XXXVI

Malone había estado esperando que entrara en acción la mujer, pero aquella voz no era la suya. Alargó la mano en busca de su arma.

—Quieto, Malone. Tiene armas apuntándole.

—Es el hombre de la catedral —dijo Stephanie.

—Ya le dije que nos volveríamos a encontrar. Y usted, monsieur Claridon. No resultaba muy convincente en el asilo. ¿Chiflado? Difícilmente.

Malone buscó en la oscuridad. El tamaño de la sala provocaba una confusión de ruidos. Pero distinguió unas formas humanas, de pie encima de ellos, ante la fila de estanterías, en la segunda pasarela de madera.

Contó cuatro.

—Estoy, sin embargo, impresionado por su conocimiento, monsieur Claridon. Sus deducciones sobre la lápida sepulcral parecen lógicas. Siempre creí que había mucho que aprender de esas inscripciones. Yo también he estado aquí antes revolviendo estas estanterías. Un empeño bastante dificultoso. Muchas cosas que explorar. Aprecio que usted haya reducido el campo. Leyendo las reglas de la caridad. ¿Quién lo hubiera pensado?

Claridon se santiguó y Malone percibió miedo en los ojos del hombre.

—Que Dios nos proteja.

—Vamos, monsieur Claridon —dijo la voz incorpórea—. ¿Tenemos que involucrar al Cielo?

—Ustedes son sus guerreros. —La voz de Claridon temblaba.

—¿Y qué le lleva usted a esa conclusión?

—¿Quiénes, si no, podrían ser?

—Tal vez somos la policía. No. Usted no se creería eso. Quizás somos aventureros (buscadores) como usted. Pero no. Así que digamos, en aras de la simplicidad, que somos sus guerreros. ¿Cómo pueden ustedes tres ayudar a nuestra causa?

Nadie le respondió.

—La señora Nelle posee el diario de su marido y el libro de la subasta. Ella contribuirá con eso.

—Que le jodan —escupió la mujer.

Una detonación sorda, como un globo que estallase, resonó por encima de la lluvia y una bala dio contra la mesa a unos pocos centímetros de Stephanie.

—Mala respuesta —dijo la voz.

—Entrégueselos —dijo Malone.

Stephanie le miró airadamente.

—La próxima bala será para usted, Stephanie.

—¿Cómo lo sabe? —preguntó la voz.

—Eso es lo que yo haría.

Una risita.

—Me gusta usted, Malone. Es todo un profesional.

Stephanie buscó en su bolso y sacó el diario.

—Arrójelos hacia la puerta, entre las estanterías —ordenó la voz.

Ella hizo lo que le mandaban.

Una forma apareció y los recogió.

Malone añadió silenciosamente un hombre más a la lista. Al menos había cinco en el archivo. Sintió el peso del arma en su cintura bajo la chaqueta. Por desgracia, no había forma de sacarla antes de que al menos uno de ellos recibiera un disparo. Y sólo le quedaban tres balas en el cargador.

—Su marido, señora Nelle, consiguió reunir buena parte de los hechos, y sus deducciones en cuanto a los elementos que faltaban fueron generalmente correctas. Tenía un notable intelecto.

—¿Detrás de qué andan ustedes? —preguntó Malone—. Yo sólo me uní a esta fiesta hace un par de días.

—Buscamos justicia, Malone.

—¿Y era necesario atropellar a un viejo en Rennes-le-Château para conseguirla?

Pensaba que removería el barril y vería lo que salía de él.

—¿Y quién era ése?

—Ernest Scoville. Trabajaba con Lars Nelle. Seguramente usted le conocía.

—Malone, quizás un año de retiro ha embotado un poco sus habilidades. Espero que lo hiciera usted mejor interrogando cuando trabajaba a jornada completa.

—Como ya tiene usted el diario y el libro, ¿no debería marcharse?

—Necesito esa litografía. Monsieur Claridon, por favor, sea tan amable de dársela a mi colaborador, allí, más allá de la mesa.

