7:30 AM.
De Roquefort se abrió camino a través del bosque de altos pinos, el suelo bajo sus pies plateado por el blanco brezo. Un perfume de miel flotaba en el aire matutino. Las rocas de arenisca roja que lo rodeaban aparecían envueltas por una fina niebla. Un águila penetraba y salía de la niebla, merodeando en busca de su desayuno. De Roquefort había tomado el suyo con los hermanos, en medio del tradicional silencio, mientras les eran leídas las Escrituras.
Tenía que dar crédito a Claridon. Éste había descifrado el criptograma con la combinación de siete y nueve, y revelado el secreto. Por desgracia, el mensaje era inútil. Claridon le dijo que Lars Nelle había encontrado un criptograma en un manuscrito no publicado de Noel Corbu, el hombre que había difundido gran parte de la ficción que corría sobre Rennes a mediados del siglo XX. Pero ¿había modificado Nelle el rompecabezas? ¿O lo había hecho Saunière? ¿Fue la frustrante solución lo que llevó a Lars Nelle a suicidarse? Todo aquel esfuerzo, y cuando finalmente conseguía descifrar lo que Saunière había dejado, no le decía nada. ¿Era eso lo que Nelle quería decir cuando declaró: «No hay absolutamente nada que encontrar»?
Era difícil de saber.
Pero, maldita sea, iba a averiguarlo como fuera.
Un cuerno sonó en la lejanía procedente del castillo. El trabajo diario iba a empezar. Allá delante, descubrió a uno de sus centinelas. Había hablado con el hombre por teléfono móvil durante el viaje hacia el norte desde la abadía, y por él supo que todo estaba tranquilo. A través de los árboles divisó el château, a un par de cientos de metros de distancia, bañado por un filtrado sol matutino.
Se acercó al hermano, que le informó de que, una hora antes, un grupo de once hombres y mujeres habían llegado a pie. Todos vestidos de época. Llevaban en el interior desde entonces. El segundo centinela había informado de que la parte trasera del edificio se mantenía tranquila. Nadie había entrado o salido. Mucho movimiento interior se había producido dos horas antes… luces en las habitaciones, actividad de los sirvientes. La propia Casiopea Vitt salió en un momento dado al exterior y se dirigió a los establos; luego volvió.
—Hubo actividad también alrededor de la una de la madrugada —le informó el hermano—. Se encendieron luces en los dormitorios, y luego en una habitación de abajo. Aproximadamente una hora más tarde, las luces se apagaron. Parece que todos han estado despiertos durante un rato, y luego se han vuelto a dormir.
Quizás su noche había sido tan reveladora como la de él.
—Pero ¿no salió nadie de la casa?
El hombre negó con la cabeza.
Buscó la radio en su bolsillo y comunicó con el jefe del equipo de diez caballeros que había traído consigo. Aparcaron sus vehículos a un kilómetro y medio de distancia y fueron andando a través del bosque hacia el château. Les había ordenado que rodearan silenciosamente el edificio y luego esperaran sus instrucciones. Le informaron de que los diez hombres estaban en posición. Contando los dos que ya estaban aquí, y a él mismo, trece hombres armados… Más que suficientes para llevar a cabo la tarea.
Era irónico, pensó. Los hermanos estaban una vez más en guerra contra un sarraceno. Setecientos años atrás, los musulmanes derrotaron a los cristianos y recuperaron Tierra Santa. Ahora otra musulmana, Casiopea Vitt, se había entrometido en los asuntos de la orden.
—Maestre.
Su atención se desvió al château y su entrada principal, de donde estaba saliendo gente, todos vestidos con los atuendos campesinos de la Edad Media. Los hombres con sencillas sobrepellices marrones sujetas con cuerdas alrededor de la cintura, las piernas enfundadas en calzas oscuras, los pies cubiertos por calzados ligeros. Algunos exhibían brazaletes atados a sus tobillos. Las mujeres llevaban largos vestidos grises y refajos atados en torno de las caderas con cordeles de delantal. Sombreros de paja, gorros de alas anchas…, y la cabeza cubierta con una capucha. El día anterior, había observado que todos los obreros del yacimiento de Givors llevaban ropas de época, como parte de la atmósfera anacrónica que el lugar estaba concebido para evocar. Una pareja de obreros empezó a empujarse mutuamente con buen humor mientras el grupo se dirigía lentamente hacia el sendero que conducía a la construcción.
