De Roquefort se detuvo frente a la iglesia. Era extraño que sus perseguidos se hubieran refugiado en el interior. Pero no importaba. Él iba a ocuparse personalmente de Mark Nelle. Su paciencia estaba tocando a su fin. Había tomado la precaución de consultar con sus colaboradores antes de marcharse de la abadía. No iba a repetir los errores del antiguo maestre. Su mandato tendría al menos la apariencia de una democracia. Afortunadamente, la huida del día anterior y los dos tiroteos habían movido a la hermandad hacia una postura concreta. Todos estaban de acuerdo en que el antiguo senescal y su cómplice debían ser devueltos a la abadía para recibir su castigo.
Y él tenía la intención de hacer la entrega.
Inspeccionó la calle.
La multitud crecía. Un día cálido había atraído a los turistas. Se volvió hacia el hermano que se encontraba detrás de él.
—Entra y evalúa la situación.
Hizo un gesto con la cabeza y el hombre avanzó.
De Roquefort conocía la arquitectura de la iglesia. Una única salida. Las vidrieras eran todas fijas, por lo cual tendrían que romper alguna para escapar. No veía gendarmes, lo que era normal en Rennes. Pocas cosas ocurrían aquí, excepto el gasto de dinero. Aquella comercialización le ponía enfermo. Si fuera decisión suya, todas las visitas turísticas de la abadía serían canceladas. Comprendía que el obispo discutiría esa acción, pero había decidido ya limitar el acceso sólo a unas pocas horas, los sábados, aduciendo la necesidad de los hermanos de un mayor aislamiento. Eso, el obispo lo comprendería. Estaba completamente resuelto a restaurar las viejas costumbres, unas prácticas que hacía mucho tiempo que habían sido abandonadas, rituales que antaño distinguieron a los templarios de todas las otras órdenes religiosas. Y para ello necesitaría que las puertas de la abadía estuvieran cerradas durante más tiempo del que estaban abiertas.
El hermano que había enviado al interior salió de la iglesia y fue a su encuentro.
—No están ahí —dijo el hombre al acercarse.
—¿Qué quieres decir?
—He registrado la nave, la sacristía, los confesionarios. No están dentro.
De Roquefort no quería oír eso.
—No hay otra salida.
—Maestre, no están allí.
Su mirada se centró en la iglesia. Su mente barajaba posibilidades.
Entonces la respuesta se hizo clara.
—Vamos —dijo—. Sé exactamente dónde están.
Stephanie estaba escuchando a Royce Claridon, no como una esposa y madre en una misión importante para su familia, sino como la directora de una agencia gubernamental secreta que trataba rutinariamente con el espionaje y el contraespionaje. Había algo fuera de lugar. La repentina aparición de Claridon era demasiado oportuna. Ella no sabía muchas cosas de De Roquefort, pero sí lo suficiente para darse cuenta de que, o a Claridon se le había permitido escapar, o, peor aún, el susceptible hombrecillo sentado frente a ella estaba conchabado con el enemigo. En cualquiera de los dos casos, ella tenía que vigilar lo que decía. Geoffrey también, al parecer, había percibido algo, pues estaba respondiendo lacónicamente a las múltiples preguntas del francés… demasiadas preguntas para un hombre que acababa de sobrevivir a una experiencia de vida o muerte.
—La mujer de anoche en el palacio, Casiopea Vitt, ¿era el ingénieur que se mencionaba en la carta dirigida a Ernest Scoville? —preguntó Stephanie.
—Lo supongo. Es una diablesa.
—Tal vez nos salvó a todos.
—¿Cómo? Más bien interfirió, como hizo con Lars.
—Está usted vivo ahora gracias a su interferencia.
—No, madame. Estoy vivo porque ellos quieren información.
—Lo que me estoy preguntando es por qué está usted aquí —dijo Geoffrey desde su posición en la ventana—. Escapar de De Roquefort no es fácil.
—Usted lo hizo.
—¿Y cómo sabía usted eso?
—Hablaron de usted y de Mark. Al parecer hubo un tiroteo. Algunos hermanos fueron heridos. Están furiosos.
—¿Dijo algo sobre su intención de matarnos?
Transcurrió un momento de incómodo silencio.
—Royce —dijo Stephanie—, ¿qué otras cosas andan buscando?
—Yo sólo sé que echaron de menos dos libros de su archivo. Eso salió en la conversación.
