Aviñón.
5:00 pm.
Malone detuvo el Peugeot. Royce Claridon estaba esperando al borde de la carretera, al sur del sanatorio, exactamente donde había dicho. La desaliñada barba había desaparecido, al igual que las ropas y el jersey manchado. Iba bien afeitado, las uñas cuidadas y llevaba unos vaqueros y una camiseta de cuello redondo. Su largo cabello estaba alisado hacia atrás y recogido en una cola de caballo. Y había vigor en su paso.
—Se siente uno bien sin esa barba —dijo, subiendo al asiento trasero—. Para fingir ser un templario, tenía que parecerlo. Ya sabe usted que nunca se bañaban. La regla se lo prohibía. Nada de desnudez entre hombres y todo eso. Vaya panda maloliente debían de ser.
Malone puso la primera y se dirigió a la autopista. El cielo aparecía cubierto de nubes amenazadoras. Al parecer, el mal tiempo procedente de Rennes-le-Château estaba finalmente dirigiéndose hacia el este. A lo lejos, los rayos caían bifurcándose a través de las imponentes nubes, seguidos del retumbar de los truenos. Aún no había descargado, pero pronto lo haría. Intercambió miradas con Stephanie, y ella comprendió que el hombre del asiento trasero debía ser interrogado.
Se volvió hacia atrás.
—Señor Claridon…
—Llámeme Royce, madame.
—De acuerdo. Royce, ¿puede usted contarnos algo más de lo que estaba pensando Lars? Es importante que comprendamos.
—¿No lo sabe?
—Lars y yo estuvimos distanciados los años previos a su muerte. No confiaba mucho en mí. Pero recientemente he leído sus libros y el diario.
—¿Puedo preguntar entonces por qué está usted aquí? Él hace tiempo que se fue.
—Digamos sólo que me gustaría creer que Lars hubiera deseado que su trabajo fuera acabado.
—En eso tiene usted razón, madame. Su marido era un brillante erudito. Sus teorías tenían una base sólida y creo que habría tenido éxito. De haber vivido.
—Hábleme de esas teorías.
—Estaba siguiendo los pasos del abate Saunière. Ese cura era listo. Por un lado quería que nadie supiera lo que estaba haciendo. Por otro, dejó muchas pistas. —Claridon meneó la cabeza—. Dicen que se lo contó todo a su amante, pero ella murió sin decir jamás una palabra. Antes de su muerte, Lars pensó que finalmente hacía progresos. ¿Conoce usted la leyenda completa, madame? ¿La auténtica verdad?
—Me temo que mi conocimiento se limita a lo que Lars escribió en sus libros. Pero había algunas referencias interesantes en su diario que él nunca publicó.
—¿Podría ver esas páginas?
Ella pasó las páginas del diario, y luego se lo tendió a Claridon. Malone vio por el espejo retrovisor que el hombre leía con interés.
—Vaya maravillas —dijo Claridon.
—¿Podría usted ilustrarnos? —preguntó Stephanie.
—Desde luego, madame. Como he dicho esta tarde, la ficción que Noel Corbu y otros fabricaron sobre Saunière era misteriosa y cautivadora. Pero para mí, y para Lars, la verdad era mejor aún.
Saunière inspeccionó el nuevo altar de la iglesia, encantado de las renovaciones. La monstruosidad de mármol había desaparecido, aquella vieja superficie convertida ahora en un montón de cascotes en el cementerio, y las columnas visigóticas, destinadas a otros usos. El nuevo altar era un objeto de sencilla belleza. Tres meses antes, en junio, había organizado un primoroso oficio de Primera Comunión. Hombres del pueblo habían transportado una estatua de la Virgen en solemne procesión a través de Rennes, regresando finalmente a la iglesia, donde la escultura fue colocada encima de una de las desechadas columnas del cementerio. Para conmemorar el acontecimiento, hizo grabar penitencia, penitencia, sobre la cara de la columna, con objeto de recordar a los feligreses la humildad, y misión 1891, para conmemorar el año de su ejecución colectiva.
El tejado de la iglesia finalmente había sido sellado, y las paredes exteriores, apuntaladas. El viejo púlpito había desaparecido y se estaba construyendo otro. Pronto sería instalado un suelo de baldosas a cuadros negros y blancos, y luego los nuevos bancos. Pero antes de eso, la infraestructura del suelo requería reparación. El agua filtrada del tejado había erosionado muchas de las piedras de la base. En algunos lugares había sido posible el remiendo, pero otras tenían que ser sustituidas.
