Malone abrió los ojos, se tocó su dolorido cuello y decidió que al parecer no había nada roto. Se masajeó los doloridos músculos con la palma abierta y movió la cabeza para sacudirse la inconsciencia. Consultó su reloj. Las once y veinte de la noche. Llevaba sin sentido aproximadamente una hora.
Stephanie yacía a un par de metros de distancia. Se arrastró hacia ella, le levantó la cabeza y suavemente la zarandeó. Ella parpadeó y trató de concentrar su mirada en él.
—Duele —murmuró ella.
—Dígamelo a mí. —Paseó su mirada por la extensa sala. Fuera, la lluvia había amainado—. Tenemos que salir de aquí.
—¿Qué hay de nuestros amigos?
—Si quisieran matarnos, lo habrían hecho. Creo que han acabado con nosotros. Tienen el libro, el diario y a Claridon. No somos necesarios. —Descubrió el arma allí al lado y se movió—. Ahí tiene la clase de amenaza que piensan que somos.
Stephanie se frotó la cabeza.
—Esto fue una mala idea, Cotton. No debería haber reaccionado después de que me enviaran ese diario. Si no hubiera llamado a Ernest Scoville, probablemente seguiría vivo. Y no debería haberle implicado a usted.
—Creo que yo insistí. —Malone se puso lentamente de pie—. Tenemos que irnos. En algún momento, el personal de limpieza tiene que pasar por aquí. Y no me veo respondiendo a preguntas de la policía.
Ayudó a Stephanie a levantarse.
—Gracias, Cotton. Por todo. Aprecio todo lo que ha hecho usted.
—Por lo que dice, parece como si esto hubiera acabado.
—Ha acabado para mí. Sea lo que fuera lo que Lars y Mark estaban buscando, tendrá que encontrarlo otra persona. Yo me voy a casa.
—¿Y qué hay de Claridon?
—¿Qué podemos hacer? No tenemos ni idea de adónde lo llevaron, o dónde podría estar. ¿Y qué diríamos a la policía? ¿Los caballeros templarios han secuestrado a un interno de un asilo local? Seamos realistas. Me temo que se habrá de arreglar solo.
—Sabemos el nombre de la mujer —dijo él—. Claridon mencionó su nombre: Casiopea Vitt. Nos dijo dónde está. En Givors. Podríamos ir a verla.
—¿Y hacer qué? ¿Darle las gracias por proteger nuestro pellejo? Creo que ella va por su cuenta también, y es sumamente capaz de manejarse sola. Como ha dicho usted, ya no somos importantes.
Tenía razón.
—Tenemos que volver a casa, Cotton. No hay nada que hacer aquí, para ninguno de los dos.
De nuevo acertaba.
Encontraron un camino de salida del palacio y regresaron al coche alquilado. Después de librarse de sus perseguidores en las afueras de Rennes, Malone sabía que no habían sido seguidos hasta Aviñón, por lo que supuso que, o bien había ya algunos hombres aguardándolos en la ciudad, lo cual era improbable, o bien se había utilizado alguna especie de vigilancia electrónica. Lo que quería decir que la persecución y los disparos antes de que consiguiera enviar el Renault al barro habían sido sólo un espectáculo circense concebido para despistarlo.
Que había funcionado.
Pero ya no eran considerados jugadores de fuera cual fuese el juego que se estaba desarrollando, de manera que Malone decidió que volvería a Rennes-le-Château y pasaría la noche allí.
El viaje les llevó un par de horas y cruzaron la puerta principal del pueblo justo antes de las dos de la mañana. Un fresco viento barría la cumbre y la Vía Láctea se extendía sobre sus cabezas mientras abandonaban a pie el aparcamiento. Ni una sola luz brillaba dentro de las murallas. Las calles seguían húmedas.
Malone estaba cansado.
—Descansaremos un poco y saldremos alrededor del mediodía. Estoy seguro de que habrá algún vuelo que pueda usted coger de París a Atlanta.
