almacén. Arcis viene de arx… baluarte, fortaleza, ciudadela.
Aquellas palabras no parecieron tener importancia en aquel momento. Pero quizás simplemente necesitaban ser dispuestas de otro modo.
«Almacén, fortaleza, restituir algo cogido previamente, rey».
Añadiendo algunas preposiciones, el mensaje podría ser: «En un almacén, en una fortaleza, devolver algo previamente quitado al rey».
Y la flecha que iba de arriba abajo por el centro de la lápida sepulcral, entre las palabras, iniciándose arriba con las letras «P». «S» y terminando en prÆ-cum.
PrÆ-cum. En latín, «se ruega venir».
PRIER EN VENIR
En francés, «se ruega venir».
Sonrió y les dijo lo que pensaba.
—El abate Bigou era un tipo inteligente, lo reconozco.
—Esa flecha sobre la lápida sepulcral —dijo Mark— tenía que ser importante. Exactamente en el centro, en un lugar preeminente.
Los sentidos de Malone estaban ahora plenamente alerta, su mente tratando de analizar la información, y empezó a fijarse en el suelo. Muchas de las baldosas habían desaparecido, y el resto estaban rotas y deformadas, pero observó un esquema. Una serie de cuadriláteros, enmarcados por una estrecha línea de piedra, corrían de delante atrás y de derecha a izquierda.
Contó.
En uno de los enmarcados rectángulos contó siete piedras de través y nueve de lado. Contó otra sección. Lo mismo. Luego otra,
—El suelo está dispuesto en siete y nueve —les dijo.
Mark y Henrik se movieron hacia el altar, haciendo números por su cuenta.
—Y hay nueve secciones desde la puerta trasera al altar —dijo Mark.
—Y siete van de través —dijo Stephanie, cuando terminó de descubrir una última sección del suelo cerca de una pared exterior.
—Conforme, parece que estamos en el lugar correcto —declaró Malone.
Pensó nuevamente en la lápida sepulcral. «Se ruega venir». Levantó la mirada hacia las palabras francesas garabateadas en la piedra, y luego miró abajo, al suelo. Las abejas seguían zumbando cerca del altar.
—Vayamos a buscar esos tubos de neón y ese generador. Necesitamos ver lo que estamos haciendo.
—Pienso que deberíamos quedarnos esta noche —dijo Casiopea—. La posada más próxima está en Elne, a unos cincuenta kilómetros de distancia. Deberíamos acampar aquí.
—¿Tenemos provisiones? —quiso saber Malone.
—Podemos conseguirlas —dijo ella—. Elne es una población bastante grande. Podemos comprar lo que necesitemos sin llamar la atención. Pero yo no quiero ir.
Pudo ver que ninguno de ellos quería marcharse. La excitación corría por todos sus cuerpos. Y él podía sentirla también. El enigma ya no era ninguna entelequia imposible de comprender. En vez de ello, la respuesta se hallaba en alguna parte a su alrededor. Y, contrariamente a lo que le había dicho a Casiopea el día anterior, él deseaba encontrarla.
—Iré yo —dijo Geoffrey—. Ustedes necesitan quedarse y decidir qué haremos a continuación. Es cosa suya, no mía.
—Apreciamos ese gesto —dijo Thorvaldsen.
Casiopea buscó en su bolsillo y sacó un fajo de euros.
—Necesitarás dinero.
Geoffrey cogió los billetes y sonrió.
—Denme una lista y estaré de vuelta al anochecer.