—Ha dicho usted hace un momento que no tenía ninguna pista de por qué querían al hijo de madame Nelle. —La sospecha se traslucía en el tono de Geoffrey.
—Y no la tengo. Pero sé que quieren los dos libros sustraídos.
Stephanie miró a Geoffrey y no vio ningún indicio de aquiescencia en la expresión del joven. Si realmente él y Mark poseían los libros que De Roquefort buscaba, en sus ojos no se apreciaba ningún reconocimiento.
—Ayer —dijo Claridon— usted me enseñó el diario de Lars y el libro…
—Que De Roquefort tiene.
—No. Casiopea Vitt le robó ambas cosas anoche.
Otra información nueva. Claridon conocía una barbaridad de cosas para ser un hombre al que sus captores supuestamente no daban gran importancia.
—De manera que De Roquefort necesita encontrarla —dejó claro Stephanie—. Igual que nosotros.
—Parece, madame, que uno de los libros que Mark cogió del archivo de la orden también contiene un criptograma. De Roquefort quiere recuperar ese libro.
—¿Eso forma parte también de lo que usted oyó por casualidad?
Claridon asintió.
—Oui. Me creían dormido, pero estaba escuchando. Un mariscal, de la época de Saunière, descubrió el criptograma y lo reprodujo en el libro.
—No tenemos ningún libro —dijo Geoffrey.
—¿Qué quiere usted decir?
El asombro se reflejaba en el rostro del hombrecillo.
—No tenemos ningún libro. Salimos de la abadía con mucha precipitación y no nos llevamos nada.
Claridon se puso de pie.
—Es usted un mentiroso.
—Atrevidas palabras. ¿Puede demostrar esa alegación?
—Es usted un hombre de la orden. Un guerrero de Cristo. Un templario. Su juramento debería bastar para impedirle mentir.
—¿Y qué se lo impide a usted? —preguntó Geoffrey.
—Yo no miento. He pasado por una prueba muy dura. Me escondí en un asilo durante cinco años para evitar caer prisionero de los templarios. ¿Sabe usted lo que planeaban hacerme? Cubrirme los pies de grasa y ponerlos luego delante de un brasero al rojo vivo. Cocerme la piel hasta el hueso.
—No tenemos ningún libro. De Roquefort está persiguiendo una sombra.
—Pero eso no es así. Dos hombres recibieron disparos durante su fuga, y ambos dijeron que Mark llevaba una mochila.
Stephanie se animó ante aquella información.
—¿Y cómo habrá sabido usted eso? —preguntó Geoffrey.
De Roquefort entró en la iglesia seguido del hermano que acababa de registrar su interior. Avanzó por el pasillo central y penetró en la sacristía. Tenía que conceder crédito a Mark Nelle. Pocos eran los que conocían la sala secreta de la iglesia. No formaba parte de las visitas, y sólo los muy estudiosos de Rennes podrían tener algún indicio de que existía dicho espacio oculto. Con frecuencia había pensado que los encargados del complejo no explotaban ese añadido de Saunière a la arquitectura de la iglesia —las habitaciones secretas siempre aumentan cualquier misterio—, pero había un montón de cosas sobre la iglesia, la ciudad y la historia que se resistían a toda explicación.
—Cuando viniste aquí antes, ¿estaba abierta la puerta de esta habitación?
El hermano negó con la cabeza y murmuró:
—Estaba cerrada, maestre.
Éste cerró suavemente la puerta.
—No permitas que entre nadie.
Se acercó al aparador y guardó su arma. Nunca había visto realmente la cámara secreta que había más allá, pero había leído suficientes relatos de anteriores mariscales que habían investigado Rennes para saber que existía una sala oculta. Si recordaba correctamente, el mecanismo se encontraba en la esquina derecha superior de la alacena.
Alargó la mano y localizó una palanca de metal.
Sabía que en cuanto tirara de ella, los dos hombres del otro lado serían alertados, y tenía que suponer que iban armados. Malone ciertamente podía arreglarse solo, y Mark Nelle había demostrado ya que no era un hombre al que se pudiera subestimar.
—Prepárate —dijo.
El hermano sacó una automática de cañón corto y apuntó hacia la alacena. De Roquefort tiró del pomo y rápidamente se echó hacia atrás, apuntando con el arma, esperando ver qué sucedía a continuación.
La alacena se abrió unos dedos y luego se detuvo.
Él permanecía en el borde derecho más alejado y, con el pie, hizo girar la puerta para abrirla totalmente.
