Malone siguió a Casiopea a una habitación de techo alto y paredes revestidas con paneles de los que colgaban tapices junto con corazas, espadas, cascos y escudos. Una chimenea de mármol negro dominaba la alargada sala, que estaba iluminada por una reluciente araña. Los demás se les unieron desde el comedor, y Malone observó expresiones de seriedad en todas sus caras. Bajo una serie de ventanas con parteluces había instalada una mesa de caoba por encima de la cual se veían libros, papeles y fotografías.
—Ya es hora de que veamos si podemos llegar a algunas conclusiones —dijo Casiopea—. Sobre la mesa está todo lo que tenemos sobre el tema.
Malone les habló a los demás del diario de Lars y de cómo parte de la información en ella contenida era falsa.
—¿Incluye eso lo que dijo sobre sí mismo? —quiso saber Stephanie—. Este joven —y señaló a Geoffrey— me mandó páginas del diario… unas páginas que su maestro cortó. Hablaban de mí.
—Sólo usted puede saber si lo que dejó escrito en ellas era cierto o no —dijo Casiopea.
—Tiene razón —intervino Thorvaldsen—. La información del diario no es, en general, verdadera. Lars lo escribió como un cebo para los templarios.
—Otro aspecto que usted olvidó convenientemente mencionar en Copenhague —dijo Stephanie con un tono de voz que indicaba que estaba una vez más irritada.
Thorvaldsen se mostraba impávido.
—Lo importante es que De Roquefort considera auténtico el diario.
La espalda de Stephanie se puso rígida.
—Usted, hijo de puta, podíamos haber sido asesinados tratando de recuperarlo.
—Pero no lo fueron. Casiopea no les perdía de vista.
—¿Y eso hace que usted tuviera razón?
—Stephanie, ¿no ha ocultado usted nunca información a uno de sus agentes? —preguntó Thorvaldsen.
Ella se contuvo.
—Tiene razón —dijo Malone.
Ella se dio la vuelta y se enfrentó a él.
—¿Cuántas veces me contó usted sólo parte de la historia, Stephanie? —prosiguió Malone—. ¿Y cuántas veces me quejé más tarde de que eso podía haber hecho que me mataran? ¿Y qué me decía usted? «Acostúmbrese a ello». Pues aquí lo mismo, Stephanie. No me gusta esto más que a usted, pero me he acostumbrado.
—¿Por qué no dejamos de discutir y vemos si podemos llegar a algún consenso sobre lo que Saunière pudo haber hallado? —sugirió Casiopea.
—¿Y por dónde propone usted que empecemos? —preguntó Mark.
—Yo diría que la lápida sepulcral de Marie d’Hautpoul de Blanchefort sería un excelente punto de partida, ya que tenemos el libro de Stüblein que Henrik compró en la subasta. —Hizo un gesto señalando la mesa—. Abierto por el dibujo.
Todos se acercaron y contemplaron la imagen.
—Claridon se explicó sobre esto en Aviñón —dijo Malone, y les habló de la errónea fecha de la muerte (1681 como opuesta a 1781), de los números romanos (MDCOLXXXI), que contenían un cero, y de la restante serie de números romanos (LIXLIXL) grabada en el rincón inferior derecho.
Mark cogió un lápiz de la mesa y escribió 1681 y 59, 59, 50 sobre un taco de papel.
—Ésa es la conversión de esos números. Estoy ignorando el cero en el 1681. Claridon tiene razón: los romanos desconocían el cero.
Malone señaló las letras griegas de la piedra de la izquierda.
—Claridon dijo que se trataba de palabras latinas escritas en el alfabeto griego. Transformó la inscripción y obtuvo Et in arcadia ego. «Y en Arcadia yo». Pensó que podía ser un anagrama, ya que la frase tiene poco sentido.
Mark estudió las palabras con mucha atención, y luego le pidió a Geoffrey la mochila, de la que sacó una toalla bien doblada y apretada. Con cuidado, desenvolvió el bulto y dejó al descubierto un pequeño códice. Sus hojas estaban dobladas, y luego cosidas juntas y encuadernadas… Pergamino, si Malone no se equivocaba. Nunca había visto uno tan cerca.
