XXXVIII

Domingo, 25 de junio.

Abadía des Fontaines.

5:25 am.

De Roquefort cerró de golpe la puerta a sus espaldas. El hierro produjo un tremendo ruido metálico al chocar contra el marco, como un disparo de rifle, y la cerradura encajó.

—¿Está todo preparado? —le preguntó a uno de sus ayudantes.

—Tal como usted especificó.

Bien. Ya era hora de salirse con la suya. Empezó a caminar a grandes zancadas por el corredor subterráneo. Estaban tres pisos por debajo del nivel del suelo, en una parte de la abadía ocupada por primera vez mil años atrás. Las sucesivas construcciones habían transformado las salas que lo rodeaban en un laberinto de cámaras olvidadas, ahora utilizadas principalmente para almacenar alimentos.

Había regresado a la abadía tres horas antes con el diario de Lars Nelle y Royce Claridon. La pérdida de Pierres Gravées du Languedoc, el libro de la subasta, constituía una pesada carga en su mente. Su única esperanza era que el diario y el propio Claridon le proporcionarían las suficientes piezas que le faltaban.

Y la mujer de color… Era un buen problema.

El mundo de De Roquefort era claramente masculino. Su experiencia con las mujeres, mínima. Eran una casta diferente, de eso estaba seguro; pero la hembra con que se había enfrentado en el Pont St. Bénézet parecía casi de otro mundo. En ningún momento había mostrado ni una pizca de miedo, y se movía con la astucia de una leona. Le había atraído directamente al puente, sabiendo con exactitud cómo pensaba efectuar su huida. Su único error había sido perder el diario. Tenía que descubrir su identidad.

Pero lo primero era lo primero.

Entró en una cámara rematada por vigas de pino que no habían sido modificadas desde los tiempos de Napoleón. El centro de la habitación estaba ocupado por una larga mesa, sobre la que yacía Royce Claridon, boca arriba, brazos y piernas atados con correas a unas estacas de acero.

—Monsieur Claridon, tengo poco tiempo y mucha necesidad de usted. Su cooperación lo hará todo más sencillo.

—¿Qué espera que diga? —Sus palabras estaban teñidas de desesperación.

—Sólo la verdad.

—Sé muy poco.

—Vamos, no empecemos con una mentira.

—No sé nada.

De Roquefort se encogió de hombros.

—Le oí en el archivo. Es usted un pozo de información.

—Todo lo que dije en Aviñón se me ocurrió entonces.

De Roquefort hizo un gesto a un hermano que se encontraba al otro lado de la habitación. El hombre se adelantó y dejó una lata abierta sobre la mesa. Con tres dedos extendidos, el hermano recogió un pegajoso pegote blanco.

De Roquefort le quitó los zapatos y los calcetines a Claridon.

Éste levantó la cabeza para ver.

—¿Qué está haciendo? ¿Qué es eso?

—Manteca.

El hermano extendió la manteca por los desnudos pies de Claridon.

—¿Qué hace?

—Seguramente conoce usted la historia. Cuando los templarios fueron arrestados en 1307, se usaron muchos métodos para obtener confesiones. Se arrancaban los dientes y en las cuencas vacías se echaba metal fundido. Se metían astillas bajo las uñas. El calor era utilizado de maneras muy imaginativas. Una de las técnicas empleadas consistía en untar de manteca los pies y luego acercarlos a la llama. Lentamente los pies se cocían, y la piel se iba desprendiendo como carne de un filete. Muchos hermanos sucumbieron a esa tortura. Incluso Jacques de Molay fue víctima de ella.

El hermano terminó con la manteca y se retiró de la habitación.

—En nuestras Crónicas, aparece el informe de un templario que, después de ser sometido a la tortura de los pies ardientes y confesar, fue trasladado ante sus inquisidores agarrando una bolsa que contenía los ennegrecidos huesos de sus pies. Se le permitió conservarlos como un recuerdo de su sufrimiento. Muy amable por parte de sus inquisidores, ¿no?

Se acercó a un brasero de carbón que ardía en un rincón. Había ordenado que lo prepararan una hora antes y sus brasas estaban ahora al rojo vivo.

—Supongo que pensaría usted que ese fuego era para calentar la cámara. Bajo el suelo, hace frío aquí, en las montañas. Pero hice preparar este fuego justamente para usted.

Hizo rodar el carrito con el brasero hasta situarlo a un metro de distancia de los desnudos pies de Claridon.

—La idea, me han dicho, es que el calor sea flojo y constante. No intenso… eso vaporizaría la grasa demasiado rápidamente. Igual que con un bistec, una llama lenta funciona mejor.

Los ojos de Claridon estaban abiertos de par en par.