La cámara estaba vacía.
Malone se encontraba junto a Mark dentro del confesionario. Habían esperado dentro de la habitación oculta durante un par de minutos, observando la sacristía a través de una diminuta mirilla estratégicamente colocada en la alacena. Mark había visto que uno de los hermanos entraba en la sacristía, contemplaba la habitación vacía y se marchaba. Esperaron unos segundos más, y luego salieron, observando desde la puerta cómo el hermano salía de la iglesia. No viendo a más hermanos dentro, rápidamente se precipitaron al confesionario y se ocultaron en él, justo cuando De Roquefort y el hermano regresaban.
Mark había supuesto que De Roquefort tendría conocimiento de la cámara secreta, pero que no compartiría dicho conocimiento con nadie si no era absolutamente necesario. Cuando descubrieron a De Roquefort esperando fuera, y enviando a otro hermano a investigar, se demoraron sólo un par de minutos, el tiempo suficiente para cambiar de situación, ya que en cuanto el explorador regresara e informara de que no aparecían por ninguna parte, De Roquefort inmediatamente sospecharía dónde se ocultaban. A fin de cuentas, sólo había una manera de entrar y salir de la iglesia.
—Conoce a tu enemigo y conócete a ti mismo —susurró Mark cuando De Roquefort y su secuaz entraban en la sacristía.
Malone sonrió.
—Sun Tzu era un hombre sabio.
La puerta de la sacristía se cerró.
—Esperemos unos segundos y saldremos de aquí —dijo Mark.
—Podría haber más hombres fuera.
—Estoy seguro de que los hay. Pero nos arriesgaremos. Tengo nueve balas.
—No empecemos un tiroteo, a menos que no quede más remedio.
La puerta de la sacristía permanecía cerrada.
—Tenemos que salir —dijo Malone.
Salieron del confesionario, torcieron a la derecha y se dirigieron a la puerta.
Stephanie se puso lentamente de pie, se acercó a Geoffrey y con calma cogió el arma que sostenía el joven. Luego se dio la vuelta, la amartilló y se precipitó hacia delante, aplicando el cañón a la cabeza de Claridon.
—Tú, asquerosa escoria. Estás con ellos.
Los ojos de Claridon se abrieron de par en par.
—No, madame. Le aseguro que no.
—Ábrele la camisa —dijo ella.
Geoffrey le arrancó los botones, dejando al descubierto un micrófono sujeto con cinta adhesiva al estrecho pecho.
—Vamos. Rápido. Necesito ayuda —gritó Claridon.
Geoffrey lanzó su puño contra la mandíbula de Claridon y envió al malévolo individuo al suelo. Stephanie se dio la vuelta, pistola en mano, y descubrió por la ventana a un cabello corto que corría hacia la puerta de la casa.
Una patada y la puerta se abrió de par en par.
Geoffrey estaba preparado.
Se situó a la izquierda de la entrada y, cuando el hombre penetraba, Geoffrey le hizo dar la vuelta. Stephanie vio un arma en la mano del individuo, pero Geoffrey con destreza mantuvo el cañón apuntando al suelo, giró sobre sus talones y proyectó al hombre contra la pared de una patada. Sin darle tiempo a reaccionar, le soltó otro puntapié en el abdomen que provocó un gañido. Cuando el hombre se desplomó hacia delante, la respiración le había abandonado, y Geoffrey lo hizo caer al suelo de un golpe en la columna vertebral.
—¿Os enseñan eso en la abadía? —preguntó ella, impresionada.
—Eso y más.
—Salgamos de aquí.
—Aguarde un segundo.
Geoffrey se precipitó desde la cocina otra vez al dormitorio y regresó con la mochila de Mark.
—Claridon tenía razón. Tenemos los libros, y no podemos marcharnos sin ellos.
Stephanie descubrió un auricular en la oreja del hombre que Geoffrey había derribado.
Éste debía de estar escuchando a Claridon, y seguramente se hallaba en comunicación con los otros.
—De Roquefort está aquí —dijo Geoffrey.
Ella agarró el teléfono móvil del mármol de la cocina.
—Tenemos que encontrar a Mark y a Cotton.
Geoffrey se acercó a la abierta puerta de la casa y cuidadosamente atisbo en ambas direcciones.
—Supuse que habría más hermanos por aquí a estas alturas.
Ella avanzó un paso para ponerse a su lado.
