Aviñón.
5:30 pm.
Malone levantó la mirada hacia el Palacio de los Papas, que cubría buena parte del cielo. Él, Stephanie y Claridon estaban sentados a una mesa de café al aire libre en una animada plaza adyacente a la entrada principal. Procedente del cercano Ródano, un viento norteño barría la plaza —el mistral, lo llamaban los lugareños— y soplaba violentamente por toda la ciudad sin encontrar obstáculos. Malone recordó un proverbio medieval que hablaba de las pestilencias que otrora llenaron estas calles. «Ventoso Avignon; con el viento, odioso, sin el viento, venenoso». ¿Y cómo había llamado Petrarca a ese lugar? «El más apestoso de la Tierra».
Por un folleto turístico se había enterado de que la masa de arquitectura que se alzaba ante él, a la vez palacio, fortaleza y santuario, era en realidad dos edificios… el viejo palacio construido por el papa Benedicto XII, iniciado en 1334, y el nuevo palacio levantado bajo Clemente VI, terminado en 1352. Ambos reflejaban la personalidad de sus creadores. El antiguo era una muestra de conservadurismo románico construido con poco estilo, mientras que el nuevo palacio rezumaba por todos sus poros un embellecimiento gótico. Por desgracia, ambos edificios habían sido asolados por el fuego y, durante la Revolución francesa, saqueados, sus esculturas destruidas y todos los frescos cubiertos de cal. En 1810, el palacio fue convertido en un cuartel. La ciudad de Aviñón asumió su control en 1906, pero la restauración se demoró hasta la década de 1960. Dos de sus alas eran ahora un centro de convenciones, y el resto una gran atracción turística que ofrecía solamente efímeros destellos de su antigua gloria.
—Ya es hora de entrar —dijo Claridon—. La última visita se inicia dentro de diez minutos. Tenemos que formar parte de ella.
Malone se puso de pie.
—¿Qué vamos a hacer?
Un trueno retumbó lentamente por encima de sus cabezas.
—El abate Bigou, a quien Marie d’Hautpoul de Blanchefort le contó su gran secreto familiar, de vez en cuando visitaba el palacio y admiraba las pinturas. Eso fue antes de la Revolución, cuando aún había tantas expuestas. Lars descubrió que había una en particular que le encantaba. Cuando Lars sacó nuevamente a la luz el criptograma, también encontró una referencia a un cuadro.
—¿Qué clase de referencia? —preguntó Malone.
—En el registro parroquial de la iglesia de Rennes-le-Château, el día en que se marchó de Francia para ir a España en 1793, el abate Bigou hizo una anotación final que decía… «En lisant les Règles du Charité».
Malone silenciosamente tradujo: «Leyendo las reglas de la caridad».
—Saunière descubrió esa particular anotación y la mantuvo en secreto. Felizmente, el registro nunca fue destruido, y Lars acabó por encontrarla. Al parecer, Saunière se enteró de que Bigou había visitado Aviñón a menudo. En la época de Saunière, finales del siglo XIX, el palacio era ya sólo una concha vacía. Pero Saunière pudo fácilmente haber descubierto que había habido aquí un cuadro en la época de Bigou, Leyendo las reglas de la caridad, de Juan de Valdés Leal.
—Supongo que el cuadro seguirá dentro, ¿no? —preguntó Malone, mirando a través del extenso patio hacia la verja central del palacio.
Claridon negó con la cabeza.
—Hace mucho tiempo que desapareció. Destruido por el fuego hace cincuenta años.
Retumbaron más truenos.
—Entonces, ¿por qué estamos aquí? —preguntó Stephanie.
Malone arrojó unos euros sobre la mesa y desvió su mirada hacia otro café al aire libre situado un par de puertas más allá. En tanto que los demás clientes empezaban a marcharse anticipándose a la inminente tormenta, una mujer se sentó bajo un toldo y empezó a sorber una copa. La mirada de Malone se detuvo en ella sólo un instante, el suficiente para observar sus bonitos rasgos y ojos prominentes. Su piel era del color del café con leche, sus modales graciosos cuando un camarero le sirvió la comida. La había visto diez minutos antes, cuando se sentaron, y ya le había intrigado.
Ahora venía la prueba.
Agarró una servilleta de papel de la mesa, hizo una pelota y se la metió en el puño cerrado.
—En ese manuscrito no publicado —estaba diciendo Claridon—, el que le conté a usted que Noel Corbu escribió sobre Saunière y Rennes, que Lars encontró, Corbu hablaba sobre el cuadro y sabía que Bigou se refería a él en el registro parroquial. Corbu señaló también que una litografía del cuadro seguía en los archivos del palacio. Él la había visto. La semana previa a su muerte, Lars finalmente se enteró de dónde estaba en los archivos. Íbamos a entrar a echar una mirada, pero Lars jamás regresó a Aviñón.
—¿Y no le dijo a usted dónde? —preguntó Malone.
—No, monsieur.
—No hay ninguna mención en el diario sobre el cuadro —dijo Malone—. Lo he leído de arriba abajo. Ni una palabra sobre Aviñón.
—Si Lars no le dijo a usted dónde está la litografía, ¿por qué vamos a entrar? —preguntó Stephanie—. No sabrá usted dónde mirar.
