Lavelanet, Francia.
7:00 pm.
El senescal detuvo el coche en el centro del pueblo. Él y Geoffrey habían estado viajando hacia el norte por una serpenteante carretera durante las últimas cinco horas. Deliberadamente habían pasado de largo las poblaciones más grandes de Foix, Quillan y Limoux, decidiendo en su lugar detenerse en una aldea, acurrucada en una protegida hondonada, donde parecían aventurarse pocos turistas.
Después de escapar de la cámara del maestre, salieron a través de los pasajes secretos próximos a la cocina principal, cuya puerta había sido inteligentemente escondida dentro de una pared de ladrillo. Geoffrey había explicado que el maestre le enseñó las rutas usadas durante siglos para escapar. Aunque, los últimos cien años, sólo habían sido conocidas por los maestres, y raras veces utilizadas.
Una vez fuera, rápidamente encontraron el garaje y se apropiaron de uno de los coches de la abadía, saliendo por la puerta principal antes de que los hermanos asignados al parque móvil regresaran de las plegarias del mediodía. Con De Roquefort inconsciente en sus aposentos y los suyos esperando que alguien abriera la cerrada puerta, se habían procurado una sólida ventaja.
—Ya es hora de que hablemos —dijo el senescal, indicando con su tono que no iba a haber más dilaciones.
—Estoy preparado.
Salieron del coche y se dirigieron a un café, donde una clientela de edad llenaba las mesas exteriores cobijadas por imponentes olmos. Sus hábitos de monje habían desaparecido, reemplazados por una ropa comprada una hora antes en una parada rápida. Apareció un camarero y pidieron. La tarde era cálida y agradable.
—¿Te das cuenta de lo que hemos hecho? —preguntó—. Disparamos contra dos hermanos.
—El maestre ya me dijo que la violencia sería inevitable.
—Sé de dónde escapamos corriendo, pero ¿adónde vamos corriendo?
Geoffrey buscó en su bolsillo y sacó el sobre que había mostrado a De Roquefort.
—El maestre me dijo que le diera eso a usted una vez que estuviéramos libres.
El senescal recogió el sobre y lo rasgó con una mezcla de anhelo e inquietud.
Hijo mío, y en muchos sentidos te consideraba así, sabía que De Roquefort te vencería en el cónclave, pero era importante que lo desafiaras. Los hermanos lo recordarán cuando llegue tu verdadero momento. Por ahora, tu destino está en otra parte. El hermano Geoffrey será tu compañero.
Confío en que antes de dejar la abadía hayas puesto a buen recaudo los dos volúmenes que han llamado tu atención los últimos años. Sí, me di cuenta de tu interés. Yo también los leí hace mucho tiempo. El robo de la propiedad de la orden es un serio quebrantamiento de la regla; pero no lo consideremos un robo, sino simplemente un préstamo, pues estoy seguro de que devolverás ambos libros. La información que contienen, junto con lo que ya sabes, es sumamente poderosa. Por desgracia, el rompecabezas no se resuelve solamente con ella. El enigma es más complicado, y eso es lo que tú debes descubrir ahora. Contrariamente a lo que podrías pensar, yo desconozco la respuesta. Pero no se puede permitir que De Roquefort obtenga el Gran Legado. Él sabe mucho, incluyendo todo lo que tú has conseguido extraer de nuestros registros, de manera que no subestimes su resolución.
Era vital que dejaras los confines de nuestra vida conventual. Te aguardan muchas cosas. Aunque yo escribo estas palabras durante las últimas semanas de mi vida, tan sólo puedo suponer que tu marcha no estará exenta de violencia. Haz lo que sea necesario para completar tu búsqueda. Los maestres han dejado durante siglos consejos a sus sucesores, incluyendo a mi predecesor. De todos, sólo tú posees el número necesario de piezas para completar el rompecabezas. Me habría gustado realizar este objetivo contigo antes de morir, pero no podía ser. De Roquefort nunca hubiera permitido nuestro éxito. Con la ayuda del hermano Geoffrey, ahora puedes triunfar. Te deseo la mejor de las suertes. Cuida de ti mismo y de Geoffrey. Sé paciente con el muchacho, porque hace solamente lo que yo le obligué por juramento.
El senescal levantó la mirada hacia Geoffrey y quiso saber.
—¿Qué edad tienes?
—Veintinueve.
—Soportas mucha responsabilidad para ser tan joven.
—Me asusté cuando el maestre me dijo lo que esperaba de mí. No deseaba esta responsabilidad.
—¿Por qué no me lo dijo él a mí directamente?
Geoffrey no respondió de inmediato.
—El maestre dijo que usted suele retirarse frente a la controversia y huye de la confrontación. No se conoce usted a sí mismo, hasta ahora, completamente.
Le escoció el reproche, pero la mirada de verdad e inocencia de Geoffrey imprimía gran énfasis a sus palabras. Y éstas eran ciertas. Nunca había sido alguien que buscara pelea, y había evitado todas las que había podido.
Pero esta vez no.
Se había enfrentado a De Roquefort, y le habría disparado mortalmente si el francés no hubiera reaccionado con rapidez. Esta vez tenía pensado luchar. Se aclaró la garganta de emoción y preguntó:
—¿Qué se espera que haga?
Geoffrey sonrió.
—Primero, comeremos. Estoy hambriento.
El senescal sonrió.
—¿Y luego qué?
—Sólo usted puede decírnoslo.
El senescal movió la cabeza ante la esperanza de Geoffrey. Realmente, ya había meditado su siguiente viaje hacia el norte de la abadía. Y una reconfortante decisión cobró forma cuando se dio cuenta de que había sólo un lugar adónde ir.