Fuera, apuntaba una húmeda y ventosa mañana de septiembre, de manera que consiguió asegurarse la ayuda de una media docena de vecinos del pueblo. Su trabajo consistiría en romper algunas de las losas dañadas e instalar otras nuevas antes de que llegaran los soladores, dos semanas después. Los hombres estaban ahora trabajando en tres lugares distintos a lo largo de la nave. El propio Saunière estaba ocupándose de una piedra deformada ante los escalones del altar, que siempre se había balanceado.
Se había quedado desconcertado por el frasco de vidrio hallado a comienzos de año. Cuando fundió el sello de cera y abrió el papel enrollado, encontró, no un mensaje, sino trece filas de letras y símbolos. Cuando se los mostró al abate Gélis, el cura de un pueblo vecino, éste le dijo que aquello era un criptograma, y que en algún lugar entre las letras aparentemente carentes de sentido se escondía un mensaje. Todo lo que necesitaba era la clave matemática para descifrarlo, pero al cabo de muchos meses de intentos no se encontraba más cerca de resolverlo. Quería saber no sólo su significado, sino el motivo por el que había sido dejado con tanto secreto. Evidentemente, su mensaje era de gran importancia. Pero se necesitaría paciencia. Eso era lo que se decía a sí mismo cada noche después de fracasar una y otra vez en hallar la respuesta; y, si no otra cosa, al menos sí se mostraba paciente.
Agarró un martillo de mango corto y decidió ver si el grueso suelo de piedra podía ser partido. Cuanto más pequeños fueran los trozos, más fácil sería quitarlos. Se dejó caer de rodillas y descargó tres golpes sobre un extremo de la losa de noventa centímetros de largo. Inmediatamente aparecieron resquebrajaduras en toda su longitud. Nuevos golpes las convirtieron en grandes grietas.
Dejó el martillo a un lado y utilizó una barra de hierro para hacer palanca y aflojar los trozos más pequeños. Luego introdujo la palanca bajo un fragmento largo y estrecho y forzó el grueso pedazo, levantándolo de su cavidad. Con el pie, lo empujó a un lado.
Entonces observó algo.
Soltó la barra de hierro y acercó la lámpara de petróleo al descubierto subsuelo. Alargó la mano, quitó con cuidado los residuos, y vio que estaba contemplando una bisagra. Se inclinó un poco más, barriendo más polvo y restos, dejando al descubierto mayor cantidad de hierro oxidado, y manchándose de orín las puntas de los dedos.
La forma se iba perfilando.
Era una puerta.
Que conducía abajo.
Pero ¿adónde?
Miró a su alrededor. Los demás hombres estaban enfrascados duramente en su trabajo, hablando entre sí. Dejó a un lado la lámpara y con calma repuso los trozos que acababa de quitar en la cavidad.
—El buen cura no quería que nadie supiera lo que había descubierto —dijo Claridon—. Primero el frasco de vidrio. Y ahora una puerta. Esa iglesia estaba llena de maravillas.
—¿Adónde conducía la puerta? —quiso saber Stephanie.
—Ésa es la parte interesante. Lars nunca me lo contó todo. Pero después de leer su diario, ahora lo entiendo.
Saunière quitó la última de las piedras de la puerta de hierro del suelo. Las puertas de la iglesia estaban cerradas, y el sol hacía horas que se había puesto. Durante todo el día no había dejado de pensar en lo que yacía bajo aquella puerta, pero no había dicho ni una palabra de ello a los obreros, limitándose a darles las gracias por su trabajo y explicando que tenía intención de tomarse unos días de descanso, de manera que no haría falta que regresaran hasta la semana siguiente. Ni siquiera le había contado a su preciosa amante lo que había hallado, mencionando sólo que después de la cena quería inspeccionar la iglesia antes de irse a la cama. La lluvia ahora acribillaba el tejado.
A la luz de la lámpara de petróleo, calculó que la puerta de hierro tendría poco más de noventa centímetros de longitud y unos cuarenta y cinco de ancho. Se encontraba a nivel del suelo, y no tenía cerradura. Afortunadamente, su marco era de piedra, pero le preocupaban las bisagras, por lo que había traído un recipiente de aceite de lámpara. No era el mejor de los lubricantes, pero era todo lo que había podido encontrar en tan poco tiempo.