Claridon evidentemente no deseaba hacerlo.

Otro ruido como el de una palmada, procedente de un arma con silenciador, y una bala se introdujo en la parte superior de la mesa.

—Detesto tener que repetirme.

Malone levantó el dibujo y se lo tendió a Claridon.

—Hágalo.

La hoja fue aceptada en una mano que temblaba. Claridon dio unos breves pasos más allá de la débil luz de la lámpara. El trueno retumbó en el aire e hizo temblar las paredes. La lluvia continuaba cayendo con furia.

Entonces se oyó un ruido diferente.

Un disparo.

Y la lámpara explotó con gran aparato de chispas.

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De Roquefort oyó el disparo y vio el centelleo de la boca del arma cerca de la salida del archivo. Maldita sea. Había alguien más allí.

La habitación se sumió en la oscuridad.

—Moveos —les gritó a sus hombres sobre la segunda pasarela, y confió en que supieran lo que habían de hacer.

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Malone se dio cuenta de que alguien había disparado contra la luz. La mujer. Había encontrado otra manera de entrar.

Cuando la oscuridad los envolvió, agarró a Stephanie y se dejaron caer al suelo. Confiaba en que los hombres que estaban sobre él hubieran sido pillados desprevenidos del mismo modo.

Sacó el arma de debajo de su chaqueta.

Dos disparos más partieron de abajo, y las balas hicieron correr a los hombres de arriba. Pasos precipitados resonaron sobre la plataforma de madera. Él estaba más preocupado por el hombre de la planta baja, pero no había oído nada de la dirección donde le viera por última vez, y tampoco sabía nada de Claridon.

Los pasos se detuvieron.

—Sea quien sea —dijo la voz del hombre—, ¿tiene usted que interferir?

—Yo podría hace la misma pregunta —dijo la mujer en un tono lánguido.

—Esto no es asunto suyo.

—No estoy de acuerdo.

—Atacó a mis dos hermanos en Copenhague.

—Digamos que aborté su ataque.

—Habrá represalias.

—Venga y cójame.

—Detenedla —gritó el hombre.

Unas formas negras corrieron por encima de sus cabezas. Los ojos de Malone se habían adaptado a la oscuridad y distinguió una escalera en el otro extremo de la pasarela.

Tendió el arma a Stephanie.

—Quédese aquí.

—¿Adónde va?

—A devolver un favor.

Se agachó y avanzó, abriéndose paso entre las estanterías. Esperó, y luego agarró a uno de los hombres cuando saltaba del último peldaño. El tamaño y la forma del hombre le recordó a Cazadora Roja, pero esta vez Malone estaba preparado. Metió una rodilla en el estómago del hombre, y luego con la mano abierta le golpeó la nuca.

El hombre se quedó inmóvil.

Malone trató de penetrar la oscuridad con la mirada y oyó unos pasos que corrían por unos pasillos alejados.

—No. Por favor, déjeme.

Claridon.

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De Roquefort se encaminó directamente hacia la puerta que conducía fuera de los archivos. Había bajado de la pasarela y sabía que la mujer querría hacer una retirada apresurada, pero sus opciones eran limitadas. Estaban sólo la salida hacia el corredor y otra, a través de la oficina del conservador. Pero el hombre que tenía apostado allí acababa de informar por la radio que todo estaba tranquilo.

Ahora sabía que la mujer era la misma persona que había interferido en Copenhague, y probablemente la misma de la noche anterior en Rennes-le-Château. Y esa idea lo espoleaba. Tenía que averiguar su identidad.

La puerta que conducía fuera de los archivos se abrió, para cerrarse después. Bajo la cuña de luz que penetró desde el pasillo pudo distinguir dos piernas yaciendo boca abajo en el suelo entre las estanterías. Se lanzó hacia delante y descubrió a uno de sus subordinados inconsciente, con un pequeño dardo clavado en el cuello. Este hermano había sido apostado en la planta baja y había recuperado el libro, el diario y la litografía.

