L

8:00 pm.

Stephanie no podía recordar la última vez que ella y Mark se habían sentado a hablar. Quizás desde que él era un adolescente. Así de profunda era la sima que se interponía entre ellos.

Ahora se habían retirado a una sala en lo alto de una de las torres del château. Antes de sentarse, Mark había abierto cuatro ventanas, permitiendo que el penetrante aire del atardecer los refrescara.

—Lo creas o no, pienso en ti y en tu padre cada día. Amaba a tu padre. Pero en cuanto se tropezó con la historia de Rennes, su atención se desvió completamente. Este asunto se convirtió en su obsesión. Y en aquella época, eso me ofendió.

—Eso puedo comprenderlo. De veras. Lo que no entiendo es por qué le obligaste a elegir entre tú y lo que él consideraba importante.

Su tono acerado la hirió, y tuvo que obligarse a conservar la calma.

—El día que lo enterramos, me di cuenta de lo equivocada que había estado. Pero no podía hacer que volviera.

—Aquel día sentí odio hacia ti.

—Lo sé.

—Sin embargo tú te limitaste a huir a casa y me dejaste en Francia.

—Pensé que era donde tú deseabas estar.

—Así era. Pero durante los últimos cinco años he tenido un montón de tiempo para reflexionar. El maestre fue mi guía, aunque sólo ahora me doy cuenta de lo que quería decir con muchos de sus comentarios. En el Evangelio de santo Tomás, Jesús dice: «El que no odia a su padre y a su madre como yo no puede ser mi discípulo». Y luego dice: «El que no ama a su padre y a su madre como yo no puede ser mi discípulo». Estoy empezando a comprender estas afirmaciones contradictorias. Yo te odiaba, madre.

—Pero ¿me amas también?

El silencio se alzó entre ellos, y eso le desgarró el corazón a la mujer.

Finalmente él dijo:

—Eres mi madre.

—Eso no es una respuesta.

—Es todo lo que vas a conseguir.

Su cara, al igual que la de Lars, era un compendio de sentimientos encontrados. Ella no insistió. Su oportunidad de exigir algo había pasado hacía mucho tiempo.

—¿Sigues siendo la jefa del Magellan Billet? —preguntó Mark.

Ella agradeció el cambio de tono.

—Por lo que yo sé, todavía. Pero probablemente he tentado la suerte los últimos días. Cotton y yo no hemos pasado inadvertidos.

—Parece un buen hombre.

—El mejor. Yo no quería implicarle, pero él insistió. Trabajó para mí mucho tiempo.

—Es bueno tener amigos así.

—Tú tienes uno también.

—¿Geoffrey? Es más mi oráculo que un amigo. El maestre le hizo jurar lealtad hacia mí. ¿Por qué? No lo sé.

—Te defendería con su vida. Eso está claro.

—No estoy acostumbrado a que la gente sacrifique su vida por mí.

Stephanie recordó lo que el maestre había dicho en su nota dirigida a ella, sobre que Mark no poseía la resolución para terminar sus batallas. Le contó exactamente lo que el maestre había escrito. Él escuchaba en silencio.

—¿Qué habrías hecho si te hubieran elegido maestre? —quiso saber ella.

—Una parte de mí se alegró de haber perdido.

Ella estaba asombrada.

—¿Por qué?

—Soy profesor de universidad, no un líder.

—Eres un hombre que está en medio de un conflicto importante. Un conflicto que otros hombres esperan ver resuelto.

—El maestre tenía razón sobre mí.

Ella le miró con no disimulada consternación.

—Tu padre se avergonzaría de oírte decir eso.

Esperó que su ira estallara, pero Mark guardó silencio, y ella pudo oír el chasquido producido por los insectos de fuera.

—Probablemente he matado a un hombre hoy —dijo Mark con un susurro—. ¿Cómo se habría sentido papá por eso?

Ella había estado esperando que lo mencionara. Mark no había dicho una palabra sobre lo que había sucedido desde que salieron de Rennes.

—Cotton me lo contó. No tenías elección. Al hombre se le ofreció una opción, y decidió desafiarte.

—Vi cómo caía rodando. Es extraña esa sensación que pasa por tu cuerpo al saber que acabas de quitar una vida.

Ella esperó a que se explicara.

—Me sentía contento de que el gatillo se hubiera encallado, pues yo había sobrevivido. Pero otra parte de mí estaba abochornada porque el otro hombre no.