Ya en la puerta, Stephanie abrió la cerradura. Dentro, Malone encendió una lámpara en el estudio, e inmediatamente descubrió una mochila arrojada sobre una silla que ni él ni Stephanie habían traído.
Echó mano del arma que llevaba en su cintura.
Un movimiento procedente del dormitorio captó su atención. Un hombre apareció en la puerta y le apuntó con una Glock.
Malone hizo lo mismo con su arma.
—¿Quién demonios es usted?
El hombre era joven, quizás treinta y pocos años, y tenía el mismo cabello corto y robusta complexión que Malone había visto en abundancia durante los últimos días. El rostro, aunque bello, se mostraba dispuesto para el combate —los ojos eran como mármoles negros—, y manejaba el arma con seguridad. Pero Malone captó una vacilación, como si el otro no estuviera seguro de si era amigo o enemigo.
—Le he preguntado quién es usted.
—Baja el arma, Geoffrey —dijo una voz procedente del dormitorio.
—¿Está usted seguro?
—Por favor.
El arma bajó, y Malone hizo lo mismo con la suya.
Otro hombre salió de las sombras.
Era de largos miembros, hombros cuadrados y cabello castaño muy corto. También él sostenía una pistola, y Malone tardó sólo un instante en descubrir el familiar hoyuelo, morena piel y gentiles ojos de la foto que aún descansaba sobre la mesa a su izquierda.
Notó que Stephanie se quedaba sin aliento.
—Dios del Cielo —susurró la mujer.
Él estaba estupefacto también.
De pie ante él estaba Mark Nelle.
El cuerpo de Stephanie se estremecía. Su corazón latía desaforadamente. Por un momento tuvo que decirse a sí misma que debía respirar.
Su único hijo se encontraba allí, al otro lado de la habitación.
Quería correr hacia él, decirle cuán triste se había sentido por todas sus diferencias, cuánto se alegraba de verlo. Pero sus músculos no le respondían.
—Madre —dijo Mark—, tu hijo ha regresado de la tumba.
Ella captó la frialdad de su tono e instantáneamente sintió que su corazón era todavía duro.
—¿Dónde has estado?
—Es una larga historia.
Ni una sombra de compasión suavizaba su mirada. Ella esperó a que él se explicara, pero no decía nada.
Malone se acercó a ella, puso una mano sobre su hombro y rompió la incómoda pausa.
—¿Por qué no se sienta?
Ella se sentía como desconectada de su vida, un confuso batiburrillo que perturbaba sus pensamientos, y le estaba costando una barbaridad controlar su ansiedad. Pero, qué diantres, ella era la jefa de una de las unidades más altamente especializadas del gobierno de Estados Unidos. Se enfrentaba a crisis diariamente. Cierto, ninguna de ellas era tan personal como la que ahora se alzaba ante ella desde el otro lado de la habitación, pero si Mark quería que su primer encuentro fuera frío, entonces que así fuera, no les daría a ninguno de ellos la satisfacción de creer que la emoción la dominaba.
De modo que se sentó y dijo:
—Conforme, Mark. Cuéntanos tu larga historia.
Mark Nelle abrió los ojos. Ya no se encontraba a dos mil quinientos metros de altitud en los Pirineos franceses, calzando botas de clavos y llevando un piolet siguiendo un accidentado rastro en busca del escondite de Bérenger Saunière. Se encontraba dentro de una habitación de piedra y madera con un ennegrecido techo de vigas. El hombre que estaba ante él era alto y demacrado, con una pelusa gris por cabello y una barba plateada tan espesa como la lana. Los ojos del hombre tenían una peculiar tonalidad violeta que no recordaba haber visto nunca anteriormente en otra persona.
—Tenga cuidado —dijo el hombre en inglés—. Aún está débil.
—¿Dónde estoy?
—En un lugar que durante siglos ha sido seguro.
—¿Tiene un nombre?
—Abadía des Fontaines.
—Eso está a kilómetros de distancia de donde yo me encontraba.
—Dos de mis subordinados le estaban siguiendo y le rescataron cuando la nieve empezaba a engullirlo. Me han dicho que el alud fue bastante grande.