Que no aparecían por ninguna parte.

Maldita fuera aquella mujer.

—Haced como os he dicho —les gritó a sus hombres.

Y corrió hacia la puerta.

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Malone oyó la orden lanzada por el hombre, y decidió regresar al lado de Stephanie. No tenía ni idea de lo que aquellos individuos tenían que hacer, pero suponía que eso les incluía a ellos, y no era bueno.

Se agachó y se abrió paso a través de las estanterías, hacia la mesa.

—Stephanie —susurró.

—Aquí, Cotton.

Se deslizó a su lado. Todo lo que podía oír ahora era la lluvia.

—Debe de haber otra manera de salir de aquí —murmuró ella a través de la oscuridad.

Malone la liberó del arma.

—Alguien salió por la puerta. Probablemente la mujer. Yo sólo vi una sombra. Los otros deben de haber salido después de Claridon y pasado por otra salida.

La puerta de salida volvió a abrirse.

—Ése es él, saliendo —dijo.

Se quedaron y regresaron precipitadamente a través de los archivos. En la salida, Malone vaciló, no oyó ni vio nada, y entonces fue el primero en salir.

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De Roquefort divisó a la mujer corriendo a lo largo de la galería. Ella se dio la vuelta y, sin perder el paso, disparó un tiro en su dirección.

Él se lanzó al suelo, y ella desapareció por una esquina.

De Roquefort se puso de pie y salió tras ella. Antes de que la mujer le disparara, había distinguido el diario y el libro en su mano.

Tenía que ser detenida.

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Malone vio a un hombre, vestido con unos pantalones negros y un jersey oscuro de cuello vuelto, pistola en mano, que doblaba una esquina a cuarenta y cinco metros de distancia.

—Esto va a resultar interesante —dijo.

Ambos echaron a correr.

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De Roquefort no cejó en su persecución. La mujer estaba sin duda tratando de abandonar el palacio, y parecía conocerlo bien. Cada giro que efectuaba era el correcto. Había obtenido con habilidad lo que venía a buscar, de modo que De Roquefort tenía que suponer que su vía de escape no había sido dejada al azar.

A través de otro portal, entró en un pasillo de bóveda nervada. La mujer se encontraba ya en el otro extremo, doblando una esquina. De Roquefort trotó hacia delante y descubrió una amplia escalera de piedra que conducía abajo. La Gran Escalinata De Honor. Antaño, bordeada de frescos, interrumpida por verjas de hierro y cubierta de alfombras persas, la escalera se había prestado a la solemne majestad de las ceremonias pontificias. Ahora las contrahuellas y paredes estaban desnudas. La oscuridad al pie, situado a unos veinticinco metros de distancia, era absoluta. Sabía que abajo había unas puertas de salida que daban a un patio. Oyó los pasos de la mujer mientras ésta descendía, pero no pudo distinguir su forma.

Se limitó a disparar.

Diez tiros.

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Malone oyó lo que parecía un martillo golpeando repetidamente un clavo. Un disparo silenciado tras otro.

Se acercó más lentamente a una puerta situada a tres metros de distancia.

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Unas bisagras crujieron en la base de la escalera, donde reinaba una absoluta oscuridad. De Roquefort reconoció el sonido de una puerta gimiendo al abrirse. La tormenta se hizo más intensa. Aparentemente su ráfaga de disparos a ciegas había fallado. La mujer estaba saliendo del palacio. Oyó pasos detrás de él, luego habló por el micro fijado a su camiseta.

—¿Tenéis lo que yo buscaba?

—Lo tenemos —fue la réplica a través de su auricular.

—Estoy en la Galería del Cónclave. El señor Malone y la señora Nelle están detrás de mí. Encargaos de ellos.

Bajó corriendo por la escalera.

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Malone vio al hombre del jersey de cuello vuelto abandonando el cavernoso corredor que se extendía entre ellos. Pistola en mano, corrió hacia delante, seguido por Stephanie.