—La vida es una elección tras otra. Él eligió equivocadamente.

—Tú haces eso todos los días, ¿verdad? Tomar esa clase de decisiones…

—Todos los días.

—Mi corazón no es lo bastante fuerte para eso.

—¿Y el mío sí?

La ofendía su suposición.

—Dímelo tú, madre.

—Hago mi trabajo, Mark. Aquel hombre eligió su destino; no tú.

—No. De Roquefort lo eligió. Le envió a aquel precipicio sabiendo que habría un enfrentamiento. Él hizo la elección.

—Y ése es el problema con tu orden, Mark. La lealtad ciega no es cosa buena. Ningún país, ningún ejército, ningún líder, que insistiera en semejante estupidez, ha sobrevivido jamás. Mis agentes toman sus propias decisiones.

Transcurrió un momento de tenso silencio.

—Tienes razón —murmuró él finalmente—. Papá se habría avergonzado de mí.

Ella decidió arriesgarse.

—Mark, tu padre se fue. Lleva muerto mucho tiempo. Para mí, tú lo has estado durante cinco años. Pero ahora estás aquí. ¿No hay lugar en tu interior para el perdón?

Su súplica estaba impregnada de esperanza.

Él se levantó de la silla.

—No, madre, no lo hay.

Y salió de la habitación.

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Malone había buscado refugio fuera del château, bajo una sombreada pérgola cubierta de verdor. Sólo los insectos perturbaban su tranquilidad, y se dedicó a observar cómo los murciélagos revoloteaban a través del cada vez más oscuro cielo. Un poco, antes, Stephanie le había llevado aparte para contarle que una llamada suya a Atlanta, pidiendo un completo dossier sobre su anfitriona, había revelado que el nombre de Casiopea Vitt no aparecía en ninguna de las bases de datos sobre terroristas que mantenía el gobierno de Estados Unidos. Su historia personal era corriente, aunque la mujer era medio musulmana, y eso, en estos tiempos, significaba una bandera roja de alerta. Era propietaria de una corporación multinacional, con sede en París, que realizaba operaciones comerciales en muchos campos, y tenía recursos del orden de miles de millones de euros. Su padre había fundado la compañía y ella heredó el control, aunque no se implicaba mucho en sus operaciones diarias. Era también la presidenta de una fundación holandesa que trabajaba en estrecha cooperación con Naciones Unidas en la lucha internacional contra el sida y el hambre en el mundo, particularmente en África. Ningún gobierno extranjero la consideraba una amenaza.

Pero Malone no estaba seguro.

Nuevas amenazas surgían a diario, y de los lugares más extraños.

—Le veo muy ensimismado.

Levantó la mirada, descubriendo a Casiopea más allá de la pérgola. La mujer llevaba una ropa de montar negra ajustada que le sentaba muy bien.

—Pues estaba pensando en usted.

—Me siento halagada.

—Yo no lo estaría. —Malone hizo un gesto señalando su indumentaria—. Me estaba preguntando adónde iba.

—Trato de montar un poco cada mañana. Me ayuda a pensar.

Penetró en el cercado.

—Hice construir esto hace años como un tributo hacia mi madre. A ella le encantaba el aire libre.

Casiopea se sentó en un banco frente a él. Malone comprendió que había un propósito en su visita.

—Vi antes que tenía usted sus dudas sobre todo esto. ¿Es porque se niega a cuestionar su Biblia cristiana?

Malone no quería realmente hablar de ello, pero Casiopea parecía ansiosa.

—En absoluto. Es porque usted decidió cuestionar la Biblia. Parece que todo el mundo implicado en esta búsqueda tiene intereses personales. Usted, De Roquefort, Mark, Saunière, Lars, Stephanie. Hasta Geoffrey, que es un poquito raro, por decir algo, tiene sus planes.

—Deje que le diga algunas cosas y quizás verá que esto no es personal. Al menos, en mi caso.

Malone lo dudaba, pero quería oír lo que ella tenía que decir.

—¿Sabía usted que en toda la historia sólo se han encontrado los restos de un hombre crucificado en Tierra Santa?

No lo sabía.

—La crucifixión era ajena a los judíos. Lapidaban, quemaban, decapitaban o estrangulaban para ejecutar la pena capital. La ley mosaica sólo permitía que un criminal que ya hubiera sido ejecutado colgara de un madero como un castigo adicional.