Mojó las bisagras con aceite y confió en que la adherencia producida por el paso del tiempo se aflojaría. Metió entonces la punta de una barra de hierro bajo uno de los bordes de la puerta e hizo palanca hacia arriba.
Ningún movimiento.
Presionó con más fuerza.
Las bisagras empezaron a ceder.
Movió la barra, trabajando el oxidado metal, y luego aplicó más aceite. Al cabo de varios intentos las bisagras gimieron y la puerta pivotó, abriéndose y quedándose fija, apuntando hacia el techo.
Encendió la linterna y la dirigió hacia la húmeda abertura.
Una estrecha escalera bajaba unos cuatro o cinco metros hasta un basto suelo de piedra.
Sintió que una oleada de excitación corría por su cuerpo. Había oído leyendas de otros curas sobre cosas que habían hallado. La mayor parte de ellas procedían de la Revolución, cuando los clérigos ocultaron reliquias, iconos y decoraciones a los saqueadores republicanos. Muchas de las iglesias del Languedoc fueron víctimas. Pero la de Rennes-le-Château se encontraba en un estado tal de deterioro que simplemente no había nada que saquear.
Quizás todos se habían equivocado.
Probó el escalón superior y decidió que habían sido excavados a partir de los cimientos de piedra de la iglesia. Lámpara en mano, se deslizó hacia abajo, descubriendo al frente un espacio rectangular, excavado también en la roca. Un arco dividía la sala en dos partes. Entonces descubrió los huesos. En las paredes exteriores se habían horadado unas cavidades como hornos, cada una de las cuales contenía un ocupante esquelético, junto con los restos de ropas, calzado, espadas y sudarios de entierro.
Alumbró con la linterna algunas de las tumbas cercanas y vio que cada una de ellas estaba identificada con un nombre cincelado. Todas eran de los D’Hautpoul. Las fechas iban desde el siglo XVI hasta el XVIII. Contó las tumbas. En la cripta había un total de veintitrés. Sabía quiénes eran. Los señores de Rennes.
Más allá del arco central, un cofre al lado de una marmita de hierro llamó su atención.
Dio un paso adelante, con la lámpara en la mano, y quedó sorprendido al descubrir que algo reflejaba la luz. Al principio pensó que le engañaban sus ojos, pero enseguida comprendió que la visión era real.
Se inclinó.
El recipiente de hierro estaba lleno de monedas. Levantó una de ellas y vio que se trataba de monedas de oro francesas, muchas de ellas con una fecha: 1768. Ignoraba su valor, pero razonó que debía de ser considerable. Era difícil decir cuántas había en el caldero, pero cuando probó su peso descubrió que no podía mover ni un milímetro el recipiente.
Alargó la mano hacia el cofre, y vio que no estaba cerrado. Levantó la tapa y descubrió que su interior estaba lleno, a un lado, de diarios encuadernados en tela, y, al otro, de algo envuelto en una especie de hule. Cuidadosamente, hurgó con el dedo y decidió que, fuera lo que fuera lo que había dentro, era pequeño, duro y numeroso. Dejó la lámpara y desdobló el pliegue superior.
La luz de nuevo captó un centelleo.
Diamantes.
Quitó el resto del hule y se quedó sin respiración. El cofre escondía un joyero.
Sin la menor duda, los saqueadores de cien años atrás habían cometido un error cuando pasaron por alto la desvencijada iglesia de Rennes-le-Château. O quizás la persona o personas que eligieron el lugar como su escondrijo habían elegido sabiamente.
—La cripta existía —dijo Claridon—. En el diario que tiene usted ahí, acabo de leer que Lars encontró un registro parroquial de los años 1694 a 1726 que habla de la cripta, pero el registro no menciona su entrada. Saunière anotó en su diario personal que había descubierto una tumba. Escribió luego en otra entrada: «El año 1891 lleva a lo más alto el fruto de aquello de lo que uno habla». Lars siempre pensó que esa entrada era importante.
Malone aparcó el coche a un lado de la carretera y se volvió para mirar a Claridon.
—Así que ese oro y las joyas fueron la fuente de los ingresos de Saunière. ¿Fue eso lo que empleó para financiar la remodelación de la iglesia?
Claridon se rio.
—Al principio. Pero, monsieur, aún hay más cosas en la historia.
Saunière se puso de pie.
Nunca había visto tanta riqueza junta. Vaya fortuna la que había llegado a sus manos. Pero tenía que rescatarla sin despertar sospechas. Y para hacerlo así, necesitaría tiempo. Y no debía permitir que nadie descubriera la cripta.