Tres hombres armados se materializaron en la habitación a partir de otros portales, y les bloquearon el camino.

Malone y Stephanie se detuvieron.

—Por favor, tire el arma —dijo uno de los hombres.

No había forma de que pudiera derribarlos a todos antes de que él, o Stephanie, o ambos, fueran abatidos. De manera que soltó el arma, que cayó con estrépito al suelo.

Los tres hombres se acercaron.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Stephanie.

—Estoy abierto a cualquier sugerencia.

—No hay nada que ustedes puedan hacer —dijo otro de los hombres de cabello corto.

Se quedaron inmóviles.

—Dése la vuelta —ordenó el que mandaba.

Él se quedó mirando a Stephanie. Se había encontrado en aprietos en el pasado, algunos como aquél con el que se estaban enfrentando. Aunque consiguiera dominar a uno o a dos, seguía estando el tercer hombre, y todos iban armados.

Un ruido sordo fue seguido de un grito de Stephanie y su cuerpo se desplomó en el suelo. Antes de que pudiera hacer ningún movimiento hacia ella, la nuca de Malone recibió el impacto de algo duro, y todo ante él se desvaneció.

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De Roquefort siguió a su presa, que corría a través de la Place du Palais, huyendo rápidamente de la vacía plaza y siguiendo un serpenteante camino a través de las desiertas calles de Aviñón. La cálida lluvia seguía cayendo en constantes cortinas. Los cielos repentinamente se abrieron, hendidos por un inmenso relámpago que momentáneamente iluminó la bóveda de oscuridad. El trueno sacudió el aire.

Dejaron atrás los edificios y se acercaron al río.

Él sabía que, justo delante, el Pont St. Bénézet se extendía a través del Ródano. A través de la tormenta vio a la mujer recorrer un camino, que se dirigía directamente a la entrada del puente. ¿Qué estaba haciendo? ¿Por qué iba allí? No importaba, tenía que seguirla. Ella poseía el resto de lo que había venido a recuperar, y no pensaba irse de Aviñón sin el libro y el diario. Sin embargo, se preguntó qué daño estaría causando la lluvia a las páginas. Tenía el cabello pegado al cuero cabelludo, y la ropa al cuerpo.

Vio un centelleo a unos diez metros de distancia, al frente, cuando la mujer disparó un tiro contra la puerta que conducía a la entrada del puente.

Y desapareció dentro del edificio.

De Roquefort corrió hacia la puerta y cuidadosamente miró dentro. Un mostrador de billetes se alzaba a su derecha. Y a su izquierda se exhibían unos recuerdos en otros mostradores. Tres tornos de entrada daban paso al puente. El incompleto tramo hacía mucho tiempo que no servía, y ahora no era más que una atracción turística.

La mujer se encontraba a una distancia de veinte metros, corriendo por el puente, encima del río.

Entonces desapareció.

El hombre se apresuró y saltó por encima de los tornos, corriendo tras ella.

Una capilla gótica se alzaba en el extremo del segundo pilón. Sabía que se trataba de la Chapelle Saint-Nicholas. Los restos de san Bénézet, que fue originalmente el responsable de la construcción del puente, estuvieron antaño preservados aquí. Pero las reliquias se perdieron durante la Revolución, y sólo quedó la capilla… Gótica en la parte superior. Románica abajo. Que era adónde la mujer había ido. Bajando por la escalera de piedra.

Otro verdoso rayo centelleó sobre su cabeza.

Se quitó la lluvia de los ojos y se detuvo en el escalón superior.

Entonces la vio.

No abajo, sino otra vez arriba, corriendo hacia el extremo del cuarto tramo, lo cual la dejaría en medio del Ródano, sin ningún lugar a donde ir, ya que los tramos que conducían al otro lado del río habían sido arrastrados por la corriente trescientos años antes. Evidentemente ella había usado la escalera para ocultarse bajo la capilla como una manera de protegerse de cualquier disparo que él hubiera querido hacer.