—«Porque el que es colgado es maldecido por Dios» —dijo, citando el Deuteronomio.

—Veo que conoce usted el Antiguo Testamento.

—Tenemos un poco de cultura allá en Georgia.

Ella sonrió.

—Pero la crucifixión era una forma corriente de ejecución romana. Varro, en el año 4 antes de Cristo, crucificó a más de dos mil. Floro, en el 66, mató a cerca de cuatro mil. Tito en el año 70 ejecutó a cinco mil en un día. Sin embargo, sólo se han hallado los restos de un único crucificado. Eso fue en 1968, justo al norte de Jerusalén. Los huesos databan del siglo primero, lo cual causó revuelo en un montón de gente. Pero el muerto no era Jesús. Se llamaba Yehochanan, medía en torno al metro y sesenta y siete y tendría entre veinticuatro y veinticinco años. Sabemos eso por la información escrita en su osario. Además, había sido atado a la cruz, no clavado, y no tenía rota ninguna de sus piernas. ¿Comprende usted la importancia de ese detalle?

Sí lo comprendía.

—Por asfixia, así es como uno moría en la cruz. La cabeza acababa por caer hacia delante, y se producía la privación de oxígeno.

—La crucifixión era una humillación pública. Las víctimas no deberían morir demasiado pronto. Para retrasar la muerte, se colocaba un trozo de madera bajo el cuerpo para poder sentar a la víctima en él, o un calzo en los pies sobre el que pudiera apoyarse. De esa forma, el acusado podía sostenerse y respirar. Al cabo de unos días, si la víctima no había agotado sus fuerzas, los soldados le rompían las piernas. De esa manera, ya no podía seguir apoyándose. La muerte llegaba rápidamente después.

Malone recordó los Evangelios.

—Una persona crucificada no podía deshonrar el Sabbath. Los judíos querían que los cuerpos de Jesús y los dos criminales ejecutados con Él fueran bajados al crepúsculo. De manera que Pilatos ordenó que se les rompieran las piernas a los dos criminales.

Ella asintió.

—«Pero cuando llegaron al lado de Jesús y vieron que ya estaba muerto, no le quebraron las piernas». Eso es de Juan. Siempre me he preguntado por qué Jesús murió tan rápidamente. Sólo llevaba colgado unas pocas horas. Generalmente, se tardaba días en morir. ¿Y por qué los soldados romanos no le rompieron las piernas de todos modos, sólo para asegurarse de que moría? En vez de ello, dice Juan, le atravesaron el costado con una lanza y de la herida salió sangre y agua. Pero Mateo, Marcos y Lucas no mencionan este hecho.

—¿Qué quiere usted decir con eso?

—De las decenas de miles que fueron crucificados, sólo se han encontrado los restos de uno de ellos. Y la razón es sencilla. En tiempos de Jesús, el entierro era considerado un honor. No existía mayor horror que el que tu cuerpo fuera abandonado a los animales. Todos los castigos supremos de Roma (ser quemado vivo, arrojado a las bestias o la crucifixión) tenían algo en común. No quedaba ningún cuerpo para enterrar. Las víctimas de la crucifixión eran dejadas colgando para que las aves las picotearan hasta dejar limpios sus huesos, y luego lo que quedaba era arrojado a una fosa común. Sin embargo, los cuatro Evangelios están de acuerdo en que Jesús murió en la novena hora, las tres de la tarde, y luego fue bajado de la cruz y enterrado.

Malone empezaba a comprender.

—Los romanos no habrían hecho eso.

—Ahí es donde la historia se complica. Jesús fue condenado a muerte, con el Sabbath a unas pocas horas. Sin embargo ordenaron que muriera por crucifixión, una de las maneras más lentas de matar a una persona. ¿Cómo podía pensar alguien que estuviera muerto antes del crepúsculo? El Evangelio de Marcos cuenta que hasta Pilatos se sorprendió de una muerte tan rápida, y le preguntó al centurión si todo estaba en orden.

—Pero ¿no fue torturado Jesús antes de ser clavado a la cruz?

—Jesús era un hombre fuerte en la flor de la vida. Estaba acostumbrado a recorrer grandes distancias bajo el calor. Sí, sufrió los azotes. Según la ley, debía recibir treinta y nueve latigazos. Pero en ninguna parte de los Evangelios se dice que le administraran realmente ese número. Y, después de su tormento, se sentía aún, al parecer, lo bastante fuerte para dirigirse a sus acusadores de una manera enérgica. De manera que existen pocas pruebas de que estuviera débil. Con todo, muere al cabo de tres horas solamente (sin que le hubieran roto las piernas) tras haber sido supuestamente alanceado en el costado.