—Cuando mis hermanos fueron torturados en el siglo XIV, se pensaba que Dios fortificaría al inocente para que pudiera soportar el dolor, de modo que sólo el culpable realmente confesaría. Del mismo modo (y de forma bastante conveniente, podría añadir) no se podía uno retractar de cualquier confesión extraída gracias a la tortura. Por lo que, cuando una persona había confesado, ahí se acababa el asunto.

Empujó el brasero hasta unos treinta centímetros de la desnuda piel.

Claridon lanzó un grito.

—¿Tan pronto, monsieur? Aún no ha ocurrido nada. ¿No tiene usted ninguna resistencia?

—¿Qué quiere usted?

—Un montón de cosas. Pero podemos empezar con el significado de Don Miguel de Mañana leyendo las reglas de la caridad.

—Hay una clave que relaciona al abate Bigou con la lápida sepulcral de Marie d’Hautpoul de Blanchefort. Lars Nelle encontró un criptograma. Él pensaba que la clave para resolverlo se encontraba en el cuadro.

Claridon estaba hablando deprisa.

—Ya oí todo eso en los archivos. Quiero saber lo que usted no llegó a decir.

—No sé nada más. Por favor, mis pies se están friendo.

—Ésa es la idea —dijo De Roquefort, buscando en su hábito y sacando el diario de Lars Nelle.

—¿Lo tiene usted? —dijo Claridon con asombro.

—¿Por qué le sorprende tanto?

—Su viuda. Ella lo poseía.

—Ya no.

Había leído la mayor parte de las anotaciones en el viaje de vuelta de Aviñón. Pasó las páginas hasta llegar al criptograma, y las mantuvo abiertas para que Claridon las pudiera ver.

—¿Es eso lo que Lars Nelle encontró?

Oui. Oui.

—¿Cuál es el mensaje?

—No lo sé. De verdad. No lo sé. ¿No puede apartar el brasero? Por favor. Se lo suplico. Los pies me duelen terriblemente.

Decidió que una muestra de compasión podría aflojar la lengua más deprisa. Retiró el carrito unos treinta centímetros.

—Gracias. Gracias. —Claridon estaba respirando deprisa.

—Siga hablando.

—Lars Nelle encontró el criptograma en un manuscrito que Noel Corbu escribió en los años sesenta.

—Nadie ha encontrado nunca ese manuscrito.

—Lars lo hizo. Fue con un cura, al cual Corbu confió las páginas antes de morir en 1968.

Él sabía de Corbu por los informes que uno de sus predecesores había registrado. Aquel mariscal también había buscado el Gran Legado.

—¿Qué hay del criptograma?

—El cuadro fue citado también por el abate Bigou, en el archivo parroquial, poco antes de que huyera de Francia con destino a España, de manera que Lars creyó que contenía la clave del rompecabezas. Pero murió antes de descifrarlo.

De Roquefort no poseía la litografía del cuadro. La mujer lo había cogido, junto con el libro de la subasta. No obstante, aquélla podía no ser la única reproducción. Ahora que sabía dónde buscar, encontraría otra.

—¿Y qué sabía el hijo? Mark Nelle. ¿Cuál era su conocimiento?

—No mucho. Era profesor en Toulouse. Investigaba como pasatiempo los fines de semana. Nada serio. Pero estaba buscando el escondrijo de Saunière en las montañas cuando murió en una avalancha.

—No murió allí.

—Por supuesto que sí. Hace cinco años.

De Roquefort se acercó un poco más.

—Mark Nelle ha vivido aquí, en esta abadía, durante los últimos cinco años. Lo sacaron de la nieve y lo trajeron aquí. Nuestro maestre lo adoptó y lo convirtió en nuestro senescal. Quería también que fuera nuestro siguiente maestre. Pero, gracias a mí, fracasó. Mark Nelle huyó de estas paredes esta tarde. Durante los pasados cinco años registró nuestros archivos, buscando pistas, mientras usted se ocultaba, como una cucaracha de la luz, en un asilo mental.

—Dice usted tonterías.

—Digo la verdad. Aquí es donde permaneció, mientras usted se encogía de miedo.

—A usted y a sus hermanos eran a lo que yo temía. Y Lars también les tenía miedo.

—Tenía motivos para estar asustado. Me mintió varias veces, y yo detesto el engaño. Se le dio una oportunidad de arrepentirse, pero decidió seguir con las mentiras.

—Lo colgó usted de aquel puente, ¿verdad? Siempre supe eso.

—Era un no creyente, un ateo. Me parece que usted comprende que haré lo que sea necesario para conseguir mi objetivo. Yo llevo el manto blanco. Soy el maestre de esta abadía. Casi quinientos hermanos esperan mis órdenes. Nuestra regla es clara. Una orden del maestre es como si el propio Cristo la diera, porque fue Cristo el que dijo por boca de David: «Ob auditu auris obedivit mihi». «Me obedeció en cuanto me oyó». Eso también debería despertar temor en su corazón.

Hizo un movimiento con el diario.

—Ahora cuénteme lo que ese rompecabezas dice.