De Roquefort se lanzó tras ella, rodeando la capilla.

No quería disparar. La necesitaba viva. Y, más importante aún, necesitaba lo que ella llevaba. De manera que hizo un disparo a su izquierda, a sus pies.

Ella se detuvo para hacerle frente.

Él se precipitó hacia delante, con el arma levantada.

La mujer se encontraba al final del cuarto tramo, sin otra cosa que la oscuridad y el agua tras ella. El estampido del trueno resonó en el aire. El viento soplaba en violentas ráfagas. La lluvia le golpeaba el rostro con violencia.

—¿Quién es usted? —preguntó De Roquefort.

La mujer llevaba un maillot negro ajustado que hacía juego con su negra piel. Era delgada y musculosa, su cabeza cubierta por una capucha, dejando sólo su rostro visible. Llevaba un arma en la mano izquierda, y una bolsa de plástico en la otra. Suspendió la bolsa por encima del borde.

—No vayamos tan deprisa —dijo ella.

—Podría simplemente dispararle.

—Hay dos razones por las que usted no quiere hacer eso.

—La escucho.

—Una, la bolsa se caería al río y lo que usted realmente quiere se perdería. Y dos, soy cristiana. Usted no mata a los cristianos.

—No tengo ni idea de si es usted o no cristiana.

—De manera que nos quedamos con la razón primera. Dispáreme, y los libros irán a nadar en el Ródano. La rápida corriente se los llevará muy lejos.

—Al parecer buscamos la misma cosa.

—Es usted rápido.

Su brazo se extendía encima del borde, y De Roquefort consideró dónde era mejor dispararle, pero la mujer tenía razón… la bolsa estaría ya lejos antes de que él pudiera atravesar los tres metros que los separaban.

—Parece que estamos empatados —dijo él.

—Yo no diría eso.

La mujer soltó la presa y la bolsa desapareció en la negrura. Ella utilizó entonces su momento de sorpresa para levantar el arma y disparar, pero De Roquefort giró a la izquierda y se dejó caer sobre las húmedas piedras. Cuando se sacudió la lluvia de los ojos, vio que la mujer saltaba por encima del borde. Se puso de pie y se acercó corriendo, esperando ver al agitado Ródano pasar rápidamente, pero en vez de ello, bajo él, había una plataforma de piedra, a unos dos o tres metros más abajo, parte de un pilón que sostenía el arco exterior. Vio a la mujer coger de un tirón la bolsa y desaparecer bajo el puente.

Vaciló sólo un instante, y luego saltó, aterrizando sobre sus pies. Sus tobillos, no muy fuertes a su mediana edad, se resintieron del impacto.

Oyó rugir un motor y vio salir una lancha de debajo del extremo lejano del puente a toda velocidad hacia el norte. Levantó el arma para disparar, pero un destello le indicó que ella estaba disparando también.

Se lanzó nuevamente contra el húmedo suelo.

La motora quedaba ya fuera de su alcance.

¿Quién era aquella zorra? Evidentemente, sabía lo que era él, aunque no quién era, ya que no lo había identificado. Y al parecer también comprendía el significado del libro y el diario. Y, algo más importante, conocía cada uno de sus movimientos.

Se puso de pie y avanzó hasta situarse bajo el puente, al resguardo de la lluvia, donde la lancha había estado atracada. La mujer había planeado también una huida inteligente. Se disponía a encaramarse arriba otra vez, usando una escalera de hierro fijada a la parte exterior del puente, cuando algo llamó su atención en la oscuridad.

Se inclinó.

Un libro descansaba en el empapado suelo bajo el paso superior.

Se lo llevó a los ojos, esforzándose por ver lo que contenían las húmedas páginas, y leyó una serie de palabras.

Era el diario de Lars.

La mujer lo había perdido durante su apresurada huida.

Sonrió.

Poseía ahora una parte del rompecabezas —no todo, pero quizás lo suficiente—, y sabía cómo enterarse del resto.