—La profecía del Éxodo. Juan habla de ella en su Evangelio. Dice que todas estas cosas sucedieron para que se cumpliera la Escritura.

—El Éxodo habla de las restricciones de la Pascua y de que no se puede sacar ninguna clase de carne fuera de la casa. Tenía que ser comida en su interior, sin romper los huesos. Eso nada tiene que ver con Jesús. La referencia de Juan es un débil intento de continuidad con el Antiguo Testamento. Por supuesto, como he dicho, los otros tres Evangelios no mencionan en ningún momento lo de la lanza.

—Me imagino que lo que quiere usted decir, entonces, es que los Evangelios no son veraces.

—Ninguna información contenida en ellos tiene sentido. Están en contradicción, no sólo con ellos mismos, sino con la historia, la lógica y la razón. Nos hacen creer que un hombre crucificado, sin que le rompan sus piernas, muere al cabo de tres horas, y entonces se le permite el honor de ser enterrado. Por supuesto, desde un punto de vista religioso, tiene perfecto sentido. Los primeros teólogos trataban de atraer seguidores. Necesitaban elevar a Jesús de la categoría de hombre a la de Cristo Dios. Los evangelistas escribieron en griego y habrían conocido la historia helénica. Osiris, el consorte de la diosa Isis, murió a manos de Seth en un viernes, y luego resucitó tres días más tarde. ¿Por qué no Cristo también? Desde luego, para que Cristo se alzara de entre los muertos, tendría que haber habido un cuerpo identificable. Unos huesos pelados por los pájaros, y arrojados a una fosa común, no lo habrían sido. De ahí el entierro.

—¿Eso era lo que Lars Nelle estaba tratando de probar? ¿Que Cristo no se alzó de entre los muertos?

Ella hizo un gesto negativo con la cabeza.

—No tengo ni idea. Todo lo que sé es que los templarios saben cosas. Cosas importantes. Lo suficiente para transformar una banda de nueve oscuros caballeros en una fuerza internacional. El conocimiento fue lo que alimentó su expansión. El conocimiento que Saunière redescubrió. Yo quiero ese conocimiento.

—¿Y cómo podría haber ninguna prueba de nada, de un modo u otro?

—Tiene que haberla. Ya ha visto usted la iglesia de Saunière. Dejó un montón de pistas, y todas apuntan en la misma dirección. Debe de haber algo ahí… lo suficiente para convencerle a él de que debía seguir animando a los templarios en su búsqueda.

—Estamos soñando —dijo Malone.

—¿Seguro?

Malone observó que finalmente la tarde se había disuelto en la oscuridad, y las colinas y bosques que los rodeaban formaban una masa compacta.

—Tenemos compañía —susurró Casiopea.

Él esperó a que la mujer se explicara.

—Durante mi paseo a caballo, me dirigí a uno de los promontorios. Allí divisé a dos hombres. Uno al norte, el otro al sur. Vigilando. De Roquefort le ha encontrado.

—No pensaba que el truco con el chivato lo retrasara mucho tiempo. Debió de suponer que vendríamos aquí. Y Claridon le habría mostrado el camino. ¿La vieron a usted?

—Lo dudo. Fui muy cuidadosa.

—Esto podría ser peligroso.

—De Roquefort es un hombre con prisa. Es impaciente, particularmente si se siente engañado.

—¿Se refiere usted al diario?

Ella asintió.

—Claridon se dará cuenta de que está lleno de errores.

—Pero De Roquefort nos encontró. Estamos a un paso de él.

—Debe de saber muy poco. Por lo demás, ¿por qué preocuparse? Simplemente utiliza sus recursos y busca por sí mismo. No, él nos necesita.

Sus palabras tenían sentido, como todo lo demás que ella decía.

—Salió usted a caballo esperando encontrarlos, ¿no?

—Pensé que me estaban vigilando.

—¿Siempre se muestra tan suspicaz?

Ella se dio la vuelta para quedarse de frente.

—Sólo cuando la gente tiene intención de hacerme daño.

—Me imagino que habrá usted considerado alguna línea de acción.

—Oh, sí. Tengo un plan.