XXXI

Abadía des Fontaines.

2:05 pm.

De Roquefort abrió los ojos. La sien le palpitaba y se juró que el hermano Geoffrey pagaría por aquel ataque.

Se levantó del suelo y trató de aclarar la niebla de su cabeza. Oyó unos gritos frenéticos procedentes del otro lado de la puerta. Se secó la sien con la manga y la retiró manchada de sangre. Se dirigió al baño y mojó un trapo con agua para limpiar la herida.

Procuró cobrar fuerzas. Tenía que dar la impresión de control. Lentamente cruzó la habitación y abrió la puerta.

—Maestre, ¿está usted bien? —preguntó su nuevo mariscal.

—Venga usted adentro —dijo.

Los otros cuatro hermanos aguardaron en el pasillo. Eran conscientes de que no debían entrar en la cámara del maestre sin permiso.

—Cierre la puerta.

Su lugarteniente cumplió la orden.

—Fui golpeado hasta quedar inconsciente. ¿Cuánto hace que se han ido?

—Todo lleva en silencio aquí unos veinte minutos. Eso es lo que ha suscitado nuestros temores.

—¿Qué quiere usted decir?

Una mirada de desconcierto apareció en el rostro del mariscal.

—Silencio. Nada.

—¿Adónde fueron el senescal y el hermano Geoffrey?

—Maestre, estaban aquí con usted. Nosotros nos encontrábamos fuera.

—Mire a su alrededor. Se han ido. ¿Cuándo se fueron?

Más desconcierto.

—No lo hicieron en nuestra dirección.

—¿Me está usted diciendo que no salieron por esta puerta?

—Les habríamos disparado si lo hubieran hecho, tal como usted ordenó.

Su cabeza estaba otra vez empezando a dolerle. Levantó el trapo húmedo hasta su cuero cabelludo y masajeó el nudo doloroso. Se preguntaba por qué Geoffrey había venido directamente aquí.

—Hay noticias de Rennes-le-Château —le dijo el mariscal.

Esta revelación despertó su interés.

—Nuestros dos hermanos dieron a conocer su presencia, y Malone, tal como usted había predicho, los esquivó en la carretera.

De Roquefort había deducido correctamente que la mejor manera de perseguir a Stephanie Nelle y Cotton Malone era dejarles creer que se habían librado de la persecución.

—¿Y el tirador del cementerio de anoche?

—Esa persona huyó en motocicleta. Nuestros hombres vieron cómo lo perseguía Malone. Ese incidente, y el ataque contra nuestros hermanos en Copenhague, están claramente relacionados.

De Roquefort se mostró de acuerdo.

—¿Alguna idea de quién puede ser?

—Aún no.

No le gustaba oír eso.

—¿Y qué me dice de hoy? ¿Adónde fueron Malone y Nelle?

—El chivato electrónico fijado al coche de Malone funcionó perfectamente. Fueron a Aviñón. Acaban de salir del sanatorio donde Royce Claridon está internado como paciente.

Estaba perfectamente al corriente de lo que se refería a Claridon, y ni por un momento pensaba que éste estuviera mentalmente enfermo, por lo cual tenía una fuente de información dentro del sanatorio. Un mes atrás, cuando el maestre envió a Geoffrey a Aviñón para mandar por correo el paquete a Stephanie Nelle, pensó que tal vez había establecido contacto luego con Claridon. Pero Geoffrey no efectuó ninguna visita al asilo. Sospechó que el segundo paquete, el enviado a Ernest Scoville a Rennes, aquel sobre del que tan pocas cosas sabía, era lo que había conducido a Stephanie Nelle y Cotton Malone hasta Claridon. Una cosa era segura. Claridon y Lars Nelle habían trabajado codo con codo, y cuando el hijo se metió en la búsqueda después de la muerte de Lars Nelle, Claridon le ayudó también. El maestre, evidentemente, sabía todo esto. Y ahora la viuda de Lars Nelle había ido directamente a Claridon.

Ya era hora de enfrentarse a ese problema.

—Me dirigiré a Aviñón dentro de media hora. Prepare a cuatro hermanos. Mantenga la vigilancia electrónica y advierta a nuestra gente de que no los detengan. Ese equipo tiene un largo alcance.

Pero seguía habiendo otro asunto, y recorrió atentamente la habitación con la mirada.

—Ahora, váyase.

El mariscal se inclinó, y luego se retiró de la cámara.

Se quedó de pie, un poco mareado todavía, y estudió la alargada habitación. Dos de las paredes eran de piedra, y las otras dos estaban revestidas de madera de arce y divididas en paneles simétricos. Un decorativo aparador dominaba una de las paredes; un tocador, otro aparador, una mesa y unas sillas, las otras. Pero su mirada se detuvo en la chimenea. Parecía el sitio más lógico. Sabía que en los tiempos antiguos no había ninguna habitación que poseyera una única manera de entrar y salir. Esta cámara en particular había alojado a maestres desde el siglo XVI, y, si recordaba correctamente, la chimenea era un añadido del siglo XVII, que había venido a reemplazar un hogar de piedra más antiguo. Raras veces era usada ahora, ya que se utilizaba la calefacción central en toda la abadía.