—Quizás se trata de una especie de reunión —dijo el hermano que se encontraba junto a él—. Han venido al château y ahora van a la obra.
De Roquefort estuvo de acuerdo. Casiopea Vitt supervisaba personalmente el proyecto de Givors, de modo que era razonable suponer que algunos trabajadores se reunían con ella.
—¿Cuántos entraron?
—Once.
Contó. Había salido el mismo número. Estupendo. Era hora de actuar. Se acercó la radio a los labios y ordenó:
—Entrad.
—¿Cuáles son nuestras órdenes? —preguntó la voz al otro extremo de la línea.
De Roquefort estaba cansado de jugar con su oponente.
—Haced todo lo necesario para contenerlos hasta que yo llegue.
Entró en el château por la cocina, una enorme sala repleta de objetos de acero inoxidable. Habían transcurrido quince minutos desde que diera la orden de tomar la mansión, y la operación se había llevado a cabo sin un disparo. De hecho, los ocupantes estaban desayunando cuando los hermanos se abrieron paso por la planta baja. Había hombres apostados en todas las salidas y ante las ventanas del comedor, con el fin de desbaratar toda esperanza de huir.
Estaba encantado. No quería llamar la atención.
Mientras cruzaba las múltiples habitaciones, admiró las paredes cubiertas de brocados llenos de color, pintados techos, cinceladas pilastras, arañas de cristal y muebles enfundados con damascos de diferentes tonos. Casiopea Vitt tenía buen gusto.
Encontró el comedor y se preparó para enfrentarse con Mark Nelle. Los demás serían asesinados y sus cuerpos enterrados en el bosque, pero Mark Nelle y Geoffrey serían devueltos a la abadía para disciplinarlos. Necesitaba dar ejemplo con ellos. La muerte del hermano en Rennes debía ser vengada.
Cruzó un espacioso vestíbulo y entró en el comedor.
Los hermanos rodeaban la habitación, sus armas en la mano. Recorrió con la mirada la larga mesa y registró seis caras.
Ninguna de las cuales reconoció.
En lugar de ver a Cotton Malone y Stephanie Nelle, Mark Nelle, Geoffrey y Casiopea Vitt, los hombres y mujeres reunidos en torno de la mesa eran unos extraños, vestidos todos con vaqueros y camisas.
Trabajadores del yacimiento de la construcción.
Maldita sea.
Habían escapado ante sus mismas narices.
Contuvo su creciente ira.
—Retenedlos aquí hasta que regrese —le dijo a uno de los caballeros.
Salió de la casa y anduvo con calma hacia el sendero arbolado que se dirigía al aparcamiento. A esta temprana hora del día había sólo unos pocos vehículos. Pero el coche de alquiler de Cotton Malone, que estaba aparcado allí cuando él llegó, había desaparecido.
Meneó la cabeza.
Ahora estaba perdido, sin ninguna idea de adónde habrían ido.
Uno de los hermanos que había dejado en el interior del château salió corriendo de detrás del edificio. De Roquefort quiso saber por qué el hombre había abandonado su puesto.
—Maestre —dijo el hombre—, una de las personas de dentro del château me ha dicho que Casiopea Vitt les pidió que vinieran al château temprano hoy, vestidos con su atuendo de trabajo. Seis de ellos cambiaron sus ropas y ella les dijo a todos que disfrutaran de su desayuno.
—Todo eso ya lo había supuesto. ¿Qué más?
El hombre le tendió un teléfono móvil.
—El mismo empleado me ha dicho que le habían dejado una nota diciendo que vendría usted. Cuando lo hiciera, él tenía que entregarle a usted este teléfono, junto con esto.
Lo desplegó y leyó el pedazo de papel.
La respuesta ha sido hallada. Llamaré antes de la puesta de sol para informarle.
Necesitaba saber.
—¿Quién escribió esto?
—El empleado ha dicho que lo dejaron durante el intercambio de ropas juntamente con las instrucciones de que se le diera directamente a usted.
—¿Cómo lo has conseguido?
—Cuando él mencionó su nombre, simplemente le dije que yo era usted y él me lo tendió.
¿Qué estaba pasando aquí? ¿Había un traidor entre sus enemigos? Al parecer, así era. Como no tenía la menor idea de adónde habían ido, no tenía alternativa.
—Retira a los hermanos y regresemos a la abadía.