—Pero su hijo sí, el día antes de morir. Él y yo íbamos a entrar en el palacio a echar una mirada cuando regresara de las montañas. Pero, madame, como usted sabe…
—Él nunca volvió tampoco.
Malone observó que Stephanie contenía sus emociones. Era buena, pero no tanto.
—¿Por qué no fue usted?
—Pensé que seguir vivo era más importante. De manera que me retiré al asilo.
—El muchacho murió en el alud —dejó claro Malone—. No fue asesinado.
—Eso no lo sabe usted. De hecho —dijo Claridon—, no sabe usted nada. —Paseó su mirada por la plaza—. Tenemos que darnos prisa. Son estrictos con la última visita. La mayor parte de los empleados son antiguos residentes de la ciudad. Muchos son voluntarios. Cierran las puertas puntualmente a las siete. No hay sistemas de seguridad o alarmas dentro del palacio. Nada de auténtico valor se exhibe ya, y además, los muros mismos son su mayor seguridad. Nos iremos separando del grupo y esperaremos hasta que todo esté tranquilo.
Echaron a andar.
Gotitas de lluvia cayeron sobre el cuero cabelludo de Malone. Dando la espalda a la mujer, que debía de estar aún sentada a cien metros de distancia, comiendo, abrió la mano y dejó que el mistral barriera la servilleta hecha una bola. Se retorció y fingió correr tras el papel perdido bailando a través de los adoquines. Cuando recuperó el supuestamente extraviado trozo de papel, miró de reojo hacia el café.
La mujer ya no estaba sentada a su mesa.
Se dirigía a grandes zancadas al palacio.
De Roquefort bajó los prismáticos. Se encontraba de pie en el Rocher des Doms, el más pintoresco lugar de Aviñón. Los hombres habían ocupado esa cima desde el neolítico. En tiempos de la ocupación papal, el gran afloramiento rocoso servía de amortiguador natural para el omnipresente mistral. Hoy en día en la cumbre de la colina, que estaba situada directamente al lado del palacio papal, había un parque con estanques, fuentes, estatuas y grutas. La vista era magnífica. Él había ido allí muchas veces cuando trabajaba en el cercano seminario, en su época previa a la orden.
Colinas y valles se extendían al oeste y al sur. Abajo, las aguas del Ródano se abrían paso impetuosamente bajo el famoso Pont St. Bénézet que antaño dividía el río en dos partes y conducía de la ciudad del papa a la del rey, al otro lado. Cuando, en 1226, Aviñón se puso de parte del conde de Toulouse contra Luis VIII durante la Cruzada Albigense, el rey francés destruyó por completo el puente. Con el tiempo se llevó a cabo la reconstrucción, y De Roquefort imaginó el siglo XIV cuando los cardenales lo cruzaron con sus mulas hasta sus palacios rurales de Villeneuve-les-Avignon. En el siglo XVI, lluvias e inundaciones habían vuelto a reducir el restaurado puente a cuatro tramos, que nunca fueron nuevamente extendidos hasta el otro lado, de manera que la estructura seguía incompleta. Otro fracaso de la voluntad en Aviñón, siempre había pensado él. Un lugar que parecía destinado a triunfar sólo a medias.
—Han entrado en el palacio —le dijo al hermano que se encontraba a su lado. Consultó su reloj. Casi las seis de la tarde—. Cierran a las siete.
Se llevó nuevamente los gemelos a los ojos, y miró hacia abajo, a unos cuatrocientos cincuenta metros, hasta la plaza. Habían viajado hacia el norte desde la abadía y llegaron cuarenta minutos antes. El chivato electrónico del coche de Malone había funcionado revelando un viaje a Villeneuve-les-Avignon, y luego vuelta a Aviñón. Al parecer, habían ido a recoger a Claridon.
De Roquefort había subido por el pasaje bordeado de árboles desde el palacio papal y decidió esperar allí, en la cumbre, que ofrecía una perfecta vista del casco antiguo. La fortuna le había sonreído cuando Stephanie Nelle y sus dos compañeros salieron del aparcamiento subterráneo directamente debajo, y luego tomaron asiento en un café al aire libre.
Bajó los gemelos.
El mistral le azotó con fuerza. El viento del septentrión aullaba barriendo las orillas, encrespando el río, empujando unas nubes tormentosas que se deslizaban vertiginosamente por el cielo aún más cerca.
—Al parecer tienen intención de quedarse en el palacio después de cerrar. Lars Nelle y Claridon hicieron eso una vez también. ¿Tenemos aún una llave de la puerta?
—Nuestro hermano en la ciudad conserva una para nosotros.
—Recupérala.
Mucho tiempo atrás se había asegurado una manera de entrar en el palacio a través de la catedral fuera de horas. Los archivos del interior habían despertado el interés de Lars, de manera que habían despertado el de De Roquefort. Por dos veces había enviado a unos hermanos a deslizarse allí durante la noche, tratando de averiguar lo que había atraído a Lars Nelle. Pero el volumen del material era apabullante y nada se pudo descubrir. Tal vez esta noche sabría algo más.
Volvió a aplicar su vista a las lentes. El papel se deslizó de los dedos de Malone, y él vio al abogado persiguiéndolo.
Entonces sus tres blancos se perdieron de vista.