Se acercó y examinó la carpintería, luego examinó cuidadosamente el hogar, descubriendo unas débiles líneas blancas que se extendían perpendicularmente hacia la pared.

Se inclinó y miró más detenidamente el oscuro hogar. Con la mano torcida probó dentro del conducto de humos.

Y lo encontró.

Un pomo de vidrio.

Trató de girarlo, pero nada se movió. Empujó hacia arriba y luego hacia abajo. Nada. De manera que tiró de él, y el pomo cedió. No mucho, quizás unos cuatro centímetros, y se oyó un chasquido metálico. Soltó su presa y sintió algo resbaladizo sobre sus dedos. Aceite. Alguien se había preparado a conciencia.

Se quedó mirando fijamente la chimenea.

Una grieta aparecía en la pared del fondo. Empujó, y el panel de piedra se abrió hacia dentro. La abertura era lo bastante grande para permitir la entrada, de manera que se deslizó en el interior. Más allá de la puerta había un pasadizo de la altura de un hombre.

Se quedó allí de pie.

El estrecho corredor se extendía sólo un par de metros hasta una escalera de piedra que bajaba formando una estrecha espiral. Era imposible saber adónde conducía. Sin duda había otras entradas y salidas por toda la abadía. Él había sido mariscal durante veintidós años, y nunca había sabido nada de estas rutas secretas.

El maestre sí, lo cual explicaba que Geoffrey lo supiera también.

Golpeó repetidamente con el puño contra la piedra para desahogar su ira. Tenía que encontrar el Gran Legado. Toda su capacidad de gobernar se basaba en ese descubrimiento. El maestre había poseído el diario de Lars Nelle, como De Roquefort supo durante muchos años, pero no había habido manera de conseguirlo. Pensó que, con la desaparición del viejo, sus posibilidades aumentarían, pero el maestre había previsto sus movimientos y alejado el manuscrito. Ahora la viuda de Lars Nelle y un ex empleado suyo —un agente del gobierno, bien entrenado— estaban estableciendo contacto con Royce Claridon. Nada bueno podía salir de esta colaboración.

Procuró tranquilizar sus nervios.

Durante años había trabajado a la sombra del maestre. Ahora él era el maestre. Y no estaba dispuesto a permitir que un fantasma le dictara su camino.

Hizo algunas aspiraciones profundas de aquel malsano aire, y trató de recordar el Inicio. Año del Señor de 1118. Tierra Santa había sido finalmente arrebatada a los sarracenos y se habían establecido dominios cristianos, pero aún existía un gran peligro. De manera que nueve caballeros se unieron y prometieron al nuevo rey cristiano de Jerusalén que la ruta de llegada y partida de Tierra Santa sería segura para los peregrinos. Pero ¿cómo podían nueve hombres de mediana edad, que habían hecho voto de pobreza, proteger la larga ruta que iba de Jaffa a Jerusalén, especialmente cuando centenares de bandidos estaban apostados en el camino? Más desconcertante aún, durante los primeros diez años de su existencia, no se sumaron nuevos caballeros, y las Crónicas de la orden no recogían nada sobre que los hermanos ayudaran a ningún peregrino. En vez de eso, los nueve hombres originales se ocuparon de una tarea más importante. Su cuartel general se encontraba bajo el antiguo templo, en una zona que antaño había servido como establos del rey Salomón, una cámara de infinitos arcos y bóvedas, tan grande que en un tiempo había albergado hasta dos mil animales. Ellos habían descubierto pasajes subterráneos excavados en la roca siglos antes, muchos de los cuales contenían rollos de escrituras, tratados, escritos sobre arte y ciencia, y muchas cosas más sobre la herencia judaico-egipcia.

Y el más importante hallazgo de todos.

Las excavaciones ocuparon toda la atención de aquellos nueve caballeros. Entonces, en 1127, cargaron barcos con su preciosa carga secreta y zarparon hacia Francia. Lo que ellos habían encontrado les valió fama, riqueza y poderosas alianzas. Muchos quisieron formar parte de su movimiento, y, en 1128, tan sólo diez años después de su fundación, se otorgó a los templarios por parte del papa una autonomía legal que no tenía parangón en el mundo occidental.

Y todo debido a lo que sabían.

No obstante, fueron cuidadosos con ese conocimiento. Sólo aquéllos que alcanzaban el nivel superior gozaban del privilegio de saber. Siglos atrás, el deber del maestre era transmitir ese conocimiento antes de morir. Pero eso fue antes de la Purga. Después, los maestres buscaron, todo en vano.

Golpeó nuevamente el puño contra la pared.

Los templarios habían forjado por primera vez su destino en cavernas olvidadas con la determinación de unos zelotes. Él haría lo mismo. El Gran Legado estaba ahí. Se encontraba cerca. Lo sabía.

Y las respuestas estaban en Aviñón.