Aún podía oír cómo la montaña se sacudió, su cima desintegrándose como una gran catedral que se derrumbara. Una cresta entera se había desmoronado sobre él y la nieve había bajado como la sangre manando de una herida abierta. El frío aún le atenazaba los huesos. Entonces recordó haber caído dando tumbos. Pero ¿había oído bien lo dicho por el hombre que se encontraba ante él?
—¿Hombres que me estaban siguiendo?
—Yo lo ordené. Como hice con su padre a veces, antes que con usted.
—¿Conocía usted a mi padre?
—Sus teorías siempre me interesaron. De manera que me creí en la obligación de conocerle, tanto a él como lo que sabía.
El joven trató de incorporarse de la cama, pero sintió en el costado izquierdo un dolor como una descarga eléctrica. Hizo una mueca y se agarró el estómago.
—Tiene usted algunas costillas rotas. Yo también me rompí alguna en mi juventud. Duele mucho.
Volvió a echarse atrás.
—¿Me trajeron aquí?
El anciano asintió con la cabeza.
—Mis hermanos están entrenados en toda clase de recursos.
Se fijó en el hábito blanco y las sandalias de cuerda.
—¿Es un monasterio?
—Es el lugar que ha estado usted buscando.
No estaba seguro de cómo responder a eso.
—Soy el maestre de los Pobres Compañeros Soldados de Cristo y el Templo de Salomón. Nosotros somos los templarios. Su padre nos buscó durante décadas. Usted también nos ha buscado. Así que decidí que había llegado finalmente la hora.
—¿De qué?
—Eso le toca a usted decidirlo. Pero espero que elija unirse a nosotros.
—¿Y por qué haría eso?
—Su vida, lamento decirlo, está sumida en un completo caos. Echa de menos a su padre más de lo que nunca confesaría, y eso que lleva muerto ya seis largos años. Ha estado alejado de su madre, lo cual resulta más duro de lo que había imaginado. Profesionalmente es usted profesor, pero no se siente satisfecho. Ha hecho algunos intentos de reivindicar las creencias de su padre, pero no ha podido realizar muchos progresos. Por eso está usted aquí, en los Pirineos… buscando la razón por la que el abate Saunière se pasó tanto tiempo ahí cuando estaba vivo. Saunière una vez exploró la región buscando algo. Seguramente usted encontró las facturas del alquiler de carruaje y caballo entre los papeles de Saunière, que prueban lo que pagó a los vendedores locales. Resulta sorprendente, ¿no?, que un humilde cura pudiera permitirse lujos tales como un carruaje y un caballo privados.
—¿Qué sabe usted de mi padre y mi madre?
—Sé mucho.
—¿No esperará que me crea que es usted el maestre de los templarios?
—Veo que esa premisa sería difícil de aceptar. Yo también tuve problemas con ello cuando los hermanos me abordaron hace décadas. ¿Por qué, de momento, no nos concentramos en curar sus heridas y nos tomamos eso con calma?
—Me quedé en aquella cama durante tres semanas —dijo Mark—. Después, mis movimientos quedaron restringidos a algunas partes de la abadía, pero el maestre y yo hablábamos a menudo. Finalmente, acepté quedarme y tomar los votos.
—¿Y por qué hiciste semejante cosa? —preguntó Stephanie.
—Seamos realistas, madre. Tú y yo llevábamos años sin hablarnos. Papá estaba muerto. El maestre tenía razón. Me encontraba en un callejón sin salida. Papá buscaba el tesoro templario, sus archivos y a los propios templarios. Una tercera parte de lo que él había estado buscando me había encontrado a mí. Quería quedarme.
Para calmar su creciente agitación, Stephanie dejó que su atención derivara hacia el hombre más joven que se encontraba detrás de Mark. Una aureola de frescor se cernía sobre él, pero Stephanie también percibió en él interés, como si estuviera escuchando algunas cosas por primera vez.
—¿Te llamas Geoffrey? —preguntó, recordando como le había llamado antes.
Él asintió con la cabeza.
—¿No sabías que yo era la madre de Mark?