—Lars pensaba que revelaba el lugar de lo que Saunière encontró.

Alargó la mano hacia el carro.

—Se lo aseguro, sus pies se convertirán en simples muñones si no responde a mi pregunta.

Los ojos de Claridon se desorbitaron.

—¿Qué debo hacer para demostrar mi sinceridad? Yo sólo conozco algunas partes de la historia. Lars era así. Compartía poco. Tiene usted su diario.

Un elemento de desesperación prestaba credibilidad a las palabras.

—Sigo escuchando.

—Sé que Saunière encontró el criptograma en la iglesia de Rennes cuando estaba sustituyendo el altar. También halló una cripta donde descubrió que Marie d’Hautpoul de Blanchefort no estaba enterrada fuera en el recinto parroquial, sino debajo de la iglesia.

Había leído todo aquello en el diario, pero quería saber más.

—¿Cómo se enteró de eso Lars Nelle?

—Halló la información sobre la cripta en viejos libros descubiertos en Monfort-Lamaury, el feudo de Simón de Montfort, que describía la iglesia de Rennes con gran detalle. Luego encontró más referencias en el manuscrito de Corbu.

De Roquefort sintió un gran desprecio al oír el nombre de Simón de Montfort… Otro oportunista del siglo XIII que mandaba la Cruzada Albigense que asoló el Languedoc en nombre de la Iglesia. De no ser por él, los templarios hubieran conseguido su propio estado autónomo, lo cual hubiera seguramente evitado su posterior caída. El único fallo en la primera existencia de la orden había sido su dependencia al poder secular. El porqué los primeros maestres se sintieron obligados a vincularse tan estrechamente con la monarquía siempre le había causado perplejidad.

—Saunière se enteró de que su predecesor, el abate Bigou, había erigido la lápida sepulcral de Marie d’Hautpoul. Pensaba que lo que había inscrito en ella y la referencia que Bigou dejó en los archivos de la parroquia sobre el cuadro eran claves.

—Son ridículamente patentes.

—No para una mente del siglo XVIII —dijo Claridon—. La mayor parte era analfabeta entonces. De modo que los códigos más sencillos, incluso las palabras mismas, hubieran sido bastante efectivos. Y realmente lo han sido… han permanecido ocultos todo este tiempo.

Algo de las Crónicas pasó como un rayo por la mente de De Roquefort. Algo de una época posterior a la Purga. La única pista conocida sobre la ubicación del Gran Legado. «¿Cuál es el mejor lugar para esconder un guijarro?». La respuesta de pronto se hizo evidente.

—En el suelo —murmuró.

—¿Qué ha dicho usted?

Su mente volvió bruscamente a la realidad.

—¿Puede usted recordar lo que vio en el cuadro?

La cabeza de Claridon subía y bajaba.

Oui. Con todo detalle.

Lo cual le daba a aquel estúpido cierto valor.

—Y también tengo el dibujo —añadió Claridon.

¿Había oído bien?

—¿El dibujo de la lápida sepulcral?

—Las notas que tomé en el archivo. Cuando las luces se apagaron, robé el papel de la mesa.

Le gustó lo que estaba oyendo.

—¿Dónde está?

—En mi bolsillo.

Decidió hacer un trato.

—¿Qué me dice de una colaboración? Ambos poseemos algún conocimiento. ¿Por qué no aunar nuestros esfuerzos?

—¿Y en qué me beneficiaría eso a mí?

—El que sus pies queden intactos sería una inmediata recompensa.

—Tiene usted razón, monsieur. Eso me gusta mucho.

De Roquefort decidió apelar a lo que sabía que el hombre deseaba.

—Buscamos el Gran Legado por razones diferentes de las suyas. Una vez que se haya encontrado, estoy seguro de que cierta remuneración monetaria puede compensarle por sus molestias. —Luego dejó su postura clara como el cristal—. Y, además, no le dejaré ir. Y si consigue escapar, lo encontraré.

—Me parece que no tengo elección.

—Usted sabe que nos lo dejaron en nuestras manos.

Claridon no dijo nada.

—Me refiero a Malone y Stephanie Nelle. No hicieron ningún esfuerzo por salvarlo. En vez de ello, se salvaron a sí mismos. Oí que usted pedía ayuda en los archivos. Ellos también lo oyeron. No hicieron nada.

Dejó que sus palabras se afianzaran, esperando que había juzgado correctamente el débil carácter del hombre.

—Juntos, monsieur Claridon, tendríamos éxito. Yo poseo el diario de Lars Nelle y tengo acceso a un archivo que usted ni se lo imagina. Usted tiene la información de la lápida y sabe cosas que yo ignoro. Ambos queremos lo mismo, así que juntos lo descubriremos.

De Roquefort agarró un cuchillo que descansaba sobre la mesa entre las estiradas piernas de Claridon y cortó las ligaduras.

—Vamos, tenemos trabajo.