Se inclinó, recuperó la lámpara, y decidió que bien podía empezar aquella misma noche. Sacaría el oro y las joyas, ocultando ambas cosas en la casa parroquial. Cómo convertir aquello en moneda útil, podía decidirlo más tarde. Se retiró hacia la escalera, echando otra mirada a su alrededor mientras caminaba.
Una de las tumbas llamó su atención.
Se acercó y vio que el nicho contenía a una mujer. Sus vestiduras de entierro habían desaparecido prácticamente; sólo quedaban huesos y el cráneo. Acercó la lámpara y leyó la inscripción que había debajo:
Marie d’Hautpoul de Blanchefort
Estaba familiarizado con el personaje de la condesa. Era la última de los herederos D’Hautpoul. Cuando murió, en 1781, el control, tanto del pueblo como de las tierras de los alrededores, escapó de las manos de su familia. La Revolución, que llegó sólo ocho años más tarde, suprimió para siempre toda la propiedad aristocrática.
Pero había un problema.
Regresó rápidamente al nivel del suelo. Una vez fuera, cerró las puertas de la iglesia y, a través de una cegadora lluvia, dio la vuelta apresuradamente al edificio hasta el recinto parroquial y caminó entre las tumbas, cuyas lápidas parecían nadar en la viviente negrura.
Se detuvo ante una que buscaba y se inclinó.
Al brillo de la lámpara, leyó la inscripción.
—Marie d’Hautpoul estaba también enterrada fuera —dijo Claridon.
—¿Dos tumbas para la misma mujer?
—Al parecer, pero su cuerpo estaba realmente en la cripta.
Malone recordó lo que Stephanie había dicho el día anterior sobre Saunière y su amante, que toquetearon las tumbas del cementerio, y luego arrancaron la inscripción de la lápida de la condesa.
—De manera que Saunière abrió la tumba del cementerio.
—Eso fue lo que Lars pensó.
—¿Y estaba vacía?
—De nuevo, no lo sabremos nunca, pero Lars creía que ése era el caso. Y al parecer la historia apoyaría su conclusión. Una mujer de la categoría de la condesa jamás habría sido simplemente enterrada. La habrían dejado en la cripta, que es realmente donde fue hallado el cuerpo. La tumba de fuera era algo diferente.
—La lápida sepulcral era un mensaje —dijo Stephanie—. Eso lo sabemos. Por ello, el libro de Eugène Stüblein es tan importante.
—Pero si no conocías la historia de la cripta, la tumba del cementerio no despertaría tanto interés. Un monumento conmemorativo más, junto con todos los otros. El abate Bigou era listo. Ocultó su mensaje a la vista de todo el mundo.
—¿Y Saunière lo descubrió? —preguntó Malone.
—Lars lo creía así.
Malone se volvió hacia delante y puso en marcha el vehículo para volver a la carretera. Recorrieron el último tramo de autopista, y luego torcieron al oeste y cruzaron las rápidas aguas del Ródano. Al frente se encontraban las fortificadas murallas de Aviñón, con el palacio papal alzándose en lo alto. Malone se apartó del concurrido bulevar y entró en el casco antiguo, pasando ante la plaza del mercado que albergaba la feria de libros que habían visitado. Tomó por un camino sinuoso que llevaba al palacio y aparcó en el mismo garaje subterráneo.
—Tengo una pregunta estúpida —dijo Malone—. ¿Por qué simplemente alguien no cava bajo la iglesia de Rennes, o utiliza un radar de tierra para verificar la cripta?
—Las autoridades locales no lo permitirán. Piense en ello, monsieur. Si no hay nada ahí, ¿qué pasaría con la mística? Rennes vive de la leyenda de Saunière. Todo el Languedoc se beneficia de ello. Lo último que la gente desea es la prueba de que no hay nada. Se aprovechan del mito.
Malone buscó bajo el asiento y recuperó el arma que le había cogido a su perseguidor la noche pasada. Comprobó el cargador. Quedaban tres balas.
—¿Es necesario eso? —preguntó Claridon.
—Me siento mucho mejor con ella.
Abrió la puerta y bajó, metiéndose el arma bajo la chaqueta.
—¿Por qué tenemos que entrar en el Palacio de los Papas? —preguntó Stephanie.
—Ahí es donde está la información.
—¿Le importaría explicarse?
Claridon abrió su puerta.
—Vengan y se lo mostraré.