—Sé muy poco de los otros hermanos. Es la regla. Ningún hermano le habla de sí mismo a otro. Formamos parte de la hermandad. De dónde venimos no importa, a efectos de lo que somos ahora.
—Suena impersonal.
—Yo lo considero iluminador.
—Geoffrey te mandó un paquete —dijo Mark—. El diario de papá. ¿Lo recibiste?
—Por eso estoy aquí.
—Lo tenía conmigo el día del alud. El maestre lo guardó cuando me hice hermano. Descubrí que había desaparecido después de morir él.
—¿Tu maestre está muerto? —preguntó Malone.
—Tenemos un nuevo líder —explicó Mark—. Pero es un demonio.
Malone describió al hombre que se había enfrentado con él y Stephanie en la catedral de Roskilde.
—Ése es Raymond de Roquefort —dijo Mark—. ¿Cómo es que lo conocéis?
—Somos viejos amigos —dijo Malone, contándoles algunas de las cosas que acababan de ocurrir en Aviñón.
—Claridon es probablemente prisionero de De Roquefort —dijo Mark—. Que Dios ayude a Royce.
—Estaba aterrorizado por los templarios —dijo Malone.
—Con ése tiene motivos.
—Aún no nos has dicho por qué te quedaste en la abadía durante los pasados cinco años —dijo Stephanie.
—Lo que buscaba estaba allí. El maestre se convirtió en un padre para mí. Era un hombre bueno, gentil, lleno de compasión.
Ella captó el mensaje.
—¿A diferencia de mí?
—Ahora no es el momento de discutir eso.
—¿Y cuándo será un buen momento? Pensaba que habías muerto, Mark. Pero estabas recluido en una abadía, mezclándote con templarios…
—Su hijo era nuestro senescal —dijo Geoffrey—. Él y el maestre nos gobernaban bien. Fue una bendición para nuestra orden.
—¿Era el segundo en el mando? —preguntó Malone—. ¿Cómo ascendiste tan deprisa?
—El senescal es elegido por el maestre. Sólo éste decide quién está calificado —dijo Geoffrey—. Y eligió bien.
Malone sonrió.
—Tienes un devoto.
—Geoffrey es una fuente abundante de información, aunque ninguno de nosotros llegará a saber nada por él hasta que esté preparado para contárnoslo.
—¿Te importaría explicar eso? —preguntó Malone.
Mark habló, contándoles lo que había sucedido durante las últimas cuarenta y ocho horas. Stephanie escuchaba con una mezcla de fascinación e ira. Su hijo hablaba de la hermandad con reverencia.
—Los templarios —dijo Mark— salieron de un oscuro grupo de nueve caballeros, que supuestamente protegían a los peregrinos en el camino a Tierra Santa, llegando a formar un conglomerado intercontinental compuesto por decenas de miles de hermanos repartidos por nueve mil haciendas. Reyes, reinas y papas se acobardaban ante ellos. Nadie, hasta Felipe IV en 1307, consiguió desafiarlos. ¿Sabéis por qué?
—Su capacidad militar, supongo —aventuró Malone.
Mark negó con la cabeza.
—No era la fuerza lo que les daba solidez. Era el conocimiento. Poseían una información que nadie más conocía…
Malone lanzó un suspiro.
—Mark, no nos conocemos, pero es medianoche, estoy muerto de sueño y el cuello me duele terriblemente. ¿Podrías saltarte las adivinanzas e ir al grano?
—En el tesoro de los templarios había alguna prueba que estaba relacionada con Jesucristo.
La habitación quedó en silencio, y las palabras se afianzaron.
—¿Qué clase de prueba? —quiso saber Malone.
—Lo ignoro. Pero se llama el Gran Legado. La prueba fue hallada en Tierra Santa, bajo el Templo de Jerusalén. Había sido escondida en algún momento entre mediados del siglo primero y el año 70 después de Cristo, cuando el templo fue destruido. Fue transportado por los templarios a Francia y nuevamente ocultado, en un lugar conocido sólo por los dignatarios más elevados. Cuando Jacques de Molay, el maestre templario de la época de la Purga, fue quemado en la hoguera en 1314, la ubicación de esa prueba desapareció con él. Felipe IV trató de descubrir su paradero, pero fracasó. Papá creía que los abates Bigou y Saunière, de Rennes-le-Château, habían tenido éxito. Estaba convencido de que Saunière había localizado realmente el escondrijo templario.