—Esto procede de los archivos templarios. Lo encontré hace unos años, inmediatamente después de convertirme en senescal. Había sido escrito en 1542 por uno de los escribas de la abadía. Es una excelente copia de un manuscrito del siglo XIV y narra cómo los templarios se reformaron después de la Purga. Trata también de la época entre diciembre de 1306 y mayo de 1307, cuando Jacques de Molay estuvo en Francia, y poco se sabe de su paradero.
Mark abrió con cuidado el antiguo volumen y con delicadeza pasó las páginas hasta encontrar lo que estaba buscando. Malone vio que la escritura latina era una serie de bucles y florituras, las letras unidas sin levantar la pluma de la página.
—Escuchen esto.
Nuestro maestre, el reverendísimo y devotísimo Jacques de Molay, recibió al enviado del papa el 6 de junio de 1306 con la pompa y cortesía reservadas para los personajes de alto rango. El mensaje indicaba que Su Santidad el papa Clemente V había convocado al maestre De Molay a Francia. Nuestro maestre trató de cumplir esa orden, haciendo todos los preparativos, pero antes de salir de la isla de Chipre, donde la orden había establecido su cuartel general, nuestro maestre se enteró de que el superior de los Hospitalarios también había sido convocado, pero se había negado alegando la necesidad de permanecer con su orden en época de conflicto. Esto suscitó grandes sospechas en nuestro maestre, que consultó con sus hombres de confianza. Su Santidad había también dado instrucciones a nuestro maestre de que viajara de incógnito y con un pequeño séquito. Esto despertaba aún más preguntas, ya que ¿por qué tenía que preocuparse Su Santidad de cómo viajaba nuestro maestre? Entonces le trajeron a nuestro maestre un curioso documento titulado De Recuperatione Terrae Sanctae. El manuscrito había sido escrito por uno de los hombres de leyes de Felipe IV y esbozaba una nueva y gran cruzada que sería dirigida por un rey guerrero designado para recuperar Tierra Santa de los infieles. Esta proposición era una afrenta directa a los planes de nuestra orden e hizo que nuestro maestre pusiera en duda sus llamadas a la corte del rey. Nuestro maestre hizo saber que desconfiaba grandemente del monarca francés, aunque sería tan insensato como inapropiado expresar esa desconfianza más allá de los muros de nuestro Templo. Con una actitud de prudencia, pues no era un hombre descuidado, y recordaba la traición de antaño de Federico II, nuestro maestre hizo planes para que nuestra riqueza y conocimiento pudieran ser protegidos. Rezaba para que estuviera equivocado, pero no veía ninguna razón para no estar preparado. Fue llamado el hermano Gilbert de Blanchefort y se le ordenó que se llevara el tesoro del Temple. Nuestro maestre le dijo luego a De Blanchefort: «Nosotros, los que estamos en la jefatura de la orden, podríamos estar en peligro. De manera que ninguno de nosotros ha de saber lo que vos sabéis, y vos debéis aseguraros de que lo que sabéis sea transmitido a otros de la manera apropiada». El hermano De Blanchefort, como era un hombre culto, se dispuso a realizar su misión y discretamente ocultó todo lo que la orden había adquirido. Cuatro hermanos fueron sus aliados y utilizaron cuatro palabras, una para cada uno de ellos, como señal suya, et in arcadia ego. Pero las letras no son más que un anagrama del verdadero mensaje. Disponiéndolas adecuadamente aparece lo que su tarea implicaba. I TEGO ARCANA DEI.
—«Yo oculto los secretos de Dios» —dijo Mark, traduciendo la última línea—. Los anagramas eran corrientes en el siglo XIV también.
—Entonces, ¿De Molay estaba preparado? —preguntó Malone.
Mark asintió.
—Vino a Francia con sesenta caballeros, ciento cincuenta florines de oro y doce monturas cargadas de plata sin acuñar. Sabía que iban a surgir problemas. El dinero había de ser empleado para comprar su huida. Pero este tratado contiene alguna cosa de la que se sabe poco. El oficial al mando del contingente templario en el Languedoc era Seigneur de Goth. El papa Clemente V, el hombre que había convocado a De Molay, se llamaba Bertrand de Goth. La madre del papa era Ida de Blanchefort, y estaba emparentada con Gilbert de Blanchefort. De manera que De Molay poseía buena información confidencial.