—Quizás están ocupados en la iglesia. Iremos allí, siguiendo el muro exterior, a través del aparcamiento, apartándonos de la rue principal. —Le devolvió el arma—. Guárdeme las espaldas.
Él sonrió.
—Con sumo placer, madame.
De Roquefort contempló la vacía cámara secreta. ¿Dónde estaban aquellos dos? Sencillamente no había ningún otro lugar donde ocultarse dentro de la iglesia.
Volvió a colocar la alacena en su lugar.
El otro hermano seguramente había visto el momento de confusión que cruzó por su rostro cuando descubrieron que el lugar oculto estaba vacío. Pero eliminó toda duda de sus ojos.
—¿Dónde están, maestre? —preguntó el hermano.
Meditando la respuesta, avanzó hacia la vidriera y atisbo a través de uno de los segmentos claros. Abajo, el Jardín del Calvario seguía concurrido por los visitantes. Entonces vio a Mark Nelle y Cotton Malone en el jardín y que giraban hacia el cementerio.
—Fuera —dijo con calma, dirigiéndose hacia la puerta de la sacristía.
Mark pensaba que el truco de la cámara secreta podía hacerles ganar suficiente tiempo para conseguir escapar. Confiaba en que De Roquefort hubiera traído consigo sólo un pequeño contingente de hermanos. Pero otros tres habían estado esperando fuera… Uno en la calle mayor, otro bloqueando el callejón que conducía al aparcamiento y finalmente un tercero posicionado ante la Villa Betania, impidiendo que la arboleda se convirtiera en una vía de escape. De Roquefort, al parecer, no había pensado en el cementerio como una posible escapatoria, ya que estaba cercado por un muro, con un precipicio de más de cuatrocientos metros al otro lado.
Pero allí era precisamente adonde Mark se dirigía.
Dio gracias al cielo por las múltiples exploraciones de altas horas de la noche que él y su padre habían efectuado en el pasado. Los vecinos fruncían el ceño ante esas visitas al cementerio después del crepúsculo, pero ése era el mejor momento, decía su padre. De manera que lo recorrieron muchas veces, buscando pistas, tratando de encontrar sentido a Saunière y su inexplicable comportamiento. En algunas de aquellas incursiones habían sido interrumpidos, de modo que improvisaron otra manera de salir que no fuera a través de la puerta de la calavera y las tibias.
Ya era hora de sacar partido de ese descubrimiento.
—Siento tener que preguntar cómo vamos a salir de aquí —dijo Malone.
—Es pavoroso, pero al menos el sol está brillando. Siempre que hice esto, era de noche.
Mark giró hacia la derecha y bajó precipitadamente por la escalera de piedra hasta la parte inferior del cementerio. Había unas cincuenta personas más o menos esparcidas por el lugar admirando las lápidas. Más allá del muro, el limpio cielo era de un azul brillante y el viento gemía como un alma en pena. Los días claros eran siempre ventosos en Rennes, pero el aire del cementerio permanecía quieto, pues la iglesia y la casa parroquial bloqueaban las ráfagas más fuertes, que procedían del sur y el oeste.
Se abrió paso hasta un monumento que se alzaba junto a la pared oriental, bajo un dosel de olmos que cubrían el suelo con sus largas sombras. Observó que la multitud se apiñaba principalmente en el nivel superior, donde se encontraba la tumba de la amante de Saunière. Saltó sobre una gruesa lápida y se encaramó al muro.
—Sígame —dijo mientras saltaba al otro lado, rodaba por el suelo y luego se ponía de pie, limpiándose la arenisca.
Miró hacia atrás mientras Malone se dejaba caer los dos metros y medio hasta el estrecho sendero.
Se encontraban en la base del muro, en un sendero rocoso que mediría algo más de un metro de ancho. Unas hayas y pinos de aspecto anómalo sostenían la pendiente situada más allá, batida por el viento, sus ramas retorcidas y entrelazadas, sus raíces empotradas en grietas entre las rocas.
Mark señaló a su izquierda.
—Este sendero termina justo ahí delante, después del château, sin ningún lugar adónde ir. —Se dio la vuelta—. Así que tenemos que ir por este lado. Nos lleva en dirección al aparcamiento. Hay una manera fácil de subir por ahí.
—No hay viento aquí, pero cuando demos la vuelta a esa esquina… —señaló Malone al frente— me imagino que soplará.
—Como un huracán. Pero no tenemos elección.