—Así lo creía también el maestre —dijo Geoffrey.
—¿Veis lo que digo? —Mark miró a su amigo—. Se dicen las palabras mágicas y tenemos información.
—El maestre dejó bien claro que Bigou y Saunière estaban en lo cierto —dijo Geoffrey.
—¿Sobre qué? —preguntó Malone.
—No lo dijo. Sólo que tenían razón.
Mark dirigió su mirada hacia ellos.
—Al igual que usted, Malone, yo he tenido mi ración de acertijos.
—Llámame Cotton.
—Un nombre interesante. ¿Cómo se lo pusieron?
—Es una larga historia. Te la contaré en algún momento.
—Mark —intervino Stephanie—. No creerás realmente que existe ninguna prueba definitiva relacionada con Jesucristo, ¿verdad? Tu padre nunca fue tan lejos.
—¿Y cómo lo sabías? —La pregunta contenía amargura.
—Sé que él…
—Tú no sabes nada, madre. Ése es tu problema. Nunca supiste nada de lo que papá pensaba. Tú creías que todo lo que buscaba era una fantasía, que estaba desperdiciando su talento. Nunca lo quisiste lo suficiente para dejarle ser él mismo. Pensaste que buscaba fama y el tesoro. No. Él buscaba la verdad. Cristo ha muerto. Cristo ha resucitado. Cristo volverá. Eso es lo que le interesaba.
Stephanie consiguió controlar la avalancha de sentimientos y se dijo que no debía reaccionar ante aquellos reproches.
—Papá era un académico serio. Su trabajo tenía mérito; él nunca habló abiertamente sobre lo que realmente buscaba. Cuando descubrió Rennes-le-Château en los años setenta y le contó al mundo la historia de Saunière, eso fue simplemente una manera de ganar dinero. Lo que pueda, o no, haber sucedido allí es una buena leyenda. Millones de personas disfrutaron leyéndola, independientemente de los adornos que incorporaba. Tú fuiste una de las pocas personas que no lo hizo.
—Tu padre y yo tratábamos de comunicarnos, pese a nuestras diferencias.
—¿Cómo? ¿Diciéndole que estaba desperdiciando su vida, haciendo daño a su familia? ¿Diciéndole que era un fracasado?
—De acuerdo, maldita sea, me equivoqué. —Su voz era un grito—. ¿Quieres que lo diga otra vez? Me equivoqué. —Se incorporó en la silla, llena de energía por una desesperada resolución—. Lo jodí todo. ¿Eso es lo que querías oír? En mi mente, tú llevas muerto cinco años. Ahora estás aquí, y todo lo que quieres de mí es que admita que estaba equivocada. Estupendo. Si pudiera decirle eso a tu padre, lo haría. Si pudiera pedirle perdón, lo haría. Pero no puedo. —Las palabras brotaban con rapidez, por la emoción, y tenía intención de decirlo todo mientras tuviera el valor—. Vine aquí para ver lo que podía hacer. Para tratar de llevar a cabo lo que fuera que Lars y tú considerabais importante. Ésa es la única razón por la que vine. Pensé que finalmente estaba haciendo lo correcto. Pero deja ya de soltarme toda esa mierda beata. Tú también la jodiste. La diferencia entre nosotros es que yo he aprendido algo durante los últimos cinco años.
Se dejó caer otra vez contra el respaldo de la silla, sintiéndose mejor, aunque sólo ligeramente. Pero comprendió que la brecha entre ellos más bien se había ensanchado, y un repentino estremecimiento recorrió su cuerpo.
—Es medianoche —dijo Malone finalmente—. ¿Por qué no dormimos un poco y volvemos a enfrentarnos con todo esto dentro de unas horas?