—Eso siempre ayuda —comentó Malone.
—De Molay también sabía algo sobre Clemente V. Antes de su elección como papa, Clemente se encontró con Felipe IV. El rey tenía el poder de entregar el papado a quien deseara. Antes de dárselo a Clemente, impuso seis condiciones. La mayor parte tenía que ver con que Felipe pudiera hacer lo que le viniera en gana, pero la sexta se refería a los templarios. Felipe quería que la orden se disolviera, y Clemente accedió.
—Un tema interesante —dijo Stephanie—, pero lo que parece más importante, de momento, es lo que el abate Bigou sabía. Él es el hombre que realmente encargó la lápida sepulcral de Marie. ¿Habría tenido noticia de una posible relación entre el secreto de la familia de Blanchefort y los templarios?
—Sin la menor duda —dijo Thorvaldsen—. A Bigou le informó del secreto familiar la propia Marie d’Hautpoul de Blanchefort. El marido de ésta era un descendiente directo de Gilbert de Blanchefort. Una vez que la orden fue suprimida y los templarios empezaron a arder en la hoguera, Gilbert de Blanchefort no le habría contado a nadie el lugar donde estaba escondido el Gran Legado. De manera que ese secreto familiar tenía que estar relacionado con los templarios. ¿Qué otra cosa podía ser?
Mark asintió.
—Las Crónicas hablan de carros cubiertos de heno moviéndose por la campiña francesa, todos en dirección sur, camino de los Pirineos, escoltados por hombres armados disfrazados de campesinos. Todos menos tres consiguieron realizar el viaje sin incidentes. Por desgracia, no aparece mención alguna de su destino final. Sólo una pista en todas las Crónicas: «¿Cuál es el mejor lugar para esconder un guijarro?».
—En medio de un montón de piedras —dijo Malone.
—Eso es lo que el maestre dijo también —corroboró Mark—. Para la mentalidad del siglo XIV, la ubicación más evidente era la más segura.
Malone contempló nuevamente la reproducción de la lápida sepulcral.
—De modo que Bigou hizo grabar esta lápida, que, en código, dice que oculta los secretos de Dios, pero se tomó la molestia de colocarla a la vista de todo el mundo. ¿Con qué objeto? ¿Qué estamos pasando por alto?
Mark metió la mano en su mochila y sacó otro volumen.
—Éste es un informe del mariscal de la orden escrito en 1897. El hombre estaba investigando a Saunière y tropezó con otro cura, el abate Gélis, de un pueblo cercano, que encontró un criptograma en su iglesia.
—Como Saunière —dijo Stephanie.
—Correcto. Gélis descifró el criptograma y quiso que el obispo tuviera conocimiento de lo que había descubierto. El mariscal se hizo pasar por representante del obispo y copió el rompecabezas, pero se guardó la solución para sí.
Mark les mostró el criptograma, y Malone estudió las líneas de letras y símbolos.
—¿Alguna especie de clave numérica?
Mark asintió.
—Es imposible hacerlo sin la clave. Hay miles de millones de combinaciones posibles.
—Había uno de éstos en el diario de tu padre también —dijo Malone.
—Lo sé. Papá lo encontró en un manuscrito no publicado de Noel Corbu.
—Claridon nos habló de eso.
—Lo cual quiere decir que De Roquefort la tiene —dijo Stephanie—. Pero ¿no forma parte de la ficción del diario de Lars?
—Cualquier cosa que Corbu tocó debe ser visto con sospecha —dijo Thorvaldsen—. Embelleció la historia de Saunière para promocionar su maldito hotel.
—Pero está el manuscrito que él escribió —dijo Mark—. Papa siempre creyó que contenía la verdad. Corbu fue muy amigo de la amante de Saunière hasta que ella murió en 1953. Muchos creían que le había contado cosas. Por eso Corbu nunca publicó el manuscrito. Contradecía su versión novelizada de la historia.
—Pero seguramente el criptograma del diario es falso, ¿no? —dijo Thorvaldsen—. Eso habría sido exactamente lo que De Roquefort hubiera querido del diario.
—No podemos hacer más que esperar —dijo Malone, mientras descubría una reproducción de Leyendo las reglas de la caridad sobre la mesa.
Levantó la reproducción, del tamaño de una carta, y estudió lo escrito debajo del hombrecillo, con hábito de monje, subido a un taburete que se llevaba el dedo a los labios, indicando silencio:
ACABOCE A°
de 1681
Algo no cuadraba, e instantáneamente comparó la imagen con la litografía.
Las fechas eran diferentes.
—Me he pasado la mañana aprendiendo cosas sobre ese cuadro —informó Casiopea—. Descubrí esa imagen en internet. El cuadro fue destruido por el fuego a finales de los años cincuenta, pero, antes de eso, la tela había sido limpiada y preparada para su exhibición. Durante el proceso de restauración se descubrió que 1687 era realmente 1681. Pero, por supuesto, la litografía fue realizada en una época en que la fecha estaba oculta.
Stephanie hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Esto es un rompecabezas sin respuesta. Todo cambia a cada minuto.
—Están haciendo ustedes justamente lo que el maestre quería —dijo Geoffrey.
Todos le miraron.
—Dijo que en cuanto se asociaran ustedes, todo se revelaría.
Malone estaba confuso.
—Pero tu maestre nos advirtió específicamente de que tuviéramos cuidado con el ingeniero.
Geoffrey señaló a Casiopea.
—Quizás deberían ustedes tener cuidado con ella.
—¿Qué significa eso? —preguntó Thorvaldsen.
—Su raza luchó contra los templarios durante dos siglos.
—De hecho, los musulmanes derrotaron a los hermanos y los echaron de Tierra Santa —declaró Casiopea—. Y los musulmanes andalusíes mantuvieron a raya a la orden en España, cuando los templarios trataron de extender su esfera de influencia hacia el sur, más allá de los Pirineos. De manera que su maestre tenía razón. Cuidado con el ingeniero.
—¿Qué haría usted si encontrara el Gran Legado? —le preguntó Geoffrey a Casiopea.
—Depende de lo que se encuentre.
—¿Por qué importa eso? El Legado no es suyo, sea lo que sea.
—Es usted muy atrevido para ser un simple hermano de la orden.
—Aquí hay mucho en juego, y lo menos importante es su propósito de demostrar que el cristianismo es una mentira.
—No recuerdo haber dicho mi propósito.
—El maestre lo sabía.
La cara de Casiopea se puso tensa… La primera vez que Malone veía un síntoma de agitación en su expresión.
—Su maestre no sabía nada de mis motivos.
—Y manteniéndolos ocultos —replicó Geoffrey—, no hace usted otra cosa que confirmar sus sospechas.
Casiopea se enfrentó a Henrik.
—Este joven podría ser un problema.
—Fue enviado por el maestre —dijo Thorvaldsen—. No deberíamos cuestionarlo.
—Él nos traerá problemas —declaró Casiopea.
—Tal vez —repuso Mark—. Pero forma parte de esto, así que acostúmbrese a su presencia.
Ella se quedó tranquila y serena.
—¿Confía usted en él?
—No importa —dijo Mark—. Henrik tiene razón. El maestre confiaba en él, y eso es lo que cuenta. Aunque el buen hermano pueda ser irritante.
Casiopea no insistió en el tema, pero en sus cejas estaba escrito la sombra de un motín. Y Malone no estaba necesariamente en desacuerdo con su impulso.
Dirigió de nuevo su atención a la mesa y contempló fijamente las fotografías tomadas en la iglesia de María Magdalena. Observó el jardín con la estatua de la Virgen y las palabras misión 1891 y penitencia, penitencia grabadas en la cara de la invertida columna visigoda. Repasó las fotos en primer plano de las estaciones del Vía Crucis, deteniéndose un momento en la estación n.º 10, en la que un soldado romano se estaba jugando la túnica de Cristo, los números, tres, cuatro y cinco visibles en las caras de los dados. Luego hizo una pausa en la estación 14, que mostraba el cuerpo de Cristo trasladado al amparo de la oscuridad por dos hombres.
Recordó lo que Mark había dicho en la iglesia, y no pudo dejar de preguntarse: ¿Iban hacia la tumba o salían de ella?
Movió negativamente la cabeza.
¿Qué demonios estaba sucediendo?